Lecturas
Ninguna edad es tan esperada ni tiene para la cubana el simbolismo de los 15. No es un cumpleaños cualquiera. Es una ilusión. Un cruce de frontera. Una franquicia. A partir de ahí viste de otro modo, acentúa el maquillaje, tiene un rango de decisiones propias. Entra en la etapa de merecer, aunque desde los 12 no pierda fiestas, bailes ni paseos, haya tenido dos o tres romances intrascendentes, consentidos o no, y, más que por pudor, se sonroje por secreta e íntima satisfacción cuando un desconocido la desnuda con los ojos en la calle. Las cubanas maduran temprano, más temprano que los cubanos, pero no es hasta que alcanzan los 15 que empiezan a ser vistas como mujer, aunque ellas y ellos tengan que esperar a los 16 para elegir y ser elegidos en los comicios del Poder Popular y no alcancen la mayoría de edad hasta los 18.
El arribo a los 15 de la muchacha de la casa es siempre un acontecimiento. Como si dijéramos su presentación en sociedad, el debut en la vida social. La familia de recursos más limitados se esmera por proporcionarle en la fecha un día especial o al menos diferente. Se trata de un suceso que no volverá a repetirse y marcará a la homenajeada mientras viva. Otras, con los gastos de la celebración, tiran la casa por la ventana porque prima en la madre el sano anhelo de dar a la hija la fiesta que ella no tuvo o porque se quiere poner verde de envidia al vecino, aunque para ello se vayan en una sola noche los ahorros de toda una vida.
Los cubanos que andamos ahora entre los 55 años y la muerte conocimos fiestas de 15 por lo general más bien sencillas. Bastaba la oportunidad de reunirnos y poco importaba lo que se comía y bebía si la música era buena y se ampliaba el círculo de relaciones para encontrar nuevos amigos y pareja. Tener invitación o no tenerla era lo de menos, pues siempre había dentro un conocido que facilitaba el acceso o se apelaba a la complicidad permisiva del portero. Pero en los últimos años, sobre todo entre ciertos sectores de la economía emergente, esas fiestas renacieron con toda su pujanza de jerarquía y competencia para dejar traslucir el rango social del que la ofrece.
No basta entonces un baile, sino un gran baile cuya organización se confía a un manager social, el decorador hace en el salón los diseños apropiados y un especialista monta una coreografía que pretende ser original. La festejada, al igual que las muchachas de las 14 parejas que conforman su corte, luce un largo vestido de noche, vaporoso, de estilo, y los jóvenes visten de esmoquin de verano o, a lo sumo, un traje de diario. Comienza la música, casi siempre con un vals que, por su cadencia, realza la elegancia de la debutante, que inicia el baile con su padre mientras que el resto de las parejas los observan, en coro. Bailan padre e hija algunos compases y, sin dejar de hacerlo, se dirigen hacia donde aguarda la pareja de la homenajeada, a quien el padre la entrega para que gocen del vals hasta el final. En ese punto todas las parejas salen al salón y el baile queda abierto.
No son pocas las muchachas que prefieren algo menos complicado para sus 15, bien por su propio gusto o para no comprometer la economía de la familia. Para muchas es suficiente recibir como obsequio un objeto que desearon tener y que les dará utilidad o placer durante largo tiempo. O dan por bastante un pitusa a la cadera y un tope fosforescente color mandarina para bailar esa noche y hasta el amanecer, al compás de su música preferida. O un día de playa en compañía de amigos.
