Lecturas
Desde antes de romperse las hostilidades, Washington había ordenado el bloqueo naval de la Isla, lo que impedía a España, por una parte, traer tropas frescas, pertrechos y municiones, y por otra, mover recursos entre diferentes puertos del territorio. Barcos de guerra estadounidenses surtos frente a los puertos de Mariel, Cabañas, Matanzas, Cárdenas, Cienfuegos y La Habana se hacían visibles desde la costa e impedían la entrada y la salida de embarcaciones de cualquier bandera. No menos de diez mercantes españoles fueron apresados y conducidos a Cayo Hueso. La medida tenía otros objetivos estratégicos: esperar a que las tropas regulares norteamericanas destinadas a desembarcar completaran durante el verano su entrenamiento en Nueva Orleans, Mobile y Tampa, y dejar que las fuerzas cubanas continuaran desangrado a las españolas.
Fue así que el capitán general Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata, solicitó a Madrid el envío a Cuba de la flota española del Atlántico, que en esos momentos esperaba órdenes frente a las islas de Cabo Verde, en África occidental.
Esta era mandada por el almirante Pascual Cervera, un marino de casi 60 años de edad —nacido en Jerez de la Frontera, el 18 de febrero de 1839— y que luego de egresar de la escuela naval de San Fernando ascendió grado a grado, gracias a su participación en los más importantes sucesos de la historia de su país durante la segunda mitad del siglo XIX, una época cuyo trágico final sería simbolizado justamente con el hundimiento de la escuadra que le tocó comandar.
Tomó parte Cervera en la campaña de Marruecos (1853), en la expedición española contra la Conchinchina (1862) y ya como capitán de navío asumió en 1866 el patrullaje de las costas de Perú. Durante la Guerra de los Diez Años estuvo en la vigilancia de las costas cubanas. Participó además en la guerra carlista, distinguiéndose en la defensa del arsenal de La Carraca. Presidió en 1891 la delegación de su país a la Conferencia Naval de Londres y, al año siguiente, lo nombraron ministro de Marina en el gabinete del presidente Sagasta, cargo al que renunció en protesta por la escasa dotación económica destinada a su ministerio, como si previera desde entonces, dicen historiadores, la tragedia que sufriría la flota española cuando le tocara enfrentarse a fuerzas superiores, más modernas y mejor dotadas.
Conformaban la flota del Atlántico cuatro cruceros acorazados y tres destructores, que desplazaban en conjunto 28 600 toneladas, y disponían, en teoría al menos, de 120 cañones, ocho ametralladoras pesadas y 24 tubos lanzatorpedos, además de unos pocos cañones de tiro rápido y algunos tubos lanzatorpedos instalados en los pequeños destructores.
Hizo Cervera cuanto estuvo a su alcance a fin de convencer al Ministro de Marina y al Gobierno de Madrid de que no mandaran la flota a Cuba o a Puerto Rico. Sugería que la basaran en Canarias, para proteger desde esa posición las islas y el territorio de la Península. El asunto, a su juicio, era evitar un encuentro frontal con los norteamericanos en el Caribe.
La flota norteamericana del Atlántico, al mando del almirante William T. Sampson, era muy superior a la española. Disponía de nueve cruceros acorazados, que desplazaban más de 65 000 toneladas y tenía instalados casi 300 cañones, 22 ametralladoras pesadas y 37 tubos lanzatorpedos. No solo superaba a la española en número de embarcaciones, tonelaje y potencia de fuego, sino que los buques eran más modernos, poseían un blindaje más fuerte y su habilitación era más completa. Estaba además la cuestión del combustible. La armada estadounidense podía contar con cuanto carbón quisiera estando sus bases como estaban a pocas horas de distancia, mientras que los españoles, con serios problemas en este campo, tenían sus fuentes de abasto a miles de kilómetros del Caribe.
