Lecturas
Ahora que transcurren las Olimpiadas de París, quiere el escribidor evocar el incidente ocurrido en marzo de 1950 durante la inauguración de los 6tos. Juegos Centroamericanos y del Caribe que tuvieron por sede a Guatemala, en el que Cuba fue uno de los protagonistas y provocó un serio diferendo entre Washington y el Gobierno anfitrión de la competencia.
«Guatemala se enorgullece de ser el dirigente del movimiento contra las potencias coloniales e imperialistas y las dictaduras en la zona del Caribe», dijo el presidente Juan José Arévalo, y su discurso dio inicio al desfile de los atletas de las 12 naciones y territorios participantes, cuyo paso ante la tribuna era saludado por su himno nacional respectivo, interpretado por la banda de la Policía.
Pero cuando, portando la bandera norteamericana, cruzaba frente al estrado la delegación de Puerto Rico, no se escuchó el himno de Estados Unidos de América, sino las notas de La Borinqueña, mientras los altoparlantes dejaban oír al conductor del acto que repetía las palabras del mandatario en cuanto a que «Guatemala no reconoce colonias en América».
Una cerrada ovación saludó la interpretación de La Borinqueña en el recinto colmado por más de 60 000 espectadores, pero no todos los presentes en el estadio de Ciudad de Guatemala se mostraron de acuerdo con aquella afirmación de independencia hispanoamericana. Richard Petterson, el embajador norteamericano, obligado por el protocolo, escuchó La Borinqueña de pie y con el debido respeto, pero no más cesó la música abandonó el estadio como alma que lleva el diablo y anunció, sin miramientos, que presentaría una protesta formal ante la Cancillería guatemalteca.
La réplica de Guatemala no se hizo esperar, y no pudo ser más precisa y lógica: «No se tocó el himno norteamericano porque Estados Unidos no participa en estos juegos. Se interpretó La Borinqueña porque Puerto Rico no tiene himno nacional y esa melodía popular está considerada como canto nacional».
La gran prensa se hizo de inmediato eco del incidente, que por su importancia política eclipsó la competencia y provocó los comentarios más contradictorios.
Cuba fue la responsable de que la partitura llegara a Guatemala. Un alto cargo del Gobierno de Arévalo solicitó a Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de la Ciudad de La Habana, el envío urgente de la música y la letra de la pieza, adoptada como himno del insurgente pueblo de Hostos y Betances. El historiador recurrió de inmediato al maestro Gonzalo Roig, director de la Banda Municipal de Conciertos y creador de la música inmortal de la zarzuela Cecilia Valdés, y ya con la pieza en su poder, la remitió a Guatemala por vía aérea.
Un eco resonante del acontecimiento tendría lugar días más tarde en Puerto Príncipe. Como protesta por la actitud del embajador norteamericano en el país centroamericano, el conjunto Marimbas guatemaltecas, durante la recepción ofrecida por el presidente Estimé a los participantes en la feria haitiana, interpretó La Borinqueña a renglón seguido de los himnos de Haití y Guatemala. No hubo en esta ocasión réplica diplomática por parte de EE. UU.
Corre el mes de enero de 1947 y el presidente Ramón Grau San Martín dispone, mediante decreto, un aumento salarial para los empleados públicos, que beneficiaría, entre otros sectores, a los conserjes de las escuelas estatales y municipales. Como resultado de la medida, los conserjes que tuvieran a su cargo más de un aula disfrutarían de un aumento de dos pesos mensuales, y un peso para los que tuvieran solo un aula bajo su responsabilidad. La información, tomada de la revista Bohemia, no alude a la alegría que tan generosa dádiva debió de ocasionar en tan humildes servidores públicos.
Por esa misma fecha se daba a conocer que la Havana Electric Railway Co. había admitido a un negro como conductor en los tranvías. Marino Peña, el primer empleado de piel negra aceptado en dicha empresa desde su fundación en el primer año de la República, como fruto de una batalla que se prolongó durante décadas. Hasta entonces, el motorista podía ser negro, pero el conductor tenía que ser blanco.