Pero en ningún caso deberán faltar las fotos. Las fotos de los 15 y de entre estas la que, bien enmarcada, se coloca en el lugar más visible de la casa y que la retratada seguirá arrastrando consigo así pasen los años y que eternizará, aun cuando todo ya se haya marchitado, como para seguir demostrando que tuvo 15, la lozanía de su cutis, el cabello sedoso, los ojos chispeantes, la mirada pícara, el escote permisivo que dejaba adivinar una hermosa promesa. En Cuba también se exagera en eso de las fotos. Mientras más, mejor, sin importar lo que cuesten. Y en cada una la misma damita con un vestido diferente, aunque sea prestado para la ocasión. Y cuando se acaban los vestidos, se las arregla para pedir, con ingenuidad y malicia, que la fotografíen con la menor cantidad de ropa posible. De antemano se ubicaron las mejores locaciones. Por eso no causa ya extrañeza ver a una muchacha muy joven moverse, ora vestida de una forma, ora de otra, por las áreas abiertas de una instalación hotelera en compañía de la mamá, que se ocupa hasta de los detalles más nimios, y de un fotógrafo. Es una quinceañera. Ha cruzado una frontera para entrar en la ilusión de los 15. Está en edad de merecer.
Si el béisbol es el deporte nacional de Cuba, el dominó es el pasatiempo preferido. Un cubano podrá confesar que nunca obtuvo buenas notas en Física o que hizo trampas en el último informe que rindió a su jefe, pero jamás admitirá que es un mal jugador de dominó. Y es que el dominó solo tolera dos clases de jugadores: los que saben jugarlo y los que creen que lo juegan.
Alguien me dijo en una ocasión que, como el ajedrez, tenía categoría de juego ciencia. No hay que exagerar. Claro que detrás del acto aparentemente mecánico de colocar una ficha detrás de otra sobre el tablero hay siempre una estrategia. Requiere, sí, de cierto grado de concentración, capacidad para observar y de mucha retentiva por parte de cada uno de los jugadores para llevar en la mente tanto las jugadas de su pareja como de los contrarios. Un buen jugador de dominó espera siempre la ficha que pondrá quien le antecede en la jugada y sabe del aprieto en que se haya su compañero antes de que quede en evidencia. A juzgar por la gente que juega dominó y gana, no hay que ser ningún José Raúl Capablanca para hacerlo. Una técnica muy recurrida es la de salir cuanto antes de las fichas más cargadas. A los que así proceden se les llama «botagordas» y, por mucho que la suerte los acompañe, rara vez son buenos jugadores.
Si bien el dominó es un juego que transcurre en silencio —se dice que lo inventó un mudo— ha generado muchísimas expresiones y numerosos vocablos. Al acto de mover las fichas en el tablero para que cada jugador tome las que le corresponden, se le llama «dar agua» y, por extensión, se da agua al dominó cuando se impone buscar una solución perentoria. Una pareja da «pollona» a la pareja contraria cuando no permite que gane ninguna de las datas de un partido, que, por general, son a cien tantos y a veces a 150. Un jugador «tranca» el juego cuando pone en la mesa una ficha agotada ya para el resto de los jugadores; «se agacha» cuando injustificadamente se queda con fichas del contrario y no se las da para que él mismo las «mate», y «domina» cuando «se pega» con su última ficha. Cada una de estas tiene su nombre. La uña, el duque, la trina, el cuarteto, quintín, el sexteto, el septeto, ocho mil y más murieron en la guerra, la novilla y la blancura. También se llama Octavio al ocho y blanquizal de Jaruco al blanco. El doble seis es «la caja de muerto», la ficha más pesada del juego, la que, dicen muchos, resulta más difícil de colocar. Es habitual que el jugador que inicia el juego lo haga con un doble; si no, hizo una salida «capicúa». Cuando corresponde jugar a uno de los participantes y no lleva ficha para hacerlo, toca ligeramente la mesa y dice «paso».
En Cuba lo juegan tanto los hombres como las mujeres, y el juego más generalizado es el de 55 fichas, aunque en la región oriental de la Isla gusta más el de 28. Se trata de un juego que enaltece el espíritu gregario. Permite estrechar lazos de amistad y conocer mejor a las personas. Pero no todos los partidos de dominó transcurren en un ámbito distendido. Mucho malestar causa que, al final de la data, uno de los jugadores se «vire» con el doble blanco. E incomoda al jugador que se le quede en la mano la ficha con la que pensó pegarse. La llamada Vieja del Doble Tres no soportó verse en una situación semejante y sufrió una trombosis cerebral ante el mismo tablero. Para inmortalizar el momento, sus deudos hicieron reproducir la partida en cuestión sobre el mármol de la losa del panteón donde la enterraron en la necrópolis habanera de Colón. Solo que allí la señora logra colocar su ficha y el doble tres sirve de jardinera a su tumba.
