Lecturas
No creo que sean muchos ya los que recuerden su nombre ni tampoco los que lo supieron en su momento. Le decíamos La China. Alta, huesuda, pelada a lo que entonces se llamaba medieval, con los labios pintados de un rojo intenso y argollas en las orejas, aretes tan inevitables como su minifalda y las plataformas. Siempre muy limpia y con días en los que lucía más «acelerada» que en otros. Tendría unos 50 años de edad —acaso un poco más— y se decía que era hermana o pariente de los propietarios de La Casa de los Tres Kilos, el entonces famoso establecimiento comercial de la esquina de Belascoaín y Reina, lo que parece que era cierto, y residía en el reparto Sevillano, donde algunas niñas se asustaban al verla.
La China, sin embargo, era totalmente inofensiva. Una mujer simpática, de movimientos rápidos e insospechados, casi felinos. En las tardes se le veía merodear por las inmediaciones del bar Floridita y el restaurante La Zaragozana, el parquecito de Albear, los portales de la Manzana de Gómez, el Paseo del Prado. Tomaba luego la ruta 15 y volvía a su casa, aunque a veces incluía en sus correrías la zona de La Rampa para situarse en los portales de lo que hoy es Azcuba. Nunca pedía un centavo ni creo que lo aceptara. A veces, medio disimulada entre los que esperaban la llegada del autobús, extendía la mano y acariciaba la oreja de algún caballero circunspecto que, tras el manoseo, quedaba desconcertado. Muchos le huían, pero éramos los más los que disfrutábamos con sus ocurrencias, chistes y dicharachos. Nunca profería lo que se llama una «mala» palabra, y era la reina del doble sentido. Un día, en un portal de la calle 23, en El Vedado, rodeada de un grupo de mujeres, exclamó de manera enfática y admonitoria: «Señoras, hay que morirse con ella dentro». Mientras que algunas de las que la escuchaban no ocultaban su desagrado por la «grosería» y otras trataban de reprimir la sonrisa, La China, muy seria, aclaró: «La lengua, señoras, la lengua… Hay que morirse con la lengua dentro. ¿Qué suponían ustedes? Mal pensadas que son…».
La China era, en los años 60, uno de los personajes populares de La Habana; uno de aquellos seres que ponían una nota distintiva en la ciudad. Como todavía lo eran entonces El Chori, Olga la Tamalera, El Caballero de París y Juan Charrasqueado, que vestido de charro, con revólveres de fulminante, heridas de mercuro cromo y una guitarra desafinada, recorría la noche habanera tratando de arañar el peso que le permitiría sobrevivir al día siguiente, y a quien Lezama Lima hace aparecer, mugriento y sombrío, en el capítulo siete de su novela Paradiso.
De todos, el más conocido y recordado es El Caballero. Falleció en el Hospital Siquiátrico de La Habana en 1985. La veces anteriores en que lograron internarlo en un centro de salud hubo siempre que darle de alta porque, caminante incansable como era, resultaba difícil mantenerlo encerrado. Era un ser de La Habana y de la noche. A lo largo de lo años se le vio pernoctar en los portales de Lámpara Quesada —actual librería Alma Mater— en Infanta y San Lázaro, en las inmediaciones de La Pelota, en 23 y 12, y, a la intemperie, en el llamado parque de Los Filósofos, frente al Seminario de San Carlos… Siempre con una frase amable para las muchachas a las que regalaba flores y versos.
Un día en el que conversaba con un periodista en el Paseo del Prado se le acercó una joven negra que luego de mirarlo fijamente, exclamó: «Está loco de remate». El periodista, para suavizar la escena, musitó: «Perdónela, Excelencia, es una princesa etíope de visita en Cuba». A lo que el Caballero respondió: «Qué princesa etíope ni qué niño muerto… Esa no es más que una fregona». Y la noche en que detenido por la policía batistiana dormiría en el Vivac del castillo del Príncipe, ordenó al traspasar el foso: «A ponerse de pie, follones, que ha vuelto vuestro señor». Nunca pidió limosnas ni aceptó dinero.
