Lecturas
El doctor Carlos Juan Finlay acaba de hacer un planteamiento absolutamente original y escruta los rostros de sus compañeros de labores académicas. Ha echado por tierra todas las teorías sobre la fiebre amarilla. Es más. Formula una nueva concepción acerca del contagio basada en el papel de los vectores en la transmisión de enfermedades, ya que nunca antes se expuso, y mucho menos se avaló experimentalmente, la posibilidad de que los insectos sirviesen de entes transmisores de microorganismos patógenos.
Se sabe en un momento clave de su existencia. La honda emoción que lo embarga y la confianza en la certeza de sus postulados apenas le deja reparar en la actitud hostil de su auditorio. Piensa que los incrédulos tendrán que mudar de parecer cuando dé a conocer las pruebas que respaldan sus afirmaciones.
Pero Finlay no logra entusiasmar a nadie. Cuando el presidente de la sesión anuncia que concederá la palabra a los que quieran hacer uso de ella, solo se escucha la voz del secretario general de la corporación para solicitar que el trabajo del ilustre científico «quede sobre la mesa», formulismo que indicaba que no habría comentarios. Ninguno de los estudiosos que concurrieron aquel 14 de agosto de 1881 a la sala de actos de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, impugnó los puntos expuestos por Finlay en la teoría del mosquito Aedes aegypti como agente transmisor de la fiebre amarilla, ni se mostró de acuerdo con ellos. El silencio fue la única respuesta a una concepción que no solo posibilitaría a la postre la erradicación del entonces llamado «vómito negro», sino que abrió un nuevo capítulo en la historia de la Medicina tropical.
Finlay fue un hombre en lucha permanente contra la adversidad y las vicisitudes. En su adolescencia fue víctima de dos graves enfermedades, una de las cuales le dejó un serio trastorno de pronunciación que nunca superó del todo. Hizo estudios de Medicina fuera de Cuba y, cuando regresó a la Isla para ejercer su profesión, lo suspendieron en el examen de reválida del título, lo que lo obligó a esperar el tiempo reglamentario para volver a presentarse. Aspiró a socio supernumerario de la Academia de Ciencias y se vio frustrado en el primer intento; reiteró entonces su solicitud para socio corresponsal y la respuesta fue desfavorable… Cuando por fin resultó aceptado en la Academia, su teoría sobre la relación entre el mosquito y la fiebre amarilla se acogió con indiferencia y se vio precisado a esperar más de 30 años para que se comprobara oficialmente su descubrimiento y se pusieran en práctica las medidas sanitarias que recomendó para la erradicación del vector.
Después de muerto le quedarían batallas por ganar. Pese a que el XV Congreso Internacional de Historia de la Medicina (1956) estableció de manera definitiva que «a Carlos J. Finlay, de Cuba, y solo a él, corresponde el descubrimiento del agente transmisor de la fiebre amarilla y a la aplicación de su doctrina, el saneamiento del trópico», algunas entidades extranjeras, esencialmente norteamericanas, trataron de escamotearle la paternidad de su concepción. De ahí que uno de sus biógrafos afirme que Finlay es un hombre envuelto en una polémica permanente.
Sus profusos y concluyentes experimentos e investigaciones en cuanto al morbo amarillo y la importancia de su descubrimiento, han hecho que este genial cubano sea considerado y valorado hoy a partir y a través de su teoría sensacional sobre el papel de los mosquitos en la transmisión de enfermedades. Sin embargo, no fue esa la única rama de la Medicina en la cual descolló. Fue un oculista eminente y un internista consumado, y resultaron significativos sus aportes en enfermedades tropicales como el bocio exoftálmico, la lepra, la filaria, la triquinosis, el beri-beri y el cólera, así como sus estudios en el campo de la parasitología.
En 1911, en el prólogo a Trabajos selectos, de Finlay, escribía Juan Guiteras:
«La laboriosidad del doctor Finlay es pasmosa. En medio del trabajo constante de su profesión y de la producción permanente de escritos sobre asuntos de patología y terapéutica, en los que se adelantó generalmente a sus contemporáneos, como puede verse en sus trabajos sobre la filaria y el cólera, encuentra tiempo, por ejemplo, para descifrar un antiguo manuscrito de latín, haciendo acopio de fuentes históricas, heráldicas y filológicas para comprobar que la Biblia en que aparece el escrito hubo de pertenecer al emperador Carlos V en su retiro de Yuste, o trabaja en la resolución de problemas de ajedrez, de altas matemáticas o de filología: o elabora complicadas y originales teorías sobre el Cosmos…».
Médico de los mosquitos
Carlos J. Finlay nació en la ciudad de Camagüey, el 3 de diciembre de 1833, fecha que se escogió para la celebración del Día de la Medicina Latinoamericana. Comenzó a interesarse en los estudios sobre la fiebre amarilla en 1870. Entonces la enfermedad, endémica del continente americano, era considerada ya una especie de mal inevitable y contra ella se ensayaban las medidas más peregrinas. Dos hipótesis prevalecían entonces. Una decía que se transmitía de enfermos a sanos y que donde se presentaba un caso, no tardaban en aparecer muchos más. La otra planteaba que en el caso de este padecimiento, las personas sanas no lo contraían aun cuando usaran las ropas del enfermo, estuvieran en contacto con él, respiraran sus hálitos o fueran afectados de algún modo con los productos de la enfermedad.
