El 27 de noviembre ocurrió uno de los crímenes más horrendos sufridos por los cubanos. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:27 pm
A 141 años exactos de un crimen que los cubanos no olvidarán aunque pasen los siglos —el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871— esta fecha es propicia para recordar.
Aquel suceso tiene raíces tan hondas y dolorosas, que no obstante la fuerza pulverizadora del tiempo, ni los jóvenes actuales, ni nadie verdaderamente humano, pueden mirarlas pasivamente.
Todo fue un crimen insólito y, como si un abuelo lo contara a un nieto, es necesario resumirlo en sus más tristes aristas.
Humana, y hasta didácticamente útil, es justo precisar que aquel episodio fue un asesinato típico de la misma entraña de los colonialismos de todas las épocas.
Un montón de adolescentes, casi niños, estuvieron apresados y a punto de ver en peligro sus vidas. Sumaban 45 alumnos del primer año de Medicina del curso 1871-1872 de la Universidad de La Habana.
El pretexto resultó uno de los absurdos más horrendos nacido de la ambición y del terror: que un grupo de jóvenes, deliberadamente, había profanado la tumba del periodista español Gonzalo Castañón.
Durante un siglo y cuatro décadas se ha dicho que aquellos ocho desdichados estudiantes escogidos prácticamente al azar, son inocentes. ¿Inocentes de qué? ¿De no tener experiencia de la vida? ¿De ser novios sin haberse estrenado en una amorosa alcoba íntima? ¿De ser buenos hijos, nobles sobrinos, cariñosos hermanos, alegres primos y amantes nietos? ¿De ser legítimos cubanos? ¿De ser irrenunciablemente jóvenes? ¿De amar a su patria? ¿De que uno de ellos, por ejemplo, Anacleto Bermúdez, escribiera junto al joven por antonomasia de Cuba —el también estudiante y alumno José Martí, a prueba de grilletes igualmente fieros— un artículo anticolonialista?
Hayan profanado o no la tumba de un periodista reaccionario defensor de un poder colonial extranjero —que impedía a sus padres gozar de independencia y libertad— su única verdadera inocencia fue no haber sospechado siquiera que serían fusilados por una aparente nimiedad, cuando en el fondo se intentó matar su ideario patriótico, aunque en unos más enraizados que en otros, y bastante hondo para sus edades y posición económica.
Aunque la supuesta profanación o falta de los estudiantes era de carácter civil, el general de división Romualdo Crespo autorizó para ellos un consejo de guerra de campaña. El conde de Balmaseda, capitán general de la Isla, se encontraba en esos días en el interior del país y el general Crespo era el segundo al mando en la Isla.
Pongamos de ejemplo un curioso caso de doble fatalidad. El de uno de los ocho fusilados, Eladio González.
Bachiller en Artes del Colegio de Belén, de los padres jesuitas de La Habana, y con el título del Instituto de Segunda Enseñanza de la capital del país, expedido el 22 de septiembre de 1870, en junio de 1871 aprobó curso de ampliación para estudiar Medicina y matriculó esta carrera el 17 de octubre de dicho año.
Eladio resultó seleccionado en el segundo sorteo fatídico, en sustitución de Esteban Bermúdez, quien fue separado al salir en las suertes echadas, con el fin de escoger los tres estudiantes que faltaban para el cupo de las ocho sentencias de muerte acordadas por el consejo de guerra mencionado.
¡Esto se hizo como «generoso» argumento para no fusilar a dos hermanos de una misma familia! El otro era Anacleto Bermúdez.
Hubo un segundo consejo de guerra, dominado totalmente por los Voluntarios, verdadero simulacro de juicio. Tal engendro jurídico dictaminó ocho penas de muerte y solo podían encasillar en ellas a cinco, que calificaron como «los más culpables».
Sortearon los tres que faltaban por cubrir —entre los compañeros de aquellos— y a la suerte salió el nombre de Eladio González. Los otros fueron dos adolescentes hermanados en desgracia y en nombres: Carlos Verdugo y Carlos A. de la Torre.
El mismo Eladio, en capilla, escribió unas líneas a su compañero Teodoro de la Cerra, cuyo original se conserva en la Fragua Martiana, que dice así:
«Cerra: un pañuelo que tiene Domínguez, cógetelo en prenda de amistad y dale este que te incluyo. Mira si mi cadáver puede ser recogido». ¡Eso sí era inocencia!
Fue detenido junto con todos los demás alumnos de aquel curso, en el arresto colectivo que llevó a cabo el desalmado gobernador político Dionisio López Robert, en la tarde del 25 de noviembre.
Su defunción no se anotó en ninguna parroquia; el asiento de su inhumación no se puso en los libros del cementerio de Colón hasta pasados dos meses y medio, y se inscribió entre las partidas del 14 y el 15 de febrero de 1872.