En vano insistió el almirante Pascual Cervera. Conocía la superioridad de su enemigo. Por eso, en la víspera de su partida hacia Cuba, informó nuevamente al Ministro de Marina acerca de las condiciones de sus barcos, que dejaban mucho que desear. Su artillería estaba incompleta o defectuosa, no contaba con municiones adecuadas ni suficientes y tampoco disponía de carbón de calidad. En su informe, el marino decía que su escuadra se colocaría en un callejón sin salida; una situación de la que no podía esperarse más que la destrucción de sus barcos o la desmoralización de sus hombres.
A las puertas del terrible verano de 1898, las altas autoridades españolas parecían vivir, sin embargo, en una borrachera triunfalista que alcanzaba también a la población. No se quedaban atrás muchos habaneros de a pie que en los cafés evocaban las batallas de Lepanto y El Callao y pregonaban hasta el cansancio la superioridad de la armada española, mientras que en el vestíbulo del teatro Albisu, el ilustrado comandante de la marina española don Pedro Peral, hermano de Isaac, el inventor del submarino, se empeñaba en demostrar justamente lo contrario.
En una página deliciosa de sus Viejas postales descoloridas, el costumbrista Federico Villoch dice que en Cuba por aquel entonces se habló de Cabo Verde como nunca antes ni después y que había quien escrutaba los mapas para vaticinar en qué paraje ambas escuadras se desbaratarían a cañonazos. «Los yanquis le tienen un miedo terrible al abordaje español», decían algunos. Y las imaginaciones calenturientas trazaban cuadros espeluznantes de piratería, remangados los puños de los marineros armados de grandes y afilados cuchillos, y la sangre corriendo a bordo.
El propio Ministro de Marina español, con la cabeza en las nubes, daba a Cervera, antes de su partida hacia el Caribe, la misión siguiente: «Ir a EE. UU., defender las islas de Cuba y Puerto Rico, bloquear los puertos norteamericanos del golfo de México, destruir la base naval de Cayo Hueso, sede de la flota del Atlántico, y de ser posible bloquear puertos del este…».
Algunos vapores lograron burlar, desde el puerto habanero, el cerco norteamericano, o salían y entraban con permiso de los sitiadores. Con autorización lo hizo el Lafayette, de la Compañía Trasatlántica Francesa, atestado de viajeros que abandonaban la ciudad por miedo a las futuras contingencias, y le siguió el bergantín mexicano Arturo, cargado de fugitivos. Los especuladores de siempre hicieron dinero con el improvisado negocio de convertir goletas desvencijadas en barcos de pasajeros que, por 50 o 100 pesos el boleto, transportaban pasaje desde La Habana a Veracruz.
Pero los acorazados Brooklyn, Texas, Iowa, Louisana…, dice Villoch, continuaban imperturbables en el horizonte, firmes como si hubiesen echado raíces en las rocas del fondo, bañando las noches con sus potentes focos eléctricos. Esa vigilancia no fue obstáculo para que el vapor español Monserrat, con todas sus luces apagadas, burlase una noche el bloqueo y arribase sin novedad, dos días después, a un cercano puerto de México para, a su vuelta, abastecer de víveres a La Habana. Un barco de guerra español llamado Conde de Venadito se arriesgó una tarde a salir del puerto para provocar la agresión de los acorazados americanos y obligarlos a acercarse a la costa para que fueran cañoneados desde el Morro, lo que resultó en vano, pues el yanqui lo que hizo fue largarle una andanada de tiros y permanecer impávido en su línea. Se dio también, entre otros casos, la entrada espectacular de la goleta Santiago, que a todo trapo salió una mañana de buen viento de Bahía Honda y penetró sana y salva en nuestro puerto, bajo los cañonazos que se cruzaban uno de los acorazados norteamericanos y la batería de Santa Clara, emplazada donde se edificó el Hotel Nacional de Cuba.
