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Lawton

La referencia más antigua acerca del reparto Lawton se remonta a 1859 cuando don Lázaro Ferrer y Herrera proyectó dividir en solares la estancia San Pedro Apóstol, situada en Jesús del Monte. El Ayuntamiento de La Habana le concedió la autorización necesaria para hacerlo siempre que el solicitante asumiera la obligación de compensar a los propietarios de solares colindantes con la Calzada en los que se edificó sin tener la precaución de dejar espacio a las calles que saldrían a dicha vía. Entonces Lawton no se llamaba Lawton. Se identificaba por el apellido de su promotor, reparto Ferrer.

 Poco después, ya en agosto de 1860, el Ayuntamiento aprobaba la alineación de las calles que debían  salir rectas a la Calzada de Jesús del Monte, que serían de inicio las de Milagros y Santa Catalina, y se comunicaba a Ferrer que para recibir permiso definitivo debía notificar el terreno que cedería para usos públicos. Sería la manzana enmarcada por las calles Milagros, Santa Catalina, Armas y Séptima, calle esta llamada después Porvenir, esto es, el área de diez mil metros cuadrados donde se constituiría el parque Buttari.  Corría ya el año 1864 y el 21 de abril presenta Ferrer la documentación exigida. Expediente que desaparece y no es hasta octubre de 1905 cuando el arquitecto municipal informa que, en 1900,  el plano del reparto había sido nuevamente ratificado y aprobado por el Ingeniero Jefe de la ciudad, lo que se certifica en un documento expedido a favor de Guillermo Lawton.

 A partir de ahí  hasta 1919, el reparto Lawton —Lawton o Ferrer se le llamaba hasta que Ferrer desaparece— sufriría tres ampliaciones. La primera —enero de 1912— comprendió la estancia Cruz del Timón, El Timón o La Mambisa o Loma del Timón. Para ello se prolongaron las calles de la urbanización original, y a  San Anastasio, Lawton, Armas, Dolores, Concepción, San Francisco, Milagros y Santa Catalina se les dio una anchura de 13, 568 metros; 14 metros a Séptima, Octava, Novena y Lagueruela, y 20 metros de ancho a Porvenir y a Avenida de Acosta.

 El ancho de 13,568 metros dado a algunas calles obedeció a que, con anterioridad, se había hecho de ellas, en la zona de La Mambisa, un trazado particular sin intervención ni anuencia del Ayuntamiento y había comenzado la fabricación sin licencia de la Alcaldía. Se aprobó una menor anchura a fin de evitar mayores prejuicios a los propietarios que allí construyeron. En definitiva, era solo 43 centímetros la diferencia que existía entre aquella medida y la medida oficial. Para usos procomunales se ratificó la manzana del reparto matriz, no sin la duda de que fuese la misma de 1860. Ya en 1912 la calle Séptima era la Avenida de Porvenir.

 La segunda ampliación corresponde también a ese último año. Se  suma a la urbanización la hacienda El Tejar o Padre Aguilera, propiedad de Guillermo Lawton, que colindaba con la ampliación de la Loma del Timón. Eran algo más de 16 hectáreas en el barrio de Arroyo Apolo, punto conocido como La Víbora o María Ayala. Para hacer posible la ampliación se prolongaron las calles del primitivo reparto, todas con 14 metros de ancho, y sin que el propietario cediera terreno alguno al Ayuntamiento para uso procomunal.

 En 1915, con la urbanización de la estancia La Grande se acometió la tercera ampliación, siempre a solicitud de Guillermo Lawton y se escogió para usos procomunales la manzana comprendida entre las calles 13 y 14, Dolores y Tejar, es decir, el espacio donde se erigió luego el estadio que lleva el nombre de Rafael Conte. Cuatro años después se incorporaban al reparto las fincas La Colmena y La Purísima Concepción, y se cedía como espacio procomunal una manzana irregular de casi 2 500 metros cuadrados, que lindaba por el frente con la calle C, con la calle 15 por la izquierda y por el fondo con la finca Nuestra Señora de La Luz.  Esta fue la cuarta ampliación. Es probable que con posterioridad se hicieran otras, pero el escribidor no las tiene registradas.

San Francisco

 Se hablaba del barrio de Lawton. En realidad no lo era, sino un reparto perteneciente al barrio de Arroyo Apolo, una de las 43 barriadas en que se dividía la capital, que era un solo municipio.

