Lecturas
El aburridísimo viaje de París a Milano en tren ofrece en su mayor parte un paisaje de monótonas llanuras. Lorenzo lo había hecho varias veces y siempre se refugiaba en el vagón de la cafetería.
Esta vez llevó a su mesa tres cervezas y un panino de salami y queso provolone; y cuando ya se había bebido la segunda, oyó de pronto un golpetazo rechinante, provocado por el violento cierre de la puerta corrediza.
Varios pasajeros interrumpidos en sus masticaciones y lecturas dirigieron hacia allí miradas de reproche. El tren avanzaba sobre un tramo de fuertes bamboleos y se dificultaba el tránsito por el pasillo.
Junto a la puerta del estruendo, Lorenzo divisó a una monja de pie, cuya actitud lo forzó a sonreír: encogida de hombros y con cuatro dedos en la boca, se mordía las uñas. Las cejas alzadas expresaban una timidez chaplinesca, de niña sorprendida con los dedos untados de jalea en la despensa. Nuevos vaivenes laterales le impusieron más balanceos; pero la monja estiró ambos brazos como los equilibristas de la cuerda floja. Mediante pasitos cortos, el subibaja de las rodillas, sus espasmódicos quiebres de cadera y sacudones de salva sea la parte, logró por fin estabilizarse; pero sus meneos eran más propios de rumbera que de religiosa.
Una banda trenzada le marcaba su fina cintura, y con deliciosa coquetería torcía la cara y el cuello; y cuando comenzó a articular una melodía de tatatatán, como las que realzan el suspense en películas de misterio, el mal humor de los viajeros estalló en risas.
Tras su estrépito inicial, la hermana parecía haberse propuesto indemnizarlos con aquella parodia. Un empeño tan burlesco y ajeno a su índole monacal, en aquel hábito de cantar maitines y vísperas, le valió una inmediata simpatía.
Por fin, entre los aplausos que iniciara el uruguayo Lorenzo, secundado por los demás viajeros, la monja llegó incólume al otro extremo del vagón, donde se cogió de una barandilla, como haría un náufrago de su tabla salvadora.
La mueca de extrema fatiga, con la lengua colgante y una cómica bizquera, provocó jubilosos aplausos. Con la ayuda de un caballero, dio unos pasos hasta el taburete anexo a un mostrador, donde dos muchachas italianas que atendían la venta de comestibles y bebidas, festejaron a la monja con risotadas. Ella, antes de sentarse y dar por concluido su show, se volvió al público, estiró hacia ambos lados los faldones del hábito y dobló las rodillas en una reverencia a la tradicional usanza infantil.
Luego se puso a conversar con las muchachas en su idioma, y por la vivacidad del intercambio y profusión de ademanes, Lorenzo la supuso otra italiana. Y debía de ser tan graciosa en la palabra como en la mímica, pues las camareras no paraban de reírse.
Era la interlocutora ideal para que Lorenzo no llegase a Milano enfermo de aburrimiento.
Por su extroversión y vis cómica, por su color de piel morena, y por el regocijo que generaba en ambas muchachas, Lorenzo se imaginó a la religiosa una oriunda de la Bassa Italia.
La mayoría de los viajeros compraban sus bebidas y comestibles en la tienducha de las italianas y luego las consumían sentados, o de pie sobre las mesitas adosadas a unas columnas de metal.
Tras el intercambio con las camareras y para extremo deleite de Lorenzo, la monja se acercó a su mesa, donde él despachaba el último panino. Ella le pidió permiso para sentarse en excelente francés. Se presentó como la sœur Sylvie y colocó su bandeja en el único espacio libre entre su puesto y el de una señora que llegara momentos antes con una pizza y una gaseosa.
Según Lorenzo le explicó a la hermana Silvia, la mujer solo hablaba checo; pero por señas, él había adivinado que venía desde Praga a visitar a un hijo, futbolista del Inter de Milano. La monolengua de la señora permitió ignorarla y Lorenzo pudo dedicarse al diálogo con la extraña monja, que a su juicio mediaba la treintena y era sin duda una mujer muy bella.
Antes de sentarse, sœur Sylvie colocó sobre la mesa un cuartillo de Bordeau tinto y una quiche Lorraine. El buen dominio del francés y la quiche, que no se comería ningún italiano meridional donde se vendiesen panini, lo indujeron ahora a suponerla francesa. Fue un nuevo error: era una española, por más señas granadina, muy a tono con su cutis moreno y su pelo oscuro, como el endrino. Nadie lo habría supuesto al oírla hablar francés e italiano con aquella fluidez y buen acento.
Al cabo de un cuarto de hora de un diálogo muy mundano en español, Lorenzo se enteró de que procedía de una familia de la vieja nobleza andaluza, muy rica; que hablaba cuatro idiomas y se había educado en buenos colegios de media Europa; pero por su desparpajo, tan impropio de las monjas españolas, supuso que la hermanita Silvia debía llevar poco tiempo de vida conventual.
