Lecturas
En la página que la semana pasada (7 de febrero) dediqué a bares de La Habana, me faltó tiempo, es decir, espacio para aludir a Fabio Delgado Fuentes, uno de los grandes de la cantina cubana, creador de más de 30 cocteles, algunos de ellos tan famosos y vigentes como el Cuba Bella, que se elabora con granadina, zumo de limón, ron blanco, menta y ron añejo.
Fabio (o Favio, que de las dos maneras lo ha visto escrito este escribidor) se inició en 1934 en el giro de la gastronomía, y tres años más tarde logró ser admitido en el ya desaparecido Club de Cantineros —actual Asociación de Cantineros de Cuba—. En 1939, un curso auspiciado por dicha entidad, al develarle muchos de los secretos del bar, lo preparó de manera adecuada. No por eso consiguió trabajo fijo. Era la época en la que muchos gastronómicos, en bares, restaurantes y cabarés, trabajaban solo por la propina, generalmente en la llamada temporada alta. Solo por la propina o como suplente, Fabio trabajó en algunos de los bares más exclusivos, como los del Country Club, Vedado Tenis, y Havana, Miramar y Biltmore Yacht Club, los llamados Cinco Grandes de la alta sociedad habanera, hasta que en 1945 consiguió una plaza fija en el Sloppy Joe’s y allí estuvo hasta que en 1956 pasó, siempre como barman, al restaurante Normandie, casa de cocina francesa, con especialidades regionales, ubicado en el kilómetro 19 de la carretera a Pinar del Río; a seis kilómetros del Havana Yacht Club por la Autopista del Mediodía y a cuatro del cabaré Sans Souci por Arroyo Arenas.
En el Normandie le tocó atender a no pocos famosos, como Errol Flynn, Tyrone Power, César Romero y Joe Louis, entre otros, decía, y con una sonrisa pícara añadía que en el Sloppy jamás vio a Ernest Hemingway.
Tiempo después, Fabio Delgado adquiría el bar Actualidades, en Monserrate 264, un establecimiento que los cantineros quieren ahora para sede de su asociación. Triunfó la Revolución, el bar Actualidades pasó a ser propiedad estatal, y Fabio Delgado administró hoteles, asesoró centros recreativos y, sobre todo, se desempeñó como profesor de la Escuela Nacional de Hotelería, instalada primero en el cabaré Tropicana y luego en el hotel Sevilla cuando el restaurante de Alta Cocina fue parte de esa instalación turística.
Fabio, que falleció con más de 80 años de edad, privilegió siempre su paso por Sloppy Joe’s. En la carta de ese famoso bar habanero siguen consignándose algunos de sus cocteles como Martini Especial, Cubanacán y Sol y Sombra.
En el Normandie, Fabio Delgado coincidió con Gilberto Smith. Al llamado Mago de las Salsas no le iba nada mal en El Carmelo, de Calzada y D, en el Vedado, adonde había llegado procedente de Los Tres Ases, el restaurante de Prado 356, donde ahora radica el Centro Andaluz. Pero recibió la oferta irresistible que le hacía el señor François Toussé, propietario del Normandie: si pasaba a trabajar con él, sería una especie de chef dueño, con un por ciento de los ingresos por concepto de la cocina. Además, la casa pondría a su disposición un automóvil con chofer.
Smith sentía abandonar El Carmelo, el mejor grill-room de La Habana de la década del 50 y donde en parrillas de carbón, se preparaban a diario 20 líneas de carne asada, sin contar las palomas, las perdices, los faisanes, los jabalíes, las liebres, los pollos de especialidades. Todo lo que había en el mundo de la cocina se encontraba en El Carmelo, una casa con 150 empleados, donde se vendían 25 jamones diarios.
Ganaba bien en El Carmelo y los dueños lo distinguían mucho. Y fue allí, sobre todo, donde se había convertido en el cocinero que era ya. En eso lo había ayudado mucho Juan Cañella, un catalán cascarrabias que era un artífice en el montaje de los platos, un genio en las gelatinas y un maestro dulcero sin igual. La posición de Cañella era un tanto ambigua en aquella casa donde latía el pulso de la ciudad. No era el chef ni cocinaba ni confeccionaba los pasteles ni las salsas, pero se metía en todo, aconsejaba, orientaba, ¡ordenaba! Álvarez y Méndez, los dueños de El Carmelo, lo tenían en funciones de especialista y, como no se hablaban entre ellos, lo utilizaban de mediador.
Aunque había de todo, el Normandie tenía una clientela selecta. Era el lugar de moda. Todas las grandes personalidades que pasaron por Cuba durante la segunda mitad de la década de los 50, comieron en el Normandie. Se concibió como un restaurante de cocina francesa, pero debido a que el cliente paga y, por tanto, manda, se cocinaba también al gusto de los comensales. Smith conocía a muchos de ellos, pues venían siguiéndolo desde sus tiempos en Los Tres Ases, trataba de satisfacerlos a todos.
Un día llegó el doctor Alberto Inclán, hijo del eminente ortopédico de igual nombre y ortopédico él mismo, sobrino del doctor Clemente Inclán, pediatra, rector de la Universidad habanera, el llamado Rector Magnífico; los tres con consulta privada en la calle 21 número 454, en el Vedado. Inclán hijo era el eterno rival del doctor Julio Martínez Páez, ambos profesores auxiliares de Ortopedia en la Universidad. Cuando el viejo Inclán muriera o se jubilara, solo uno podía ocupar su puesto. Quince personas acompañaban a Inclán aquel día... Se les entregó la carta y todos, los 16 se decidieron, cosas de la vida, por la suprema de faisán, de las que solo había 15 en la nevera.
