La manzana de Finlay. Autor: Adán Iglesias Publicado: 21/09/2017 | 05:16 pm
Con toda justicia se asocia automáticamente la figura del eminente médico cubano Carlos J. Finlay (1833-1915) con la demostración de que el mosquito Aedes aegypti es el responsable de la transmisión de la fiebre amarilla, una de las enfermedades epidémicas más temibles conocidas por el hombre. La hazaña fue resultado de un proceso de investigación que concentró los esfuerzos del galeno durante décadas.
Poco se sabe, sin embargo, de otros derroteros del quehacer intelectual del cubano, entre los que se encuentran investigaciones que tienden puentes entre la Medicina y otras ciencias —como cuando se preocupó de la presunta «alcalinidad» del clima de La Habana.
Debemos al Doctor José L. Hernández Cáceres, profesor e investigador del Centro de Cibernética Aplicada a la Medicina, haber despertado nuestra curiosidad sobre estas otras inquietudes de Finlay, quien de manera sorprendente realizó incursiones en la teoría gravitatoria.
Aunque se encuentran recogidos en sus obras completas, los artículos de Finlay sobre la gravedad son casi desconocidos tanto por médicos como por físicos. Titulados Nueva teoría de la gravitación y Nota adicional sobre la nueva teoría de la gravitación, fueron publicados en los Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana en 1873 y 1875, respectivamente. En estos Finlay propone un modelo de acción de la gravedad, con el que trata de dar respuesta a preocupaciones que el físico inglés Isaac Newton dejó planteadas, pero sin solución.
Según José López Sánchez —biógrafo de Finlay—, si se revisa la bibliografía cubana sobre física en esos años, solo aparecen otros dos artículos, de José Fernández de Castro y de Francisco Paradela Gestal. Estos son trabajos de revisión histórica y bibliográfica y no persiguen proponer nuevas teorías. Es así que puede decirse que Finlay ocupa, por derecho propio, uno de los puestos pioneros de la Física en Cuba.
En el Cerro no se dan manzanas, pero...
Cuentan que fue la caída de una manzana en su cabeza lo que inspiró al físico inglés Isaac Newton su teoría de la gravitación, expuesta en 1685. Dos siglos después, en tiempos de Finlay, sus fórmulas eran de utilidad en un sinnúmero de situaciones experimentales y teóricas. No obstante, el avance en el estudio de la luz exigía nuevos análisis. El descubrimiento de su transmisión como onda hizo surgir la hipótesis del éter, que contó con el apoyo de los científicos a lo largo del siglo XIX y hasta inicios del XX. La apuesta por este elemento era arriesgada en la medida en que nadie había encontrado jamás una partícula del mismo. Sus presuntas características resultan sorprendentes: debía ser un fluido que lo inundara todo, pero que poseyera una rigidez millones de veces mayor que la del acero. Tenía que carecer de masa y de viscosidad y adicionalmente, ser transparente, no comprimible, impedir la dispersión de la luz… Era un mecanismo mágico que excitaba la imaginación y convocaba al estudio.
Es así que, aunque en la calzada que recorría Finlay diariamente entre su hogar en el Cerro y su consulta en La Habana de intramuros no crecieran los manzanos, hasta él llegó el afán por explorar tales problemáticas.
El médico cubano creyó encontrar en el éter la respuesta a una incógnita que no pasó inadvertida para Newton ni otros físicos posteriores. Se trata del enigma de la naturaleza de la atracción mutua a distancia. Con sus artículos, el investigador cubano trató de demostrar que lo que Newton postulaba como fuerzas atractivas eran fuerzas impulsivas. Para ello no se opuso a los principios generales enunciados por el genio inglés, sino que buscó aclarar cuestiones que habían quedado en suspenso. Ese problema no podía encontrar solución en su tiempo, menos aún si tenemos en cuenta las dificultades que tenía que afrontar la comunidad científica cubana del siglo XIX para mantenerse al día de las principales contribuciones de la ciencia de primera línea a nivel mundial.
Los artículos de Finlay dan testimonio del genuino carácter científico que asumía como credo. Y es que, aun al acercarse a una disciplina que no dominaba totalmente, fue dueño de una «profunda capacidad de análisis, que se dirigía a las problemáticas fundamentales», opina el Doctor Alain Ulacia, especialista en cosmología del Instituto de Cibernética, Matemática y Física, quien analizó los artículos de Finlay como cortesía para JR.
«Cuando se comparan sus análisis con el estado de la física actual, por supuesto que se siente una incoherencia —explica Ulacia—. Pero a la vez que uno se va adentrando en la lectura de sus comentarios, entra en un mundo fascinante de razonamientos y dudas.
«Finlay no entendía cómo es posible que dos cuerpos distantes puedan interactuar casi instantáneamente a través de la gravitación. Y tratando de explicar esto, sin darse cuenta, cae en análisis profundos que tienen vigencia todavía. Respecto a algunas de esas preguntas básicas, hoy no estamos en una situación tan diferente. ¿Qué es el vacío?, la existencia del campo, ¿qué es el transporte de información?… Hoy podemos describirlos, pero no darles una explicación plena».
En la frontera de su época
Las investigaciones de Finlay en el campo de la Física deben ser valoradas en contexto y resaltadas sobre todo por su método de investigación, tras el cual se refleja el empleo de la lógica y la dialéctica materialista, afirma López Sánchez, en el libro Finlay: el hombre y la verdad científica.
La formación que recibió le abrió el camino para ir más allá de la ciencia establecida de su tiempo. En 1855, Finlay se licenció en el Jefferson College de Filadelfia, Estados Unidos, uno de los más prestigiosos centros de enseñanza de la medicina científica de la época. Un par de años después logró revalidar el título en Cuba y el deseo de superación lo llevó a viajar por Europa, cuando aún no había cumplido los 30 años.
A su regreso, es apenas uno entre los más de 150 médicos que ejercen en La Habana y sus barriadas cercanas. Sin embargo, su espíritu ilustrado lo impulsa a solicitar en 1864 el ingreso en la recientemente creada Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales.
Aunque pudo publicar varios artículos a través de la entidad, su membresía no fue aceptada hasta ocho años después. Allí tuvo la oportunidad formal de departir con estudiosos de diversas materias —entre los que se destacan médicos como él mismo—, pero sintió la necesidad de impulsar otros ámbitos de indagación.
En paralelo con su interés por la fiebre amarilla y otras enfermedades epidémicas como el cólera, las actas de la corporación científica dan testimonio de que Finlay realizó tareas de índole cívica, entre las que se incluyen la denuncia de las malas condiciones sanitarias existentes en la fábrica de jabón Crusellas y la defensa de la práctica del deporte —en especial del béisbol— por la juventud, frente a la reprobación de algunos sectores colonialistas que lo veían con ojeriza.
Fueron preocupaciones menos conocidas de quien encarnó como pocos el ideal científico, al conjugar una búsqueda insaciable del conocimiento con la voluntad de hacer de este un instrumento de desarrollo y bienestar público.