Lecturas
La primera piquera pública de automóviles que existió en la Isla se estableció en 1914 en el Paseo del Prado, frente al hotel Inglaterra, y en áreas del puerto de La Habana, afirma Marcelo Israel Gorajuría en su libro Historia y pasión del automóvil en Cuba publicado en el año 2015. El mítico piloto cubano Ernesto Carricaburu, con buen tino y olfato comercial, dice Gorajuría, adquirió, para fomentar su negocio, un lote de diez autos marca Ford modelo T. El popularmente llamado fotingo (por la frase inglesa cubanizada foot it and go) revolucionó la industria del automóvil y no tardó en adueñarse de la preferencia de los compradores, entre otras razones por su bajo costo, que oscilaba entre 260 y 300 dólares y la robustez que permitía su empleo en el servicio de taxis.
Carricaburu fue chofer del presidente José Miguel Gómez —trasladaba al mandatario por toda La Habana, sin escolta— y antes, en 1906, al timón de un auto marca Mercedes, había resultado triunfador en la primera carrera internacional que se celebró en Cuba. Contempló un periplo de 158 kilómetros de ida y vuelta entre el poblado habanero de Arroyo Arenas y la ciudad pinareña de San Cristóbal y atrajo la participación de los más grandes ases del volante del mundo. Apuntemos de paso que José Miguel fue el primer presidente cubano que dijo adiós al coche tirado por caballos.
Cuando en 1927 dejó de fabricarse el modelo T, habían salido de los talleres de la Ford alrededor de 15 millones de unidades. Todos de color negro, lo que en opinión del fabricante, agilizaba la cadena de producción pues lo eximía de preparar otros colores. Pasó a la historia como uno de los automóviles más importantes del siglo XX, junto a los alemanes VW y Porsche 912, el francés de la Citroën y el inglés Mini-Morris.
Los coches de alquiler tirados por caballos se apostaban, uno detrás del otro, en lugares fijos para aguardar al posible cliente. Por eso se les llamó «coches de punto». Y del que ocupaba la cabeza de la fila se decía que estaba «a pique» de hacer la carrera. De ahí se derivó la voz «piquera», que es un cubanismo, como lo reconoce Fernando Ortiz, y que es el lugar de parada de los coches de alquiler.
Ernesto Sarrá Hernández, farmacéutico y dentista, era, en La Habana de 1958, uno de los mayores propietarios de bienes inmuebles y el dueño de la droguería que llevaba su nombre, el mayor y más antiguo establecimiento de su tipo en el país. Poseía en suma un emporio de 46 edificios, 600 empleados y no menos de 500 productos que, aparte de las especialidades propiamente farmacéuticas, incluían jabones, perfumes, insecticidas, desinfectantes, juguetes, lozas y cristales, así como un almacén de ferretería, otro de suministros para lecherías y de materias primas para dulcerías y panaderías y otro de instrumental quirúrgico.
El imperio Sarrá tuvo un siglo largo de vida en Cuba. Nació en 1853 cuando los boticarios Valentín Catalá y su sobrino, José Sarrá y Catalá vinieron desde Cataluña a hacer carrera y probar fortuna en los negocios. «Lograron mucho más. Los Sarrá conquistaron La Habana. Su historia es la de los catalanes emprendedores en el mundo; una parte importante de la historia de Cuba; un paradigma de la historia de los indianos, de la burguesía criolla y de los primeros capitalistas de Latinoamérica. Sus huellas están en algunos de los inmuebles más emblemáticos de La Habana, desde la gloriosa farmacia que crearon y fueron ampliando a lo largo de generaciones, hasta el imponente palacio art noveau que hoy alberga la embajada española», escribe el historiador Fernando García.
Tío y sobrino invirtieron 50 000 pesos en la fundación de una farmacia y droguería en pleno corazón de La Habana Vieja. La suerte los ayudó. En el predio adquirido encontraron un pozo que aseguraba un agua pura, sin dureza, idónea para la elaboración de medicamentos.
El establecimiento, orientado a la venta al por mayor, se llamó La Reunión porque unificaba las farmacias tradicional y homeopática: la primera, a cargo de José, y la segunda, dirigida por Valentín, que también asumió la contabilidad, precisa Fernando García, y añade: «Sarrá montó un laboratorio que en poco tiempo estaba surtiendo de ungüentos, sales, jarabes y extractos a farmacéuticos y hospitales de toda Cuba».
En 1858 se incorporó a la empresa el también científico y negociante José Sarrá y Valldejulí, sobrino del cofundador; siete años después, Valentín le vendió su parte para establecerse por su cuenta en Barcelona, donde el primer Sarrá iría también a morir en 1877.