Como las dos conjeturas se basaban en hechos objetivos y reales, y parecían estar en lo cierto, Finlay se decidió por otro camino y elaboró el concepto de la transmisión metaxénica de las enfermedades infecto-contagiosas. La revelación de este modo nuevo y distinto de la transmisión de enfermedades ha resuelto grandes y complejos problemas epidemiológicos.
Durante más de tres décadas el científico ahondó como nadie en la patogenia, epidemiología, clínica y tratamiento de la fiebre amarilla. Llegaron a apodarle «el médico de los mosquitos». Indiferencia, burlas e ironía no lograron erosionar en Finlay la fe en sí mismo ni su tenacidad. Era frecuente verlo por las calles habaneras con varios tubos de ensayo donde había recogido mosquitos infectados y que solía llevar en el bolsillo superior izquierdo de la levita, junto al corazón.
La infamia
La teoría de Finlay se abrió paso. Los habitantes de la Isla no podían dejar de establecer una estrecha relación entre la aparición de la enfermedad y las pésimas condiciones sanitarias existentes en la Cuba colonial. Por otra parte, los médicos de ideas más avanzadas terminaron por aceptarla. Faltaba la práctica social que la confirmara plenamente.
Durante la primera intervención norteamericana en Cuba, el Gobierno de Estados Unidos presionó a sus médicos militares destacados en la Isla para que buscasen una solución al problema de la fiebre amarilla. Impotentes ante la enfermedad, decidieron ensayar la teoría de Finlay. Una tarde del duro verano de 1900 los doctores Reed, Carroll y Lazear visitaron a su colega cubano en su casa del Paseo del Prado. Discurría Finlay en aquel momento con otro ilustre médico cubano, el doctor Díaz Albertini. Los norteamericanos pidieron a Finlay detalles de sus investigaciones con la promesa de comprobarlas en la práctica. Finlay, con una generosidad extraordinaria, puso a disposición de los visitantes el resultado de sus 30 años de trabajo en el tema y les hizo entrega, en una jabonera de porcelana, de huevos de un mosquito infectado.
En Marianao acometió la comisión médica norteamericana sus experimentos. Solo comenzó a tomar en serio la teoría de Finlay cuando dos de sus miembros se contagiaron con los moquitos infectados. Carroll logró sobrevivir; Lazear falleció: se había dejado picar conscientemente. Los norteamericanos solo aventajaron a Finlay en la determinación de la naturaleza viral de la enfermedad.
Desde los primeros contactos de los norteamericanos con Finlay comenzó a gestarse la infamia, pues Reed, quien fungía como jefe del grupo, nunca se mostró partidario de reconocer al cubano la paternidad del descubrimiento en caso de que llegase a corroborarse su teoría. Quería el mérito solo para sí y no demoró en adjudicárselo.
Obedecía en eso a orientaciones muy precisas que recibió de Washington. Ante los ojos del mundo entero el Gobierno de Estados Unidos quería hacer pasar su intervención en Cuba como una obra humanitaria y civilizadora, no militar. Nada se prestaba mejor a ese propósito que hacer creer que el saneamiento del país con el combate del mosquito y la erradicación de la fiebre amarilla eran colofón únicamente de sus «humanitarios» y «civilizadores» desvelos.
Finlay reaccionó vigorosamente ante la usurpación, y los más distinguidos profesionales de su tiempo lo secundaron, así como antes se negaron a creer en sus planteamientos. Pronto la gloria del médico rebasó nuestros límites territoriales, y el reconocimiento universal llegó al sabio cubano. La Universidad de Filadelfia, donde cursó estudios, le otorgó, ad honorem, el doctorado en Leyes. La Escuela de Medicina Tropical de Liverpool, la Medalla Mary Kingsley, y el Gobierno francés lo condecoró con la insignia de Oficial de la Legión de Honor.
Cuando en febrero de 1901 se convocó en La Habana el III Congreso Panamericano de Medicina, una gran expectación reinaba entre los asistentes. En sus sesiones volverían a encontrarse cara a cara Finlay y Reed. El cubano presidía la sección de Medicina General y daría lectura a un informe sobre los adelantos contra la propagación de la fiebre amarilla.
Cuando le tocó el turno para dar a conocer su ponencia, dice su biógrafo Rodríguez Expósito, «una ovación cerrada recibió la figura venerable, serena y digna del noble anciano. Los médicos de todo el continente allí representados rendían de ese modo un emotivo y elocuente homenaje al descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla».
Al día siguiente, Reed se dirigió al Congreso. Leyó asimismo un informe sobre la fiebre amarilla, pero el nombre de Finlay no se menciona en sus páginas.
Ya para entonces se habían iniciado los planes para la higienización de La Habana y sus alrededores, y también del resto de la Isla. Se petrolizaron áreas susceptibles de alojar mosquitos y pronto se evidenció que desaparecían los casos de muerte a causa de la enfermedad. Entre septiembre de 1901 y julio de 1902 no se reportó un solo caso. La noticia corrió rápidamente por el mundo. La aplicación de las recomendaciones del médico cubano posibilitó el saneamiento, con el ahorro consiguiente de vidas humanas, de extensas regiones en Brasil, el sur de Estados Unidos y en países de África y Asia. Así, se concluyó la construcción del canal de Panamá.
Al conmemorarse el aniversario 182 del natalicio de Carlos J. Finlay, vale recordar la figura del ilustre científico, cuya proeza se sale del marco de la época que le tocó vivir a la Medicina de su tiempo y sentó, a escala universal, la base para la búsqueda y la solución de los problemas médico-sanitarios.
Carlos Juan Finlay murió en La Habana, en su residencia de la calle G entre 15 y 17, en el Vedado, el 20 de agosto de 1915.