 Tenía el reparto zonas más animadas que otras.  Mucha vida había en la esquina de San Francisco y Novena, que era la de los Motoristas, llamada así por su bodega, que coexistió durante mucho tiempo con un punto de despacho de los tranvías del paradero de Lawton.

 La había también en el tramo de la calle San Francisco entre Armas y Lawton. Era la cuadra del cine que tomaba el nombre de la calle, uno de los teatros, por el número de sus butacas, mayores de la  ciudad. Abrían sus puertas en dicha cuadra tres cafeterías, la de la familia de Manolo Pla, la del vestíbulo de la sala cinematográfica y el café de Generoso, un español que no podía tener mejor puesto el nombre. Había además una tienda, de barrio, pero bien surtida, La Casa Henry, propiedad de un individuo a quien de manera invariable identificábamos como Henry, el Polaco, y una escuela pública, la 96, donde por las tardes funcionaba una academia de idiomas. Dos puestos de fritas, y, por no dejar de haber, una clínica, propiedad de Miguel Morales, que había logrado  hacerse médico gracias al empleo de conductor en los tranvías que asumió en sus días de estudiante.

 En San Francisco, cruzando Armas, estaba la tintorería La Perla, enfrente, otra tintorería, El Río de Oro, y otra más, Mijares, a menos de cien metros, por Concepción, una vez que se dejaba atrás el solar de El Gurugú. A ellas se sumaba, en San Francisco y Lawton, un tren de lavado de chinos, que el escribidor nunca pudo explicarse cómo funcionaba pese a que lo visitaba todos los domingos en la mañana a fin de entregar y recoger los uniformes de su padre. Un chino sonriente y solícito recibía al cliente, y si la ropa no había estado nunca antes en el establecimiento, le hacía, con tinta china, un signo solo comprensible para él, pero que impedía que se perdiera o extraviara y a la hora de la entrega envolvía las piezas en un papel muy fino que  ataba con un cordel, mientras  que los otros seguían absortos en su trabajo, sin levantar los ojos, sin seguir con la vista a los que entraban y salían. Tendían en la azotea y usaban planchas de carbón y planchaban sábanas y  fundas haciéndolas pasar por grandes rodillos que movían con una manivela, a fuerza de brazo. En un rincón, una señora, siempre una mulata entrada en años, repasaba la ropa a fin de asegurarle los botones o restañar un bolsillo desprendido. Eran chinos que trabajaban como tales. Descansaban solo el domingo después del almuerzo. Entonces los empleados de la lavandería se sentaban en círculo, en el suelo, y fumaban todos de la misma pipa que se pasaban unos a otros.

 En San Francisco y Octava vivía, con su tercera esposa, el general Enrique Loynaz del Castillo,  autor del Himno Invasor, amigo de Martí y de los Maceo, a quien el escribidor, que era un niño, saludaba siempre con mucho respeto.

Concepción

 Concepción entre Porvenir y Armas tenía también su cosa. Era la calle del cine Victoria. Exhibía por lo general películas francesas y norteamericanas, mientras que el San Francisco se quedaba con las mexicanas y españolas, que tenían mucho público en función del alto grado de analfabetismo reinante. Memorable sigue siendo el café de Manolo, a la salida de la sala cinematográfica, y en la misma acera una modesta fonda donde cada noche comía el entonces afamado bolerista Ñico Membiela. En la esquina de Armas funcionaba una casa de juegos, cuyas maquinitas, las llamadas ladronas de un solo brazo, fueron destrozadas y tiradas a la calle en la mañana del 1ro. de enero de 1959.

 Era la época en que había una bodega en cada esquina y una vidriera de apuntaciones de la charada en el portal de cada una de ellas. El policía de recorrido andaba y desandaba la misma calle una y otra vez y de cuando en cuando golpeaba la acera con su tolete como para recordar su presencia.

 En Concepción esquina a 16 estaba La Princesa, un establecimiento mixto con bodega, panadería y bar, que en la cantina, con sus saladitos, le robaba la clientela al bar Xonia, en la acera de enfrente. La 16 era como La Rampa de Lawton. Lo era además de los paraderos de guaguas.  El de los Ómnibus Aliados, la COA —rutas 23, 24 y 25— y el de los Autobuses Modernos. Con cuanto gusto abordábamos entonces la ruta 54 —antiguo L-4; Lawton-Parque Central— para, una vez vencido el viaje, internarnos en una Habana Vieja que, gracias a los libros de Emilio Roig, empezábamos a conocer. 

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