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El Tarzán cubano y otros personajes

¿Era un loco? ¿Un aventurero? ¿Un hippie que se anticipó a su tiempo? A la vuelta de los años transcurridos resulta imposible hallar la respuesta exacta. El caso es que el habanero Ángel de la Torre quiso vivir al natural y para hacerlo se instaló como tal cosa en el Bosque de La Habana. No demoró en alcanzar celebridad a medida que sus hazañas eran reseñadas por la prensa y seguidas cada vez por una mayor cantidad de público, mientras que las autoridades las ignoraban por considerarlas fruto de un lunático simple e inofensivo, que sabía muy bien, sin embargo, asegurarse la popularidad. Bien pronto ganó el sobrenombre de Tarzán cubano.

Hoy, a la vuelta de los más de 70 años transcurridos, no puede apreciarse cuál fue su origen ni su final. Se lo tragó para siempre el agujero de la memoria. El escribidor agradecerá cualquier información acerca de este personaje que no se menciona siquiera entre las figuras populares de la capital y que a diferencia del Tarzán de Hollywood, que era blanco y lampiño, lucía barbas y una tez algo amulatada.

En taparrabos en Prado y Malecón

Excentricidades aparte, no puede negarse que Ángel de la Torre no rehuía las situaciones más riesgosas, a veces con peligro para su vida, como en aquella mañana en que se tiró desde el puente Asbert —el llamado puente de 23— a las aguas del Almendares. Un clavado perfecto y espectacular que cortó el aliento a las cientos de personas y no pocos periodistas que, avisados de antemano, —porque en eso de la autopromoción era experto— vieron  a De la Torre sumergirse en las aguas todavía limpias del río para aparecer enseguida y saludar a los que lo aclamaban.

Otra vez salió de sus predios habituales. En una canoa ganó la desembocadura del Almendares y bordeó el litoral hasta situarse a la altura de la fortaleza de La Punta. Vestía solo un taparrabos diminuto y aun así desembarcó ante la mirada asombrada de los paseantes. El policía de recorrido quiso atajarlo y poner fin al atentado a la moral que entrañaba aquella desnudez.

Pero De la Torre, rápido como una gacela, se tiró a la calle y cruzó la avenida del Malecón desafiando los vehículos  que pasaban en ambas direcciones. Ya en el Paseo del Prado buscó y encontró refugio en la emisora RHC Cadena Azul, donde permaneció escondido hasta que pasó el alboroto y pudo al cabo, tras una carrera frenética, llegar a su barca rústica y volver  al bosque.

A Varadero en canoa

La prensa daba vuelo a sus hazañas y crecía la leyenda del Tarzán cubano, y, envalentonado, quiso Ángel de la Torre subir la parada y anunció a todo trapo que en una canoa remaría desde el Almendares hasta Varadero.

Marineros y expertos consideraron que era mucho decir. Algunos rieron de las pretensiones de Ángel y los más le vaticinaron el fracaso más rotundo. Como viajaría sin compañía alguna, el cansancio lo vencería y la canoa se estrellaría contra los arrecifes o sería arrastrada mar afuera, sin contar que no conseguiría vencer los rompientes de Jaruco ni la punta de Seboruco con sus imponentes terrazas y mucho menos traspasar la boca de la profunda bahía de Matanzas.

Pero el sujeto, que había salido de La Habana arropado por el cariño y el aliento de sus ya muy numerosos admiradores, llegó con éxito a su destino. Su arribo al famoso balneario coincidió con las regatas nacionales para embarcaciones de remos que allí tenían lugar, y que pudo presenciar como invitado de honor y con el aplauso de los competidores.

Poco después, el comodoro del Habana Yacht Club entregaba a Ángel de la Torre una medalla de oro en nombre de la Federación Náutica de Cuba. Era el mes de julio de 1946. Después nada  más volvió a saberse de este curioso y valiente personaje que de manera bien merecida ganó su sobrenombre. (Con información de Gilda Guimeras)

Salgueiro, primo de Alfonso XIII

Lo relató el escritor costumbrista Félix Soloni en una de sus estampas de La vieja Habana que hasta 1968 dio a conocer en el periódico El Mundo. Jesús Rodríguez Salgueiro fue, decía en dicho diario el también autor de las novelas Mercé y Virulila, el personaje más popular de La Habana a partir de 1926.

