Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Lealtad en el silencio

Bajo la tenue iluminación de la Luna, con las últimas paletadas de tierra que dejaban enterrados a Antonio Maceo y Panchito Gómez Toro, se abría uno de los más hermosos capítulos de fidelidad en la historia de Cuba

Autor:

Luis Hernández Serrano

En su trayecto por San Pedro, el 7 de diciembre de 1896, el Titán de Bronce se detuvo ante una alambrada que obstaculizaba el paso. Quedó en un lugar despejado y próximo a una de las cercas de piedra donde se ocultaba el enemigo. Ordenó que cortaran los alambres para continuar, pero un aguacero de proyectiles no dejó terminar la faena.

Cuenta el general José Miró Argenter que «al erguirse el Mayor General Antonio Maceo, una bala le cogió el rostro. Se mantuvo dos o tres segundos a caballo; lo vimos vacilar: ¡Corran, que el General se cae!, gritamos cinco o seis al mismo tiempo; soltó las bridas, se le desprendió el machete y se desplomó».

Cayeron también 12 hombres de la escolta. Los españoles arreciaron el fuego para disolver el grupo, comprendiendo probablemente que allí ocurrió algo muy grave e inesperado.

Esta es parte de una de las más de 40 versiones de la muerte del Mayor General Antonio Maceo, pero no se ha hablado tanto de los hombres que hallaron su cadáver y el de su ayudante, el Capitán Panchito Gómez Toro, ni tampoco de quiénes los escondieron, y de la exhumación y el sepelio antes de llevarlos al primero de los mausoleos hechos en El Cacahual, en Santiago de Las Vegas, La Habana.

Por iniciativa que lo engrandece en la historia, el coronel mambí Juan Delgado González y algunos de sus hombres condujeron los cadáveres de Maceo y de su ayudante hacia un lugar seguro, para que no cayeran en manos de los españoles.

El bravo combatiente, jefe del Regimiento de Caballería Santiago de Las Vegas, tocó la puerta de la casa de tabaco en la que dormían familiares suyos allegados y, después de identificarse, les dijo: «Perico, levántese pronto, que hay algo muy grave que tratar con usted ahora mismo».

Luego de informarle que era necesario enterrar en sitio adecuado a dos importantes oficiales mambises caídos frente al enemigo, Pedro Pérez Rivero, sin vacilar ni un segundo, llamó a sus tres hijos mayores y les pidió que buscaran las herramientas para cavar la tierra.

Rumbo al sitio donde estaban los cadáveres, el campesino preguntó a su sobrino si los presentes conocían de esta idea. Y al llegar adonde se encontraban los cuerpos sin vida de los dos patriotas, Juan Delgado le dijo: «Tío, le entrego con el alma los cuerpos del Lugarteniente General Antonio Maceo Grajales y el de su ayudante, Capitán Panchito Gómez Toro, hijo del Generalísimo Máximo Gómez. Nadie sabe de esto. Murieron ayer en un combate. En usted confiamos ciegamente. Entiérrelos donde crea que nunca puedan los enemigos encontrarlos, y guarde este secreto hasta que Cuba sea libre. Solo entonces lo dirá al Presidente de la República o al propio General Máximo Gómez».

El enterramiento

Pedro Pérez era propietario de la finca La Dificultad, pero abrió las fosas secretas y enterró a Maceo y a Panchito en un abrupto rincón de la finca colindante, llamada El Cacahual, propiedad de los hermanos Ernesto y Antonio Maresma.

Él y sus hijos fueron los únicos testigos de aquel acto clandestino, bajo la tenue iluminación de la Luna. Con las últimas paletadas de tierra se abría uno de los más hermosos capítulos de fidelidad que se han escrito en nuestra historia revolucionaria y patriótica.

Lejano estaba aún el día en que aquella tierra de El Cacahual devendría altar del internacionalismo cubano, con la Operación Tributo. Allí se han recibido héroes fogueados en tiempos de guerra y de victoria.

Cómo se cumplió el compromiso

Poco después de la muerte de Maceo surgió la reconcentración de Weyler y la familia de Pedro Pérez tuvo que refugiarse en Bejucal, donde murió uno de sus hijos. El fiel campesino temió que perecieran por una epidemia todos los guardianes del sagrado secreto y envió un aviso al coronel Juan Delgado, quien a su vez encargó del importante asunto a su segundo, Dionisio Arencibia Pérez, para que se entrevistara con él en El Cacahual.

En el sitio de las fosas ocultas, Arencibia hizo una marca en un árbol, guardando también el preciado secreto.

En agosto de 1899, Gómez acudió a Bejucal, ya con el permiso de exhumación de los restos. Allí recibió acogida y se hizo colecta que trascendió al país, para la futura obra que los guardaría.

Dos comisiones, una de ellas técnica, viejos mambises, numeroso público y familiares de Maceo y de Gómez presenciaron el acto, el 17 de septiembre de 1899, guiándose por la señal hecha en el árbol por Dionisio Arencibia. Empleados de Bejucal iniciaron la búsqueda en el lugar indicado, cavando con sumo cuidado y ya desesperaban todos y algunos ponían en duda la palabra del honrado Pedro Pérez y sus hijos, cuando apareció el primer hueso humano, a cinco cuartas de profundidad.

