Los que soñamos por la oreja
En una conferencia que le impartí a un grupo de estudiantes universitarios foráneos, interesados en el tema de la denominada Música Cubana Alternativa (MCA), uno de ellos me preguntó acerca del papel que esta ha desempeñado en la actividad política de nuestro país en las últimas décadas. La interrogante daba para toda otra charla, pero mi respuesta debía ser breve dado el escaso tiempo de que disponíamos, por lo que le prometí dedicar mi columna de esta semana al tema.
Pienso que hay que partir del hecho de que a lo largo de la historia de la música popular en Cuba, la misma ha actuado siempre como un factor dialógico que ha propiciado, de una u otra manera, una suerte de autorreflexión, de mirarnos por dentro y de ir apuntando hacia los distintos aconteceres de la vida cotidiana en/de nuestra historia, tanto desde el punto de vista de los problemas sociales como de los íntimos.
Habría que decir que la MCA ha funcionado como una manera de echar luz sobre determinadas zonas problémicas, sobre el acontecer más inmediato; en algunos casos, poniendo el dedo en la llaga. Y creo que lo ha hecho desde una postura de alta eticidad, el principal signo que han tenido estas manifestaciones a lo largo de su decursar; en algunos momentos con más o menos acierto.
El reflejo de las problemáticas histórico-sociales en la música, tiene que ver también con hasta qué punto el mercado o la política no actúen como un fórceps para una manifestación sonora determinada.
Si una esfera artística ha estado marcada por los embates políticos, esa ha sido —en mi criterio— la de la música, ya que, por su condición de ser también una industria, sufre presiones que no se dan en la literatura o las artes plásticas. Así, la incorporación del tema social en el discurso artístico entre nosotros no es una exclusividad de la música, sino que ha sido parte de una tradición en la cultura cubana. El proceso vivido por nuestra sociedad en el período transcurrido entre 1986 y 1990 centró al arte, en general, y, en particular, a cierta zona de la música, en una proyección crítica contra los males de su entorno.
Claro que no fue siempre una motivación política e ideológica la única razón para el criticismo del período. Por esas fechas, como consecuencia del reformismo experimentado por la izquierda internacional, la política de «crítica dentro de la izquierda», se había tornado en sí misma una acción comercial. De ello se deduce que más de un creador musical incursionase en lo político, a fin de propiciar el mercadeo de su quehacer y no por expresar así una real convicción de su pensamiento.
Lo mismo, pero al revés, aconteció con la producción de los 90, con alguna que otra excepción. Como es perfectamente comprobable en muchos fonogramas llevados a cabo en la etapa, se aprecia una tendencia a no incluir piezas referidas a asuntos problemáticos o que problematizaran en torno a los complejos fenómenos de nuestra realidad.
Ello no solo fue resultado de una estética determinada, sino que respondió en buena medida a factores asociados a un posicionamiento mercantil, expresado en que el mercado ya no demandaba política, por lo que en la producción musical, en líneas generales se ofreció un discurso marcado por el apoliticismo comercial, lo cual no es más que una actitud en extremo política, dado que por entonces la política se comercializa como no política.