Pese a todos los esfuerzos nunca se ha podido explicar el porqué de su locura. Se dice que fue porque perdió a su familia en el naufragio del vapor Valbanera, en 1919, y que él salvó la vida porque descendió del barco en Santiago de Cuba para seguir por tierra hacia La Habana. Pero no es cierto. Se dice asimismo que enloqueció después de haber atendido en el Salón H, famoso café-restaurante de La Manzana de Gómez, al poeta René López. El delicado autor de Barcos que pasan después de una cena opípara y la consiguiente taza de café pidió al Caballero, que aún no lo era, una copa de coñac. Vertió en ella el contenido del frasquito que llevaba en el bolsillo interior derecho de la chaqueta. Era arsénico. Dijo al empleado: «Dile tu patrón que le pagaré esta cuenta en el infierno». Hasta ahí llegó. Tampoco puede atribuirse su locura a ese incidente pues René, huérfano de madre y huérfano del cariño y del apoyo del padre, un acaudalado industrial que no quería a un hijo poeta, se aficionó a la morfina y regresó a la casa paterna para morir, en 1909, con 27 años de edad. Se dice también que el Caballero enloqueció en la cárcel donde pagó por un delito que no había cometido. Versión esta muy extendida, pero no confirmada. Lo cierto es que no son pocos los que afirman que nunca estuvo loco, y su locura fue simular la locura. El escribidor conversó con él en el Siquiátrico poco antes de su muerte, y lo vio bastante perdido.
A Olga Moré Jiménez el cielo se le cayó encima en 1949 cuando falleció su esposo y quedó con tres hijos que mantener. Fue entonces que empezó a hacer tamales, que vendió primero en la esquina de Prado y Neptuno hasta que comenzó a elaborarlos por encargo. El compositor José Antonio Fajardo, líder de la orquesta Fajardo y sus Estrellas, le dedicó su son Los tamalitos de Olga. «Olga la tamalera cocina que se pasó…». Bien entrada la década inicial del presente siglo esa mujer, ya octogenaria, se ufanaba de hacer, con picante y sin picante, los tamales más sabrosos de La Habana.
Fue el Chori un percusionista genial. Actuó en varios cabaretuchos de la playa de Marianao hasta que fueron siendo clausurados. Entonces el Chori, con su labio caído, sus ojos fijos en no se sabe dónde y sus estremecimientos de borracho tímido, se fue hundiendo en sí mismo hasta que un día de 1974 comenzó a sentirse su ausencia en el patio del solar de la calle Egido número 723 donde vivía, hasta que el olor a muerto invadió el espacio y los vecinos decidieron romper la puerta del cuartucho que ocupaba para encontrarlo más azul y tieso que nunca. «Quien viaje a La Habana y no vea al Chori, no fue a La Habana», escribió el célebre periodista norteamericano Drew Pearson.
No deben faltar en este recuento de personajes populares habaneros gente como la marquesa y Antonio Álvarez, Valeriano I, su majestad el emperador del mundo. Aparecen con frecuencia en la prensa de su tiempo y los entrevistan tanto en la revista Bohemia como en Carteles.
Del Emperador, un negro viejo y andrajoso, envuelto en un capote militar y con el pecho constelado de medallas, se dice que combatió en la Guerra de Independencia y que peleó en Etiopía contra el invasor fascista italiano. Se enorgullecía de haber vencido al duque y de no haber pasado factura a la República, pues luchó por la libertad de Cuba por patriotismo y no por interés, de ahí que no aceptara, decía, la pensión de veterano a la que tenia derecho. Aseguraba que tomaría el control del Parlamento Federal Mundial en una ceremonia que tendría lugar en la Ciudad Militar de Columbia. Su programa era un plan de salvación que contemplaba la paz duradera en la península coreana, la creación de nuevos empleos con grandes salarios y la eliminación de males que corrompían a la humanidad, como la corrupción. En fin, un programa de paz, trabajo y progreso que acometería con «decencia y buena educación cristiana».
Ataviada siempre con sombrero y cartera, Isabel Veitía y Armenteros, la Marquesa, imploraba la caridad en la calle de una manera tan dulce que pocos le negaban su ayuda. A cambio de un billetico verde, se dejaba fotografiar por los turistas no sin antes identificarse como lo que creía ser. «Billetes, solo billetes, decía. Yo soy una marquesa y mi condición no me permite aceptar monedas». Su madre había estado al servicio de una marquesa e Isabel «heredó» el título.
Se consideraba la mujer más popular de La Habana y detestaba al Caballero de París, «que no es de París ni caballero». Afirmaba no ser negra, sino de un color oscuro subido. Poco le importaba porque a su juicio la nobleza de la sangre nunca ha estado en el color de la piel. Sus antepasados fueron reyes en África y se proclamaba la única marquesa legítima que quedaba en Cuba. Pese a eso existían lugares donde no la dejaban entrar y hasta amenazaban con llamarle a la policía. Sucedía así en el restaurante Toledo y en el café Vista Alegre. Y había dos sujetos, españoles ambos, que decían haber comprado para ella terrenos en el cementerio. Comentaba la marquesa a un periodista de Bohemia: «Ya ve, soy una mujer feliz. Ya tengo dos parcelas en Colón… Nada, que hasta me entran ganas de morirme, pero, eso sí, póngame una sidra y una cajetilla de cigarros rubios. Yo siempre como, fumo y bebo de lo mejor».