Lecturas
Se sabe Gerardo Machado con el agua al cuello, pero no quiere renunciar, y procura ganar tiempo. Parlamenta con los huelguistas, accede a sus demandas y promete legalizar sus organismos sindicales y garantiza al Partido Comunista el pleno disfrute de sus derechos democráticos. Sus maniobras, sin embargo, se estallan contra el muro inexpugnable de la huelga general y se coloca en una situación sin salida entre el Embajador norteamericano, que amenaza con la intervención, y el pueblo que no ceja en su actitud de derrocarlo. Para remate, se le insubordina el Batallón No. 1 de Artillería que, sin disparar un tiro, ocupa la sede del Estado Mayor del Ejército, en el Castillo de la Fuerza. Los amotinados emplazan las ametralladoras en la calle y recaban el apoyo de La Cabaña, la Quinta de los Molinos y el Cuerpo de Aviación. No quieren a Machado. Tampoco al general Alberto Herrera, jefe del Ejército, que al parecer será su sustituto. Es ya el 11 de agosto de 1933, y Gerardo Machado, el Egregio, como lo llaman sus incondicionales; el asno con garras, como lo llamó el poeta Rubén Martínez Villena; el Mocho de Camajuaní, como lo llaman sus adversarios, ha presentado al Congreso una solicitud de licencia que equivale a una renuncia.
El ayudante de guardia se atreve a interrumpir la siesta del dictador a fin de que atienda un llamado telefónico urgente que lo pone al tanto del alzamiento de los de la Artillería. Ante el temor de que asalten Palacio, Machado mismo, con un fusil calibre 22 en las manos, asume la defensa del edificio y ordena que se haga fuego contra cualquier unidad del Ejército que intente acercarse. Su hija Ángela Elvira (Nena) y algunos allegados lo conminan a que busque un refugio más seguro y escucha al fin la sugerencia de que se instale en el campamento militar de Columbia.
—Me voy con los míos —dice antes de abordar su automóvil blindado. Pero el malestar se ha adueñado ya del campamento y el capitán Mario Torres Menier, jefe de la Aviación, le pide cara a cara la renuncia.
Decide Machado trasladarse entonces a la finca Nenita, su lugar de descanso, situado en la carretera que corre entre Santiago de las Vegas y Managua. Luce sereno. Toma un baño, da un paseo por el predio, cena con una familia vecina, a la que invita a su mesa, pero no paran las malas noticias. Su yerno, José Emilio Obregón, mayordomo del Palacio, lo llama para informarle que el general Herrera había sido proclamado presidente. Al dictador no puede haberle sorprendido la noticia; sabía que el militar era el elegido por el Embajador norteamericano para sustituirlo, pero tal vez pensó que Herrera no se prestaría al juego mediacionista del diplomático, y dijo a los que lo rodeaban: «El hombre en quien yo más confiaba me ha traicionado». A última hora se niega a pernoctar en la finca y vuelve a Palacio.
En la mañana del 12 de agosto todo es confusión en el Palacio Presidencial. El edificio, copado durante los ocho años precedentes por una turba de apapipios y guatacas, va quedando vacío por minutos. Algunos se obstinan en permanecer. Revolotean por el Salón de los Espejos, se asoman a la sala del Consejo de Ministros, husmean en el local de los ayudantes presidenciales… Quieren aferrarse al menos a una esperanza, pero la verdad monda y lironda es ya del dominio de todos: la dictadura llegó a su fin.
El propio Machado, que proclamó a los cuatro vientos que sería presidente de Cuba hasta el 20 de mayo de 1935, «ni un minuto menos», desconoce qué hará. La cabeza parece querer estallarle, por momentos la vista se le nubla y cree tener un paño negro delante de los ojos. «Ya yo no era presidente. Me parecía mentira, sin embargo, el caos reinante en Palacio lo probaba de manera patente», escribe en sus memorias, y añade que en ese momento su mayor anhelo era que un sismo de proporciones monumentales sepultara a Cuba en el abismo del océano o que una bomba gigantesca explotara y los borrara a todos. Piensa, y así lo confiesa quizá de mentiritas en sus recuerdos, en el suicidio. Con esa intención se palpa la pistola que lleva al cinto, pero pronto abandona la idea. No cree que la situación amerite el sacrificio de su vida. No lo escribe, pero tiene en verdad dinero suficiente para seguir adelante. Es demasiado rico para permitirse la debilidad del suicidio.
