Lecturas
Poco caso hicieron los habaneros, en un comienzo, a aquellos pasquines que en el duro verano de 1946 aparecieron en las fachadas de las edificaciones situadas en las esquinas más céntricas. En una ciudad en que las calles soportaban durante todo el año carteles con las fotos de candidatos electorales ineficaces y ladrones y la propaganda de los productos más diversos, la gente pasaba de largo junto al nuevo letrero que anunciaba la constitución de la Orden del Guayabo, destinada a vapulear, con contundentes ramas de ese árbol, a comerciantes culpables de ocultación de mercancías y especulación. La susodicha Orden, decía el anuncio, aseguraba que tomaría esa tarea en sus manos dada la apatía con que las autoridades contemplaban las maniobras generalizadas de la bolsa negra, que parecía amparada por una patente de corso.
Bien pronto la gente se percató de que lo de la Orden del Guayabo iba en firme. Desde tiempo antes sus Comandos Juveniles tenían en la mirilla al almacén de víveres, sito en la Calzada de Belascoaín número 968, propiedad de la compañía de suministro Hatuey S. A., donde la voz popular aseguraba que se vendían de manera clandestina y a precios superiores a los oficiales, arroz, aceite, manteca, leche enlatada, jabones de lavar y de tocador… artículos todos de primera necesidad y que escaseaban en el mercado. Bastaba con darle «un toque» al gerente del establecimiento para que el interesado fuese autorizado a acceder a la trastienda del almacén y adquiriese las mercancías deseadas, mientras que la inmensa mayoría del vecindario se quedaba con las ganas.
Pero los guayabos vigilaban…
Una tarde entró al almacén un hombre bien trajeado. Por su pinta no lucía como una persona acostumbrada a lidiar en bodegas y almacenes. Conversó brevemente con el gerente Braulio Fernández y no demoró en pasar a la trastienda. A poco volvió a la calle. Lo seguía un empleado del lugar que conducía en un carrito un saco de arroz. No caminó mucho la pareja. Apenas habían avanzado unos pasos cuando se vieron rodeados de un grupo compacto de jóvenes que, armados de gajos de guayabo, no ocultaban el ademán agresivo y reivindicatorio. El empleado del almacén, con cara de yo no fui, quedó sin saber qué hacer y solo emprendió veloz carrera cuando sintió en sus espaldas los primeros vergajazos. El hombre bien trajeado se situó a prudente distancia de los indignados, pero no consiguió librarse de su furia.
Ocupado el botín, sus captores llamaron a voces a vecinos y transeúntes que se concentraron en el lugar para avanzar sobre el establecimiento. A la cabeza del grupo marchaban los miembros del Comando Juvenil de la Orden que, a gritos, proclamaban su identidad, de la que nadie dudaba pues cada uno de ellos portaba su correspondiente gajo de guayabo.
En el interior del establecimiento, entre sacos de arroz y tercerolas de manteca, el gerente Fernández soñaba con un próximo viaje a España, cuando escuchó los primeros gritos. La gente había accedido a la trastienda para protagonizar una escena indescriptible. Las ramas de guayabo silbaban al descender sobre las espaldas del personal de la casa y se producía el decomiso de la mercancía que iba apilándose en los portales para monopolizar la atención de los caminantes. Se amontonaban los curiosos y no faltaban los que pedían a gritos adherirse a una organización que daba muestras de tan audaz y decidido civismo en una época de derrotismo y el fraude público.
De pie, en el portal del almacén, junto a los productos ocupados, los guayabos arengaban al pueblo. En su nota sobre los sucesos, escribía en Bohemia el periodista Carlos Lechuga: «No se trataba, decían, de un robo vulgar ni ellos se proponían incitar al desorden o beneficiarse personalmente con el hecho. Querían, simplemente, dar un ejemplo de lucha activa y práctica contra los especuladores ya que las autoridades venían haciendo dejación de sus deberes en ese sentido. No hace falta decir que la muchedumbre… coreaba afirmativamente la peroración de los expropiadores».
En eso llegó la policía. Los agentes del orden, disparando a discreción, controlaron el motín con el balance de siete guayabos detenidos, entre ellos, el jefe del grupo. Dos empleados del almacén tuvieron que ser remitidos a la Casa de Socorros.
En la unidad policial los detenidos adujeron que trataron de convencer al agiotista de que pusiera a la venta pública, y con el precio establecido, la mercancía que acumulaba, a lo que se negó el sujeto y fue su impertinencia lo que provocó la vindicta popular. En el bolsillo de uno de los arrestados se encontró un papel impreso que decía: «Pueblo, coge el guayabo. La agrupación de Comandos Juveniles te invita a ingresar en la Orden del Guayabo, coge el tuyo, guayabo con los agiotistas, guayabo con los especuladores, guayabo con los vendedores y traidores… Toma tus derechos».