Con su melena arbitraria, el sombrero pequeñísimo, el bastón, su andar  rápido y su capa española, era una nota pintoresca en el extremo del Paseo del Prado, allí donde se erigían el famoso hotel Miramar, pronto descomercializado, y el célebre restaurante Miramar Garden. Un buen día de abril de 1928 embarcó rumbo a Galicia, su región natal, a bordo del vapor Órbita.

Salgueiro decía ser el último descendiente de Cristóbal Colón e inventor de instrumentos tan raros como un submarino aéreo y un dirigible invisible
e invulnerable. Jamás pidió un centavo. Aceptaba solo invitaciones de sus amigos y paseos en automóvil, sobre todo aquellos que salían de Prado y Malecón, bordeaban la fuente de la India, ganaban la calzada de Reina y continuaban por Carlos III hasta el Castillo del Príncipe, para volver al punto de partida. Vivía de la caridad de algunos compatriotas que, discretamente, sin humillarlo, lo mantenían y que terminaron embarcándolo hacia Galicia, donde sus familiares lo recluyeron en un manicomio.

Fue difícil convencer a Salgueiro de que hiciera el viaje de retorno. No quería dejar La Habana. Hubo que decirle que el Rey, su amigo y pariente, según él, lo reclamaba. El cónsul español lo convocó a su oficina y de manera formal comunicó a don Jesús Rodríguez Salgueiro, legítimo y único duque de Veragua, que Su Majestad Alfonso XIII lo necesitaba para confiarle el virreinato de Riff.

—Si es una cuestión de Estado, embarcaré cuanto antes —dijo Salgueiro a sus amigos, que no sabían si reír o llorar—. Dejaré a Cuba, como recuerdo y prueba de gratitud, mi submarino aéreo. Dejo también amigos y enemigos…

El Chino constructor de aviones

Esta estampa, que incluye Orlando Carrió en su libro Los hijos de la luna (2012) no tiene desperdicio. Después de construir en su taller sito en la calle Souberville entre Calzada y Velázquez, en Cárdenas, Ciudad Bandera, bicicletas de dos, tres y cuatro asientos que daba en alquiler, David Brufau, el Chino, se empeñó en construir un avión y pilotearlo. Era, escribe Carrió, «fanático de la aeronáutica civil y temerario aspirante a piloto».

Al comienzo nadie creyó aquella historia de la construcción del aeroplano, pero el aparato empezó a coger forma cuando  un vecino lo ayudó en la construcción del fuselaje. Aun así, la gente no conseguía explicarse cómo aquel aparato conseguiría ganar altura con el motor de automóvil que el Chino le había adaptado. Al fin la preocupación siguió a la incredulidad cuando el inventor consiguió un verdadero motor de aeroplano para su máquina, que exhibía ahora en su nuevo taller de la calle Calvo, en la misma ciudad.

Pasaban los días y el avión del Chino Brufau acaparaba cada vez con más fuerza el interés y la atención de  la gente. El tema dividía  la opinión de los cardenenses. ¿Volaría o no el aparato? ¿Sería el tripulante de su propio aeroplano? ¿Sabría cómo? Pero, aun cuando supiera tripular un avión, ¿tenía el permiso pertinente para hacerlo? El Chino, sin embargo, se mantenía en sus 13. «Volaré con permiso o sin permiso. ¡Seguro!»

Tanto tira y encoge terminó por llamar la atención del Ayuntamiento y dos inspectores municipales se personaron en el taller del Chino para conocer lo que había de cierto en el asunto.  Examinaron el aparato y le recomendaron que no se atreviera a volar. No quiso oír razones y entonces los inspectores le prohibieron de manera terminante que lo hiciera.

Pasaron los días y un rumor comenzó a tomar cuerpo en la ciudad. El Chino, pese a la vigilancia de inspectores y policías,  había alzado vuelo. Algunos afirmaban que habría muerto o desaparecido en el intento, mientras que otros decían tener información  de que ese solitario héroe del espacio había aterrizado en Cayo Hueso, para devolver así la hazaña de Domingo Rosillo, que en 1913 le anotó a la aeronáutica cubana: el primer vuelo Cayo Hueso La Habana.

Poco a poco decreció el interés por el Chino y su invento a medida que fue haciéndose público que el famoso avión, por sus dimensiones, no pasaba por ninguna de las puertas del taller donde lo ensamblaron.

 

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