Fue enterrado junto con los otros siete compañeros en una fosa común, fuera del cementerio capitalino. Desde el 27 de noviembre de 1889 sus restos reposan en el actual cementerio de Colón.
El fusilamiento
Poco antes de las cuatro de la tarde del día del crimen entraron en la capilla los ocho estudiantes. Allí escribieron sus líneas postreras a la familia y amistades.
Luego se les condujo a la explanada de la Punta, en el litoral habanero, a la vista del Castillo del Morro.
En ese lugar, frente a los paños de la pared formados por las ventanas del edificio, usado como depósito del Cuerpo de Ingenieros, se les colocó de dos en dos, de espaldas, amarradas sus manos y —para colmo— de rodillas. Mandaba el piquete de fusilamiento el capitán de Voluntarios Ramón López de Ayala. Después de las cuatro de la tarde tronaron los fusiles coloniales.
Los cadáveres fueron conducidos a un sitio conocido con el nombre de San Antonio Chiquito, escoltados por una compañía de Voluntarios.
Ni siquiera se les permitió a los familiares reclamar a sus muertos para darles cristiana sepultura. En fosa de dos metros de largo por dos y medio de ancho y dos de profundidad, fueron arrojados los cuerpos sin vida.
Allí permanecieron casi 16 años, hasta el 9 de marzo de 1887 en que los exhumó su condiscípulo Fermín Valdés Domínguez.
Los ocho fusilados
Los verdaderos patronímicos de los ocho estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871, más completos y correctos que como se han divulgado durante muchos años, fueron revelados con exactitud por la doctora Olga Cabrera Valdivia, durante un congreso de Historia celebrado en La Habana en 1959, cuyas memorias son poco conocidas y están en poder de la Fragua Martiana, en la capital.
Hasta ese momento se conocían, por supuesto, las identidades de aquellos alumnos del primer año de esa carrera, uno de los cuales incluso no había asistido a la supuesta profanación de la tumba del periodista español Gonzalo Castañón. Pero, por ejemplo, los patronímicos no estaban completos y en un caso había un apellido realmente errado. Y se ha desconocido siempre que dos de los jóvenes estudiantes eran hijos de extranjeros.
La doctora Valdivia, en aquel Congreso, nos ha dicho Carlos Manuel Marchante, especialista en la materia —tal vez el primer Congreso luego del triunfo de la Revolución que abordara las correctas denominaciones de los jóvenes asesinados por el colonialismo español— especificó además algunas cuestiones desconocidas acerca de ellos y las causas y motivos enarbolados por las turbas de voluntarios para fusilarlos.
Fueron ellos: Alonso Francisco Álvarez y Gamba —en lugar de Campa—, nacido el 24 de julio de 1855 en La Habana, de 16 años, el más joven, sentenciado a muerte solo por arrancar una simple flor del entonces cementerio de Espada.
Anacleto Pablo Bermúdez y González de la Piñera, de 20 años, nacido el 7 de junio de 1851; José Ramón Emilio de Marcos y Medina, de igual edad, nacido el 7 de marzo de ese mismo año 1851; Juan Pascual Rodríguez y Pérez, el mayor de todos, nacido el 24 de junio de 1850, y Ángel José Eduardo Laborde y Perera, de 17 años, nacido el 5 de diciembre de 1853 en la barriada del Cerro. Todos eran de La Habana.
Los cuatro jóvenes anteriores resultaron ejecutados por el increíble delito de aprovechar la ausencia en ese horario de uno de los profesores para jugar con el carro fúnebre.
Los restantes fueron Eladio Francisco González y Toledo, de 20 años, nacido en Quivicán, La Habana, y Carlos Augusto de la Torre y Madrigal, igualmente de 20 años, nacido el 29 de julio de 1851, en Puerto Príncipe (Camagüey).
También Carlos de Jesús Verdugo y Martínez, de 17 años, nacido el 29 de julio de 1854 en Matanzas, quien no había asistido ese día a clases y se encontraba en su provincia con su familia.
¡Estos tres últimos fueron escogidos para fusilarlos mediante un absurdo y doblemente criminal sorteo!
Es curioso que José Ramón Emilio de Marcos y Medina era hijo de una venezolana y de un asturiano, mientras que Ángel José Eduardo Laborde y Perera, lo era de Eduardo Laborde y Sotomayor, natural de Charleston, y de Francisca Perera Boves, de Nueva Orleans, ambos ciudadanos de Estados Unidos.
La historia del 27 de noviembre no debe ser olvidada. El olvido es una planta triste y amarillenta que florece junto a las tumbas. Y aquellos ocho médicos truncos por el odio colonial solo cometieron el «gran pecado» —como dijeron en sus breves carticas familiares— de querer a su patria.