Llegado el momento, el sobrino se fue por encima del tío. Sarrá Valldejulí revolucionó la empresa. Afirma el ya citado Fernando García que compró toda la manzana y otros terrenos cercanos; remozó la botica y le agregó oficinas, almacén y un laboratorio mayor; compró nuevos aparatos, como una máquina de vapor para hacer pulverizaciones y presas para extraer aceite de ricino; lanzó productos propios de gran éxito, singularmente la Magnesia Sarrá. Creó, en suma, la que sería la mayor farmacia de Latinoamérica y se cree que la segunda del mundo tras la norteamericana Johnson, y contribuyó a la formación de más de cien farmacéuticos en la laboratorios Sarrá.
El rey Alfonso XII concedió a Valldejulí el título de Farmacéutico y Droguero de la Real Casa, así como el derecho de utilizar en sus muestras y etiquetas el Escudo de Armas Reales.
Con Ernesto Sarrá Hernández a la cabeza, el negocio se transformó, en las primeras décadas del siglo XX, en uno de los emporios más importantes de Cuba. El heredero de La Reunión se hizo de oro con procedimientos no siempre admirables. Ernesto no solo introdujo técnicas de marketing moderno, también recurrió a las influencias políticas y a una vigilancia casi policial de sus competidores, para acabar imponiendo un oligopolio que el sector bautizó como trust del dolor. Sus figuras más representativas, aparte de Sarrá Hernández, eran Teodoro Johnson y Francisco Taquechel Mirabal. Su poder era tal, dice el historiador Carlos del Toro, que influyeron sobre los departamentos de venta de laboratorios extranjeros de manera tal que los obligaron a no hacer negocios en Cuba con nadie que no fueran ellos. Manejaron el dumping de precios al extremo de poder arruinar a cualquier farmacéutico que se quisiera convertir en importador, dándose el caso de haber rebajado en un 40 por ciento en cierta ocasión el precio de un artículo para hacerle perder una considerable suma a un farmacéutico que compró gran cantidad en el exterior.
Contra Sarrá, Taquechel y Johnson poco podían empresas cubanas pequeñas y medianas como Magnesia Márquez S.A., fundada en 1830, y el Instituto Biológico, entre otras.
Ernesto Sarrá residía en la calle 2 entre 11 y 13 en El Vedado, actual sede del Ministerio de Cultura. Pertenecía asimismo a la familia el palacete donde desde 1984 radica la embajada de España.
En cuanto a La Reunión, la Oficina del Historiador de la Ciudad la restauró y la convirtió en un museo en el año 2004. Hoy, afirman los entendidos, es un auténtico palacio para los amantes de las boticas antiguas.
En una época en que los jóvenes querían tener la cabellera de Jorge Negrete, el padre del escribidor se preocupó por el pelo que se le caía. Y fue ahí que alguien le recomendó un producto entonces en alza: manteca de oso, loción que se elaboraba y expendía en la droguería de Ernesto Sarrá. Bastaba con aplicársela mientras se masajeaba suavemente el cuero cabelludo y los resultados a mediano plazo resultaban alentadores. Eso quería decir que no bastaba el empleo de un solo frasco, sino que debía hacerse del producto un uso más o menos continuado.
Era un líquido blanco y espeso, y si era eficaz o no, ya se sabría, pero, de entrada, lo mejor que tenía era su nombre. Los que desconocían cómo olía un oso, podían hacerse una idea exacta con oler aquello. Sin duda había que tener mucho valor para someterse a algo así por milagroso que fuera. Pero ya se sabe que hay calvos que con tal de no serlo, hacen cualquier cosa, como darse masajes con una papa podrida.
El caso es que mi padre, que con 22 años era ya tan calvo como lo sería antes de fallecer con 90, empezó el tratamiento. El primer pomo, el segundo, el tercero… y de tanto visitar la droguería donde se expendía la dichosa manteca llegó a hacerse familiar en el establecimiento y sus guardia jurados, que eran los CVP de entonces, lo veían como a un amigo: se saludaban con afecto y se preguntaban mutuamente por sus respectivas familias.
Un día conversaba amigablemente con uno de ellos cuando se acercó a la farmacia un automóvil negro, de lujo y de unos diez metros de largo. El custodio suspendió de sopetón la charla y se situó muy tieso junto al contén de la acera a fin de abrir la puerta trasera derecha del vehículo y dar paso a un hombre de mediana edad y vestido de traje al que saludó con un efusivo buenas tardes y una ligera reverencia. Luego de que el recién llegado penetró en la droguería y el guardia jurado volvió a su posición anterior, mi padre se interesó por conocer su identidad.
—Es el doctor Ernesto Sarrá —respondió el custodio.
Y ahí mismo se acabó para mi padre la manteca de oso porque resulta que el fabricante de loción tan espectacular contra la calvicie, era calvo.