«Esto se soluciona fácil», se dijo Smith, y buscó cuatro o cinco guineos muy tiernos y seleccionó el mejor.
Al ponerse el servicio en la mesa, el chef cuidó que la suprema de guineo tocara al doctor Inclán. A esa altura, los cocteles de Fabio Delgado alegraban al grupo. Comieron, bebieron, conversaron. Smith los miraba de lejos y advertía la cara de satisfacción de todos. Celebraban algún acontecimiento, y los cocteles, la buena mesa y los buenos vinos contribuían a hacerlos más felices.
Cuando se disponían ya a retirarse, Inclán hizo un aparte con el cocinero. Le dijo:
—No creas que no me percaté… me pusiste suprema de guineo.
—Es que solo había en la cocina 15 supremas de faisán. Puse a usted la de guineo porque era el anfitrión. No quería hacerlo quedar mal delante de sus invitados.
El doctor Inclán sonrió. Extendió su mano derecha y estrechó la de Smith, con fuerza para dejar en ella un billete de cien dólares cuidadosamente doblado.
El escribidor no tiene la certeza de que lo que contará ahora sea cierto. No podrá corroborarlo nunca. Por eso omite el nombre de la dama, una actriz francesa muy joven entonces, famosa ya, deslumbrante por su belleza provocativa de mujer endemoniada, mirada pícara y labios que entreabría de una manera que hacía que a quienes la veían se les inflamara el lado oscuro del corazón. Una mujer como creada por Dios que llegaba a Cuba, por segunda vez, envuelta en otra nueva ola de popularidad.
Se decía que aquella actriz había venido a la Isla, en las dos ocasiones, invitada por uno de los propietarios del Gran Stadium del Cerro. Toussé quiso conquistarla y como no le llegaba, le ofreció una considerable suma de dinero. Si la muchacha aceptó o no, se desconoce; pero para congraciarse con ella, a Toussé no se le ocurrió idea mejor que invitarla al Normandie y disfrazarse esa noche de cocinero, atenderla personalmente y hacerle creer que los platos que degustaba salían de sus manos. Por cierto, la joven se decidió siempre por la langosta cardenal.
Que lo hiciera, pase. Si quería salir al salón con el gorro y el delantal y decir lo que le pareciera, no estaba mal. Tenía derecho como propietario del restaurante. Pero Toussé se fue de rosca, se creyó cocinero de verdad y se metió en la cocina a dar órdenes.
El chef Gilberto Smith no pudo permanecer en silencio. Le aconsejó con respeto que saliera de allí o se mantuviera callado. Toussé lo ignoró. Siguió dando órdenes. A Smith se le colmó la paciencia.
—¿Quién es este señor? —preguntó a sus compañeros. Yo soy el jefe de cocina. Sigan en lo suyo como hasta ahora y no le hagan caso.
La posibilidad de tener entre las sábanas a una de las mujeres más codiciadas del mundo, le había hecho perder la cabeza. Toussé se le encaró.
—Aquí el dueño soy yo —gritó.
Smith hizo lo que tenía que hacer. Se quitó el gorro y el delantal.
—Cocine usted —le dijo.
Con él se despojaron de sus gorros y delantales todos los componentes de la brigada que esa noche se ocupaba de la cocina.
En ese punto, a Toussé se le cayeron las medias, se le arrugaron los atabales. Smith no hablaba en broma; aquellos hombres se marchaban de verdad y se la dejaban en la mano. Se puso chiquitico, chiquitico. Imploraba. Que no le podían hacer aquello. Que él no era una mala persona. Que comprendía que se había extralimitado. Que se pusieran en su lugar. Que usted disculpe, señor Smith.
Ni modo. No hubo entendimiento. Aquella fue la última noche de Gilberto Smith en el restaurante Normandie. Perdía dinero y posición. Quedaba sin empleo y con una familia numerosa a su abrigo. Siempre podía volver a El Carmelo, pero resultaba duro hacerlo en ese momento. Alguien le habló de La Roca, un restaurante que acaba de abrir en la esquina de 21 y M, en el Vedado, en el mismo sitio que había ocupado el restaurante Colonial, y que estaba carente de personal. Se fue a La Roca como cocinero de a pie. Crearía allí un plato que hasta el final de su vida tuvo entre los mejores: la tortilla de frutas al ron. Y otro, la tortilla interventora del chef.
No estaría Smith mucho tiempo en La Roca. Un día entró en El Carmelo y, como quien no quiere las cosas, dijo al gerente que aquella era la casa que él prefería. Pues El Carmelo está abierto para usted, respondió el gerente.
Aquella misma noche se fue de La Roca. Volvió a El Carmelo con su ritmo de trabajo de siempre, pero esta vez con una responsabilidad especial: atender al grupo de Meyer Lansky, el financiero de la mafia, que estaba de nuevo en La Habana a fin de seguir, entre otros asuntos, la construcción del hotel Havana Riviera.
Mientras tanto, en el bar Actualidades, Fabio Delgado continuaba su exitosa carrera.