Se atribuye a los chinos la invención de este juego. Pero lo cierto es que en 1922 se encontró un dominó en la tumba de Tutankamón, que reinó en Egipto hacia el año 1325 antes de nuestra era, y se dice también que los primeros restos arqueológicos que con ese pasatiempo se relacionan proceden de Caldea y tienen 4 000 años de antigüedad. De cualquier manera el dominó pasó a Europa en el siglo XVIII y fue a mediados de esa centuria cuando los españoles lo introdujeron en Cuba. Llegó para quedarse como la fabada asturiana, el vino tinto, el chorizo y el caldo gallego.
No se concibe La Habana sin la Rampa, la Escalinata Universitaria, la Plaza de la Revolución ni la heladería Coppe-
lia. Tampoco se concibe sin su Malecón, el sitio más cosmopolita de la urbe. Tanta importancia se le da, que ese nombre genérico y que es sinónimo de dique, adquiere aquí categoría de nombre propio y se escribe con letra inicial mayúscula.
Son algo más de siete kilómetros de un muro que corre de este a oeste y se extiende entre dos fortalezas coloniales: el castillo de La Punta, al comienzo del Paseo del Prado, y el castillito de La Chorrera, a la vera de la desembocadura del río Almendares. Del lado de acá, la ciudad vieja y nueva, con algunos de sus mejores hoteles, monumentos y parques; del otro lado, el mar abierto, azul, sencillo, democrático, como lo definiera nuestro gran poeta Nicolás Guillén. Una transitada avenida lo bordea de extremo a extremo y cada uno de sus cuatro tramos tiene un nombre que lo identifica. Pero para cualquier habanero que se respete, la costanera, a pesar de sus tramos, no tiene más nombre que Malecón, el camino más rápido para conectarse con Miramar y la Marina Hemingway desde La Habana Vieja, y que se convierte durante los carnavales habaneros en la pista de baile más grande del mundo.
Así como no se concibe La Habana sin ese muro y su populosa vía aledaña, no se concibe el Malecón sin sus enamorados y sus pescadores. Desde que hace más de cien años comenzó a construirse esa obra que embelleció la ciudad, los habaneros lo hicieron lugar de preferencia para el paseo. Y parejas de enamorados, acunadas por la brisa marina, acudieron en busca de intimidad: una intimidad que consiguen inexplicablemente aunque casi a su lado se hallen sentadas otras parejas con idéntico propósito.
Eso ocurre sobre todo en las noches. De día, el Malecón es de los pescadores. No se sabe cuándo empezaron a aparecer. Tal vez hayan estado siempre. Los de aquí son, como todos los pescadores del mundo, gente callada, de paciencia infinita, de una constancia y un optimismo dignos de mejor causa y exagerados a más no poder cuando aluden a su ocupación. Aunque las aguas de la zona no están exentas de contaminación, se mantienen habitables para numerosas especies gracias al movimiento incesante de las corrientes: mar afuera, la famosa corriente del Golfo, y, pegada a la tierra, la contracorriente costera, que los marineros españoles llamaron en el pasado la revesa de La Habana, por lo difícil que hacía que grandes buques entraran al puerto. Llegan con sus avíos, los despliegan y ¡a pescar! Aunque a veces nada pesquen o cobren solo una pobre captura tras muchas horas de faena bajo un sol de justicia que hace caer barretas encendidas sobre sus cabezas.
No importa. Nada los desanima. Son toda una estirpe. Tienen linaje y nobleza. Son los pescadores del Malecón, y volverán al día siguiente para más de lo mismo. Lo curioso es que a la mayoría de ellos no los alienta el interés material. Solo el gusto por hacer lo que hacen para después comentar con otros pescadores que consiguieron atrapar el peje más grande del mundo, que solo existió en su imaginación y en su deseo.