Lecturas
Jamás vi en persona al Chori y cuando tuve edad para verlo tocar, ya El Niche, uno de sus escenarios habituales en la Playa de Marianao, había sido clausurado para ser convertido, a la postre, en un baño público. Pero el escribidor recuerda con claridad la huella de su paso cuando, con una tiza blanca e impecable caligrafía de palo, estampaba su nombre sobre cualquier superficie, ya fuera un pedazo de pared o el borde de la acera.
Chori era un artista que se anunciaba solo. Un genio de la autopromoción. Un excéntrico, se dice con frecuencia, capaz de sacar música de un timbal, una botella o un sartén y montar así un show escalofriante.
«Hoy sabemos que era algo más que un excéntrico; era un percusionista con un sentido nato del ritmo y mucho ingenio musical», escribe la musicógrafa Rosa Marquetti en su acercamiento a la figura de Silvano Shueg Hechavarría, más conocido como El Chori, que incluye en su libro Desmemoriados; Historias de la música cubana, publicado con el sello de Ojalá, uno de los regalos que nos dejó la reciente Feria Internacional del Libro de La Habana.
Precisa dicha investigadora que al establecimiento burgués no le convino tomar en serio a Silvano Shueg Hechavarría; «prefería que fuese solo el Chori, un showman a quien más valía tener por payaso que encomiar sus dotes musicales, encerrado en un bar marginal y sin perspectivas de dar el gran salto que le valdría ser reconocido no como un “excéntrico musical” —título con un tufo demasiado evidente a subestimación—, sino como el gran percusionista que fue desde el empirismo más visceral».
Llega 1959 y una élite de suficiencia tampoco acepta al Chori. No lo toman en serio. Más bien se avergüenzan de una figura como la suya y de entornos como la Playa de Marianao. Dice la Marquetti: «Tampoco el triunfo revolucionario le permitió disfrutar, al gran rey del timbal, del reconocimiento que merecía, no desde una perspectiva de atracción turística, sino desde la constatación de su genialidad como músico y figura singular del espectáculo».
La Playa de Marianao a la que aquí se alude es el trozo de vía que se extiende entre las rotondas de las calles 112 y 120 de la Quinta Avenida. Sobre la senda izquierda de esa vía, según se avanza desde el centro de La Habana, abrían sus puertas bares y cabarés de tercera fila, casi marginales —Rumba Palace, Pensilvania, La Taberna de Pedro, Los Tres Hermanos, Choricera, Panchín…— delante de los cuales se hallaban numerosos timbiriches para la venta de entrepanes, entre los que sobresalía la cubanísima frita, lo que terminó por dar nombre al lugar; Las fritas de Marianao, de las que ya, en 1926, habló Jorge Mañach en sus memorables Estampas de San Cristóbal. Detrás, disimulados por los ficus, había un número impreciso de posadas y prostíbulos. Uno de ellos, muy famoso, a la altura de la calle 112, se llamaba La Finquita o Mi Ranchito.
Con todo, las fritas son lo menos memorable del asunto; sí aquellos centros nocturnos modestísimos que tanto contribuyeron al desarrollo y la difusión de la música cubana, en particular el son y la rumba. Situados paradójicamente en la muy elegante y exclusiva Quinta Avenida, frente a la sede del Havana Yacht Club, una de las sociedades más elitistas de la ciudad, atraían, pese a su etiqueta de marginales, a exponentes de todos los sectores sociales de la Isla, y, por su atmósfera de delirio, deslumbraron en su momento a García Lorca, Agustín Lara, Errol Flynn, Cab Calloway, Gary Cooper, María Félix, Marlon Brando, Libertad Lamarque y muchos otros visitantes. En una guía turística de La Habana que, en 1956, se publicó en Estados Unidos con el sugestivo título de Para después de la oscuridad, se dice que profesores de danza norteamericanos visitaban la Playa de Marianao para enterarse de cómo se bailaban en verdad los ritmos cubanos. Por sus precarios escenarios pasaron figuras como Benny Moré, Antonio Arcaño, Arsenio Rodríguez, Juana Bacallao, Senén Suárez, Carlos Embale, Tata Güines y, se dice, aunque el escribidor no se atreve a asegurarlo, un muy joven Juan Formell con su amigo Changuito y decenas de artistas no tan conocidos hoy como Evelio Rodríguez, «el trovador espirituano», «la sevillanita» Obdulia Breijo, la vedette Tula Montenegro, dueña de una anatomía descomunal, y el olvidado travesti Musmé.
Con el Chori como portaestandarte, escribe Rosa Marquetti en Desmemoriados; Historias de la música cubana, la Playa de Marianao fue, hasta la década de 1960, una de las zonas más endemoniadamente turística de La Habana. En el verano de 1963, el Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT) emprende una labor de saneamiento de la Playa y clausura El Niche y La taberna de Pedro, escenarios por excelencia del Chori. Con sus timbales, sus botellas y demás cacharros, Silvano Shueg Hechavarría tiene que irse literalmente con la música a otra parte.
Escribía entonces Orlando Quiroga en su columna de la revista Bohemia: «Aunque luzca paradójico, el Chori, nuestro más grande timbalero, el que Brando, la Baker, Spencer Tracy y Martine Carol calificaron de “genius” y fueron a ver hasta su cueva en La taberna de Pedro, no se está presentando en La Habana de noche…».