El pueblo de La Habana fue implacable con los acaparadores y especuladores en los días del bloqueo norteamericano a la Isla, en 1898. Pues sí, otro bloqueo anterior a este que lleva ya seis décadas.
El 22 de abril de ese año aparecieron frente al litoral de San Lázaro los barcos de la escuadra norteamericana encargados de establecer, como primera medida de la guerra, el bloqueo de la Isla, y el Gobierno español, como había prometido, anunció con tres cañonazos disparados desde el Morro la aproximación de dicha flota y el inicio del bloqueo. El 15 de febrero, el acorazado Maine había explotado en la bahía de La Habana.
Surgieron las cocinas económicas en los barrios populares y se hacían interminables las colas a las puertas de las panaderías a fin de alcanzar uno de los llamados panes de Arola, que recibieron ese nombre por el general Juan Arola, jefe militar de la plaza de La Habana, que fue quien organizó la distribución del producto. Funcionaban solo los teatros Albisu y Alhambra, siempre llenos, y se organizaban bailes en el teatro Irijoa, después Martí. Muy concurridos se veían los cafés que rodeaban el Parque Central, y Salón H, en la Manzana de Gómez.
Abundaban los garbanzos y los frijoles colorados, que se traían de las cercanas costas de México. El maíz tierno estaba «sato» y los habaneros de entonces comieron por toneladas frituras de maíz y tamales. Curiosamente se pusieron de moda en los días de aquel bloqueo unas latas grandes de carne en conserva, fabricadas en Estados Unidos, y que tenían un marcado sabor parecido al de la ropa vieja criolla. Latas que eran bajadas, por la noche de los barcos bloqueadores por sus propios marineros y que se vendían de manera clandestina a un precio bastante aceptable dadas las circunstancias.
Pese a la carencia de víveres que sufría la ciudad, rara vez la gente asaltaba una bodega de barrio, lo que solo ocurría cuando se tenía conocimiento de que en alguna de ellas se acaparaba arroz para venderlo luego en bolsa negra.
Cuando eso sucedía, la gente, a viva fuerza, sacaba el producto de la bodega y en carretilla y entre la rechifla general, lo llevaba a una plaza pública donde obligaba al propietario o al encargado del establecimiento a detallarlo al precio oficial y a darlo gratis al que se sabía que no podía pagarlo.
Sesionaba en el Capitolio la Cámara de Representantes cuando uno de los ujieres llevó a Roberto García Ibáñez, diputado por la provincia de Oriente, una nota de Rubén de León, presidente de ese cuerpo colegislador. Decía escuetamente: «Quiero verte». Se encontraron al final de la sesión. Saldrían del Capitolio y tomarían unos tragos en el bar del restaurante El Patio, entonces en Prado esquina Genios. Ya allí Rubén de León la emprendió con Alberto Inocente Álvarez, ministro de Comercio del presidente Grau. «Alberto Inocente, dijo, es un ladrón y una mala persona», a lo que García Ibáñez dijo que eso lo sabía todo el mundo.
—Pero yo lo he sufrido en carne propia —ripostó Rubén. Y explicó que el trueque de azúcar cubano por sebo argentino dejaba una ganancia de un millón de pesos que se repartirían los de siempre. Él se enteró y reclamó su parte.
—Me fui a ver a Alberto Inocente y metí dos puñetazos en la mesa. Se apencó y poniéndole la luz larga —Rubén tenía unos ojos verdes impresionantes— le dije que a mí había que tocarme y convino en darme 60 000 pesos… Hoy fui a su casa a buscar el dinero. Me hicieron pasar a la biblioteca y al rato apareció Alberto Inocente. Sacó el dinero de una gaveta —lo tenía en billetes de a mil— y empezó a contar: 1, 2, 10, 25… así hasta llegar a 59, y el billete restante, que completaría los 60 000, se lo metió en el bolsillo porque «este es mío; por la gestión que hice a su favor». Y Rubén remataba su historia: «¡Qué ladrón! ¡Qué mala persona! ¡Qué descarado!».
Alberto Inocente Álvarez tuvo una participación destacada en la lucha contra Machado y estuvo entre los fundadores del Partido Auténtico. Por esa organización llegó a la Cámara y luego al Senado. Como ministro escandalizó al país con los trueques que concertó con Ecuador, Argentina y México que siempre dejaban amplio margen de ganancia. Así, se amillonó en el poder y benefició a unos cuantos. Acusado por la policía y sometido a una moción de censura en el Senado que pedía su dimisión, Grau se negó a que lo sancionaran. «Primero me voy yo antes que Inocente» dijo, y como no tuvo más alternativa que demoverlo lo nombró ministro de Estado. Ha sido el único cubano que presidió el Consejo de Seguridad de la ONU. Le llamaron «el canciller del trueque».
Fuentes: Textos de Carlos Lechuga y Federico Villoch.