A las nueve de la mañana se entrevistan Machado y Herrera, y el pánico cunde en Palacio cuando corre la voz de que este, ahora en su condición de secretario de Estado, asumió la presidencia. En vano intenta Machado aplacar el susto. Dice: «No hay que preocuparse. No he renunciado ni renunciaré. Voy a Rancho Boyeros a acampar con el Ejército para cumplir con mi deber de patriota». Se dispuso entonces a abandonar el edificio y aquel hombre, adulado servilmente hasta poco antes, no pudo hacerse de un hueco en el ascensor. Tendría el general Herrera que imponerse para que lo dejaran entrar. En el patio central aguardaba el automóvil blindado con el motor encendido. El dictador regresaba a la finca Nenita, pero no para acampar con el Ejército, sino para esperar la hora de la huida. Arriba, en el tercer piso, Orestes Ferrara, Alberto Lamar y Ramiro Guerra preparaban la documentación necesaria para el traspaso de poderes; documentos que, llegado el caso, a nadie interesaron.
Sin ley, autoridad ni orden, La Habana ardía aquel 12 de agosto, hace 89 años, mientras Gerardo Machado, en su finca, esperaba la salida y el general Herrera, antes de esconderse, con la protección del Embajador norteamericano, en el Hotel Nacional, designaba secretario de Estado a Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria, a fin de allanarle el camino hacia la presidencia de la República. La multitud arrasaba las viviendas de los machadistas y ajusticiaba o ponía presos a los que encontraba a su paso. Había gritos de muerte, incendios, disparos y en medio de ese aquelarre, Céspedes, el hombre de la Embajada norteamericana, la quinta rueda del carro de la injerencia, se empeñaba en que el Congreso lo proclamara presidente. Al fin, cuatro senadores y siete representantes a la Cámara lograron reunirse en el Hotel Nacional, y asumiéndose con la mayoría suficiente reformaron a la carrera la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo y proclamaron a Céspedes. A las 12 meridiano, 21 salvas de artillería, saludaban desde La Cabaña al nuevo mandatario.
Cuba tenía nuevo presidente, pero aún Machado estaba en el país. A las 3:20 p.m. de aquel 12 de agosto el dictador llega al aeropuerto de Rancho Boyeros, que entonces llevaba el nombre de General Machado. Lo acompañan funcionarios del régimen depuesto y el brigadier Antonio Ainciart, de la Policía, todos bajo la protección de los pistoleros de Colinche, jefe de la escolta presidencial. No todos caben en el avión anfibio de seis plazas que el Embajador norteamericano facilitó para la fuga. En la pequeña aeronave montaron el exalcalde habanero Pepito Izquierdo y los exministros Octavio Averhoff, de Hacienda, y Eugenio Molinet, de Agricultura, y los capitanes Vila y Crespo Moreno, jefe del Batallón Presidencial. Machado fue el último en abordar la nave. En la pista quedaron, desconsolados, entre otros, el exministro Carlos Miguel de Céspedes, el brigadier Ainciart, Colinche y el senador Wifredo Fernández, aquel que en un acto supremo de guataquería, dijo una vez al dictador: «Gerardo, ha comenzado tu milenio». La familia de Machado había salido desde Varadero con destino a Florida en el yate presidencial Juan Bruno Zayas.
Machado no lleva equipaje, ni siquiera un calzoncillo de emergencia. Pero sí ocho saquitos de lona, pesaditos, que manipulan los capitanes ayudantes. En ellos va su platurria, en oro. El vuelo, previsto para cinco horas hasta Nassau, demora 15, pues a causa de la oscuridad y de un pequeño desperfecto técnico la nave tiene que amarizar en las inmediaciones de la isla de Andros, donde los fugitivos pasan la noche sin salir de la aeronave, y deben comer de lo que el capitán Crespo, que sí bajó a tierra, pudo conseguir en un aldea de pescadores. Llegaron a su destino a las seis de la mañana.
De los que no pudieron montar en el avión de Machado, Carlos Miguel permaneció oculto en un central azucarero hasta que, disfrazado de pescador, logró salir de la Isla en un bote. Su residencia, el llamado chalet suizo, en la calle 146 del Country Club, fue reducido a cenizas, y saqueada Villa Miramar, donde radica el restaurante 1830. Wifredo Fernández se suicidó en La Cabaña, donde guardaba prisión. Colinche, que como ayudante acompañaba a Machado desde los días de la Guerra de Independencia, desapareció sin dejar rastro; se supone que volviera a Canarias, de donde era oriundo. Ainciart, vestido de mujer, se pegó un tiro para evitar caer en manos de los estudiantes que querían darle caza.
Crespo Moreno encontró refugio en Santo Domingo, a la sombra del sátrapa Rafael Leónidas Trujillo, para quien hizo unos cuantos «servicios». Machado murió en Miami, el 29 de marzo de 1939. Por disposición del Congreso de la República, se impidió que sus restos pudieran ser traídos a Cuba.