Reinaba mal tiempo, había dos yaguas y sendos hules, donde se fueron colocando adecuadamente los restos, manteniendo la debida separación, para ser trasladados hacia la casa de los Pérez.

En el humilde bohío de los leales campesinos permanecieron los restos amados en capilla ardiente, bajo custodia de varios generales mambises, entre ellos Pedro Díaz y el ex presidente de la República de Cuba en Armas, Salvador Cisneros Betancourt, hasta que fue terminado el primero de los tres monumentos que se han construido en el actual mausoleo de El Cacahual, donde fueron depositados. Oficialmente fue inaugurado el 23 de septiembre de 1900.

En todos los casos —lo estudió bien Azucena Estrada— cuando fueron extraídos los restos para construir los distintos monumentos, eran custodiados por esos nobles campesinos que bien pudieran ser considerados los Malagones del Pacto del Silencio.

Un día como hoy, es justo que las nuevas generaciones conozcan y veneren este hecho, brillante ejemplo de fidelidad a la Patria, donde Pedro Pérez Rivero y sus hijos, Romualdo, Leandro y Ramón, tuvieron que aplicar aquella enseñanza martiana de que hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas.

Hallazgo del Titán de Bronce

El coronel Juan Delgado González, jefe del Regimiento de Santiago de Las Vegas, enterado de la desgracia ocurrida y de los intentos heroicos, pero infructuosos por recuperar el cadáver, reaccionó vigorosamente y levantando en alto su machete, gritó: «El que sea cubano, el que tenga vergüenza, el que tenga valor, ¡que me siga!». Y respondieron al llamado varios héroes más. (Tal regimiento pertenecía al 5to. Cuerpo, 2da. División, 2da. Brigada del Ejército libertador de Cuba, más tarde llamado Regimiento de Caballería General José María Rodríguez, «Mayía»). Iban hacia lo desconocido, hacia la muerte si era necesario, en busca del cuerpo del General. No sabían qué los esperaba, pero arrancaron con la firme entereza de hallar su cuerpo y arrebatarlo de manos enemigas si era preciso.

Al partir el exiguo destacamento voluntario de valientes, les ordenó que se dividieran en pequeños grupos para explorar todo el cuartón de Bobadilla y para no ser blanco fácil del fuego enemigo.

Tras una búsqueda incesante y peinado hábilmente el enmaniguado terreno, el grupo del capitán José Miguel Hernández Falcón —y personalmente este mismo oficial mambí, ascendido luego por ello a teniente coronel— halló los cadáveres de Maceo y Panchito, lo que comunicó a sus compañeros con el grito más grande que haya dado hombre alguno en la guerra de independencia: «¡Aquí está el General Maceo!».

Los héroes que participaron en zafarrancho de combate en aquel arriesgado rastreo de la manigua fueron los coroneles Juan Delgado, Alberto Rodríguez Acosta y Ricardo Sartorio Leal; el teniente coronel Dionisio Arencibia Pérez; los comandantes Rodolfo Bergés Tabares, Andrés Hernández Aguirre y Celestino Baizán Lobo; el capitán Ramón Delgado González (hermano del jefe del Regimiento); los tenientes Ignacio Castro Ruiz, José María Herrera Roig, Emilio Laurent García e Hilario Llanes Sánchez; el sargento Anacleto Merchán Rodríguez; y los soldados Esteban Carmona Collazo, Herculano Rodas Hernández, José Herrera Ayala, Antero Castaños y uno conocido por el Loco. De ellos, 13 pertenecían al Regimiento bajo las órdenes del coronel Juan Delgado.

En realidad el Regimiento de Santiago de Las Vegas poseía 526 hombres, con varios escuadrones de 72 insurrectos cada uno, casi una brigada, formada por dos regimientos, uno de infantería y otro de caballería.

Terminada la guerra, tanto el teniente coronel Dionisio Arencibia Pérez —segundo jefe del Regimiento—, como el capitán y posteriormente ascendido a teniente coronel José Miguel Hernández Falcón (quien encontrara, gritara para anunciar el hallazgo y cargara el cadáver de Maceo), residieron y compartieron muchos meses juntos con el Generalísimo Máximo Gómez.

FUENTE: El coronel Juan Delgado y el Regimiento Santiago de Las Vegas, Eladio J. González Ramos, Premio de Biografía del concurso de historia Primero de Enero, en 1975, editado por el Departamento de Orientación Revolucionaria del Comité Central del Partido, Ciudad de La Habana, 1977; Memorias de la guerra, Enrique Loynaz del Castillo, Editorial Ciencias Sociales, 1989; artículo El Titán de Bronce, Eusebio Leal Spengler, revista Calibán, octubre-noviembre-diciembre 2009, legajos de Juventud Rebelde y archivo del autor.

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