Lo esperaban, en el aeropuerto de Rancho Boyeros, numerosos representantes de instituciones científicas, educativas y académicas, y curiosos en general, ansiosos por ver de cerca al glorioso viajero, hasta que una ola humana envolvió su figura alta y canosa que avanzaba con una interesante mujer cogida del brazo. Era Sir Alexander Fleming, el sabio inglés que había descubierto la penicilina. Muchos de los presentes le debían la vida, pero el recién llegado, sin darse importancia, reía con los que lo aguardaban y cambiaba con ellos frases como si hablase acerca de otra persona.
Apuntó el periodista Enrique de la Osa: «Parpadeaban los ojos claros —acostumbrados a la bruma londinense— bajo el esplendoroso sol del trópico. Todo en él era reposado, austero, reflexivo. El semblante contemplativo del investigador científico, naciente cazador de difíciles verdades, era un viejo huésped de la prensa y el cinematógrafo universales. Ahora le tocaba posesionarse por derecho propio, sin quererlo ni inquietarse por ello, de los medios de publicidad cubanos».
Su visita tuvo dos propósitos. Uno científico y otro personal. Dictó en la Universidad habanera importantes conferencias sobre el uso de los antibióticos y sobre la herida aséptica, mientras que, como huésped del Hotel Nacional, disfrutaba de su luna de miel. No hacía mucho había contraído matrimonio con su colaboradora, la bacterióloga griega Amalia Coutsouris, que militó en el movimiento de resistencia de su país contra el nazismo.
Su viaje a Cuba se debió enteramente a las gestiones de la doctora cubana Margarita Tamargo, discípula suya en la Universidad de Londres. Ella le habló largo sobre su lejana isla y logró interesarlo. Luego, ya en La Habana, la doctora Tamargo consiguió que la Facultad de Medicina de la Universidad formalizara la invitación.
Los más notables científicos cubanos saludaron la presencia de Sir Alexander Fleming. Su visita, sin embargo, apenas repercutió en la esfera oficial. Corría el mes de abril de 1953 y el Gobierno batistiano lo condecoró con la Orden al Mérito Carlos J. Finlay, pero lo hizo en una ceremonia fría y convencional a la que apenas asistió el Ministro de Salubridad, que debió retirarse pronto «a mayores obligaciones».
Escribía De la Osa: «Una acogida muy distinta fue la de la prensa, que consagró sin cesar entrevistas, reportajes y editoriales a Fleming durante su estancia en Cuba. Como culminación de esa hospitalidad periodística… Miguel Ángel Quevedo, director de Bohemia, le ofreció una recepción en su finca Buenavista, con la asistencia de profesionales, diplomáticos e intelectuales valiosos del patio. Ello compensaba la indiferencia oficial».
La prensa dio la noticia. Luis Felipe Rodríguez, el autor de La conjura de la ciénaga y Pascua de la tierra natal, se encontraba hospitalizado en el Calixto García y pedía a sus admiradores y al propio Gobierno que se interesaran por la salud de «este hombre sencillo, humilde y orgulloso que tan alto ha sabido poner el buen nombre de su patria en todo el mundo».
Aunque acusó alguna mejoría, el autor de La ilusión de la vida no demoró en morir, en el verano de 1947, hace ahora 77 años. En sus últimos tiempos se ganó la vida con crónicas y artículos, y con sus cuentos que aparecían de manera regular en publicaciones nacionales.
Triste destino el de este hombre que muere recogido en un hospital público como pobre de solemnidad después de haber prestigiado incansablemente las letras de su país. Pocas semanas antes de fallecer fue dejado cesante en el Ministerio de Educación al ser suprimida la radioemisora oficial CMZ, en la que colaboraba. Y pocos de sus camaradas de profesión lo acompañaron en sus últimos días.
Decía Bohemia: «Luis Felipe Rodríguez murió en la miseria, casi abandonado de todos, como un testimonio hiriente de la declinación de la cultura y las costumbres en esta época, que tanto se esforzó él en evitar».