El hombre que se había negado a viajar a Hollywood de la mano de Marlon Brando, y que rechazó la ayuda que le ofrecía Miguelito Valdés para dar el salto desde el cabaretucho a los predios del cabaré Sans Souci, se veía obligado ahora a abandonar la Playa. O más bien, la Playa abandonó al Chori a su suerte. Y sin el Chori la grisura se apoderó irremisiblemente de la Playa de Marianao, que nunca volverá a ser la misma con su olor a fritanga y aguardiente, afirma Rosa Marquetti.
En una entrevista que concedió a Fernando G. Campoamor, Silvano Shueg confesaba haber nacido el 6 de enero de 1900, «envuelto en un pellejito, en la calle Trinidad, entre Reloj y Calvario», dice para proclamar enseguida con orgullo: «Soy de Santiago de Cuba». En 1927 está ya en La Habana y se emplea como músico en Marte y Belona, la academia de baile de Monte y Amistad. Pronto pasa sin embargo a la Playa, donde se habían reabierto sus bares y centros nocturnos luego de que Rogerio Zayas Bazán, ministro de Gobernación de Machado, los clausurara por una discusión con el alcalde de Marianao. Allí, debuta en Los tres hermanos y lo hace con un concierto de botellas llenas de agua que deja perplejos a los parroquianos. Se presentará después en casi todos los cabarés de la zona y hasta en algún que otro prostíbulo.
George Gershwin, el compositor de Rapsodia en azul y Obertura cubana, salía del exclusivo hotel Almendares para oír y aplaudir al cubano en La Choricera, y se midió de tú a tú con Tito Puente, que recordaría por siempre aquel encuentro con un «Yo nunca vi nada igual en mi vida». Entusiasmó al poeta norteamericano Langston Hugues con su espectáculo, y García Lorca, en el verano de 1930, se hizo habitual en Las Fritas. Escritores de la talla de Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante lo aluden en sus novelas. Y también Abilio Estévez, Benítez Rojo y Miguel Mejides. Chinolope, Mayito y Ernesto Fernández —premio nacional de Artes Plásticas— lo inmortalizan con sus instantáneas, y aparece en el polémico documental PM, que visto hoy fue más ruido que nueces. Santiago Álvarez lo incluyó en una edición de su Noticiero Latinoamericano, y antes, Gutiérrez Alea le dedicó espacio en uno de sus Cine Revista. El genial guionista de cine italiano Cesare Zavatini lo conoció en La Habana de 1953 y dejó constancia del encuentro. Lo recuerda con su labio caído, los ojos fijos en no se sabe dónde, sus estremecimientos de borracho tímido y aquella actitud suya con la que parecía que hablaría con Dios, antes de empezar a golpear con unas baquetas irrompibles cualquier superficie hasta que hacía silencio, un silencio inesperado con el que volvía al acecho. La revista Life le dedicó un reportaje, y lo mismo haría Leonardo Padura en las páginas de Juventud Rebelde. Solo una vez lo invitaron a la TV. Apareció en el Show de Arau, programa muy popular en 1960.
Rosa Marquetti menciona a algunas de las figuras que contribuyeron a engrandecer la leyenda del Chori: Ava Gardner, Toña La Negra, Gary Cooper, Lucho Gatica, Imperio Argentina, Tennesse Williams. Apareció en dos películas, filmadas ambas en La Habana: Un extraño en la escalera (1954) con Arturo de Córdova y Silvia Pinal, en la que el timbalero interactúa con la actriz, y La pandilla del soborno, con Errol Flynn, Rossana Rory y Pedro Armendáriz, con apariciones de Guillermo Álvarez Guedes, Aurorita Pita, Velia Martínez y Carlos Mas. Hasta donde se sabe es el autor de Hallaca de maíz y Se acabó la choricera…
«Se acabó la choricera, / bongó camará. / Un chorizo solo queda…».
Son los años finales. Ya no hay cabarés en la Playa. Frecuenta la peña que Alfredo González Suazo, conocido como Sirique, mantiene en la herrería de su propiedad en la calle Santa Rosa entre Infanta y Cruz del Padre, en el Cerro. Son encuentros dominicales que atraen la presencia de Sindo Garay, Miguel Matamoros, Graciano Gómez. Los asistentes, músicos todos muy reconocidos en su tiempo, deciden formar una orquesta, Los Tutankames, que dice contar con un maestro en cada instrumento y ser en conjunto un asilo de ancianos. Chori será el percusionista de la agrupación, y tendrá en esa peña su última aparición en una película; ahora como espectador. Se titula La peña de Sirique, de Héctor Veitía y se estrenó en 1966, el mismo año en que Campoamor menciona en Bohemia la existencia de la libreta en que Silvano Shueg Hechavarría apuntaba algunos recuerdos personales.
Llega así el año de 1974. Nadie repara en el asunto, pero con el pasar de los días empieza a sentirse la ausencia de Silvano en el patio del solar de la calle Egido, 723. El olor a muerto va invadiendo el espacio. Rompen la puerta del cuartucho que ocupaba el Chori y allí está en efecto, más azul y tieso que nunca.
Ahora sí que se acabó la choricera. Nadie da importancia a la caja donde Chori guardaba sus pequeños recuerdos, y aquella libreta se pierde para siempre.