El 24 de abril recibía Cervera la orden de moverse hacia el Caribe y se dispuso a cumplirla no sin antes advertir a sus superiores que iba al sacrificio con la conciencia tranquila. Al día siguiente, Estados Unidos declaró formalmente la guerra a España. Una semana más tarde, en la bahía de Cavite, Filipinas, la flota norteamericana del Pacífico destruía, en cuestión de horas, la escuadra española concentrada allí. La noticia provocó en España la conmoción que era de esperar. El 12 de mayo, el Ministro de Marina dirigió un telegrama a Fort de France, en Martinica, autorizando a Cervera a regresar a España. Pero Cervera jamás vio ese mensaje. El día anterior dejaba atrás Fort de France y ponía proa a Cuba.
El 14 de mayo barcos norteamericanos bombardearon con total impunidad San Juan de Puerto Rico. Cinco días después, el 19, la flota de Cervera entraba en la bahía de Santiago de Cuba. A comienzos de junio la escuadra del almirante Sampson bombardeaba esa ciudad. Con objeto de embotellar a Cervera, sus adversarios hundieron el pontón Merrimac en la boca de la rada santiaguera. A partir de ahí, si los barcos españoles querían salir, debían hacerlo de uno en uno, convertidos en una suerte de tiro al blanco para los norteamericanos.
Se entrevistan con el mayor general Calixto García, lugarteniente general del Ejército Libertador, el almirante Sampson, jefe de la flota, y el general Shafter, jefe del Ejército de tierra. Desembarcan las tropas norteamericanas y avanzan hacia Santiago. El general Linares, jefe de esa plaza militar, no se hace ilusiones respecto a la victoria española y sabe que la derrota pondría en grave riesgo a la flota anclada en la bahía. El capitán general Ramón Blanco, que recibió de Madrid la potestad de decidir sobre todas las fuerzas militares destacadas en la Isla, incluso la escuadra, y que sabe cómo piensa Cervera, telegrafía al Almirante: «Dice usted que la caída de Santiago es segura, en cuyo caso tendrá usted que destruir sus barcos, y esta es una razón más para intentar una salida, ya que es preferible para el honor de las armas sucumbir combatiendo…».
Cervera escribe entonces a Linares: «… afirmo con el mayor énfasis que nunca seré quien decida la horrible e inútil hecatombe… A Blanco incumbe decidir si debo ir al suicidio, arrastrando conmigo a estos 2 000 españoles».
Ante el ataque inminente, los marinos de Cervera se suman a la defensa terrestre de Santiago. Ocurren el 1ro. de julio de 1898 las batallas de El Caney y de San Juan, donde, en un intento desesperado por recuperar la posición, resulta gravemente herido el general Linares. El día 2, desde La Habana, el Capitán General ordena a Cervera que salga con sus barcos de la bahía santiaguera. Al día siguiente, a las 9:45 de la mañana, disparando sin cesar por ambas bandas, empezó a salir, con rumbo este, la escuadra española. Una hora más tarde la flota del Atlántico sucumbía ante el poderío norteamericano, y el propio almirante Pascual Cervera, el héroe trágico, alcanzaba la costa a nado y era hecho prisionero. Debió enfrentar en España un consejo de guerra acusado de la pérdida de la escuadra. Fue absuelto y permaneció durante unos cuantos años más en servicio activo. Murió el 3 de abril de 1909.
La batalla naval de Santiago tuvo para España el saldo de 326 muertos, 215 heridos y 1 720 prisioneros. Los norteamericanos tuvieron un muerto y un herido. «No siempre al valor acompaña la fortuna», decía el Capitán General en su mensaje a los habitantes de la Isla, y «firmes y resueltos ante el peligro», los llamaba a confiar en Dios «y en nuestro derecho a dejar incólumes el honor y la integridad de la patria». El general Shafter, por su parte, presentaba un ultimátum:
Si Santiago de Cuba no se rendía, sería bombardeada. Pero eso lo veremos el próximo domingo.