Durante este coloquio, pasó junto a ellos un hombre muy alto, cuyas rodillas alcanzaban casi la superficie de la mesa. La monja comenzó a mirarlo de abajo a arriba y cuando iba por la cintura, hizo un gesto de renuncia y declaró en voz baja: “Mañana t’acabo e’mirá”.
Aquella ocurrencia tan andaluza, que Lorenzo podía esperarse de una gitana chocarrera y no de una dama aristócrata educada en caros colegios, le provocó una carcajada y lo indujo a dudar de su condición monacal.
Casi enseguida, la hermana Silvia le pasó a Lorenzo, con disimulo, un billete de 20 euros y le pidió, en voz muy baja, que le comprara una botella de Stolíchnaya y otra de agua mineral. Él no le aceptó el dinero, pero se dispuso a satisfacer su pedido de meterse en un baño, vaciar la botella de agua mineral y rellenarla con vodka. Ella le dijo estar urgida por entonarse con unos lingotazos de bebida fuerte, pero sin escandalizar a los demás viajeros que, muy picados de curiosidad por su entrada burlesca, ahora no se perdían nada de lo que sucedía entre ellos.
Y tras aceptar un trago de vodka y la monja lo cautivara con un bosquejo de su historia de amor y rapto que la llevara al convento, el tren se detuvo en Saint-Jean de Maurienne, junto a la frontera italiana.
Un pequeño andén corría paralelo a la calle principal del pueblito saboyano. La hermana miró hacia afuera y empalideció. Luego arrugó el ceño y le pidió con una mirada implorante que le contara cualquier cosa.
—No me hagas preguntas ahora y ponte a hablar —le ordenó entre dientes y con las cejas alzadas.
Él se puso a recitar en tono coloquial y con ademanes, la letra del himno nacional uruguayo: «Orientales, la patria o la tumba, libertad o con gloria morir…»; pero lo interrumpieron dos hombres que penetraron en el vagón para situarse de pie junto a la sœur Sylvie.
Uno le inmovilizó los antebrazos por detrás y la obligó a girar sentada, para que el otro le esposara las muñecas sobre el regazo.
Al ver las esposas, Lorenzo los supuso policías y se abstuvo de intervenir.
Ella los dejó hacer sin quejas, con la cabeza gacha.
De inmediato la obligaron a ponerse de pie, y de una ranura en la axila le extrajeron una Beretta calibre 22. Luego levantaron las orlas de su falda y enagua, que sujetaron con el mismo cordón enlazado a la cintura.
A la vista quedaron unas bragas minúsculas de insólito color punzó. Todos los pasajeros de la cafetería pudieron ver los 20 paquetes amarrados a sus pantorrillas y muslos, que según supusieran, debían ser envases de droga prensada. En cuanto la despojaron de su carga, quedaron a la vista unos glúteos y extremidades de campeonato. Cuando volvieron a cubrirle la mitad inferior con la enagua y el hábito, ella dirigió a Lorenzo una mirada inexpresiva y articuló un gesto de resignación para sí misma, sin ningún afán histriónico esta vez.
Se la llevaron casi en peso, cogida por ambos brazos, para montarla en un coche donde esperaban otros policías, a pocos metros del pequeño andén. Todos los parroquianos de la cafetería la siguieron desde las ventanas y una de las camareras soltó un suspiro de tristeza. La poveretta...
Llegado el TGV a Milano Centrale sobre el atardecer, Lorenzo capturó un carrito, cargó sus maletas y se dirigió hacia la cola de los taxis, a la salida de la estación; y en ese trayecto se le acercó la señora checa compañera de mesa, que le salió al paso toda sonrisas. Sin preámbulos y en perfecto francés, se presentó como Agnès La Serre, asistente de un tal Raymond Chevalier, joven cineasta francés revelado como innovador en la dirección de actores.
Y Lorenzo la oyó boquiabierto explicarle que lo sucedido en el tren era todo un montaje, una prefilmación, en su mayor parte improvisada. Se trataba de una de las técnicas revolucionarias iniciadas por el joven genio para obtener expresiones extremas de impactante autenticidad.
Le informó que Chevalier, presente en la cafetería del tren, al ver a Lorenzo reaccionar ante el portazo y luego festejar el remedo circense, creyó haber hallado en el inopinado personaje, la posibilidad de darle un vuelco a esa escena y añadir otras dos, improvisadas sobre la marcha.
De inmediato ordenó retirar al actor previsto en el plan, e hizo saber a la monja que debía trabajar el resto con Lorenzo. Para eso situó en su mesa a la ayudante La Serre, convertida en checa, con idea de impedir que otra persona ocupara el lugar.
En total, a Lorenzo lo filmaron durante una media hora y tras ver los rushes Chevalier consideró haber logrado 12 minutos magníficos y muy aprovechables.
Agnès le ofreció por fin un cheque al portador por la suma de 3 000 euros; pero Lorenzo debía firmarle un recibo y su visto bueno para utilizar en una película sus 12 minutos filmados.