Lecturas
Vivió en Cuba durante la Guerra de Independencia (1895-98) y dio rienda suelta a su integrismo extremo. Fue aquí secretaria de la Cruz Roja y como reportera visitó el teatro de operaciones en la zona de Júcaro a Morón para escribir, en colaboración con otros periodistas, El álbum de la Trocha, que apareció en 1897 dedicado a Valeriano Weyler. No fue remisa a ensalzar en sus artículos a ese sanguinario militar y combatió con dureza a los patriotas cubanos. La derrota española en Cuba la sufrió como un desastre personal. Salió entonces de La Habana y nunca le avergonzó recordar que «llorando casi sin solución de continuidad» había hecho todo el viaje de regreso a España.
Pero la periodista, narradora y dramaturga Eva Canel vuelve a Cuba en 1914, invitada por amigos españoles. Quiere escribir sobre la antigua colonia y con ese fin recorre el país. Un propósito la obsesiona. Anhela visitar la tumba de José Martí. Pregunta en La Habana dónde fue inhumado y no saben contestarle; tampoco en Matanzas. En Camagüey, acaso, le dice alguien. Pero ya en Santiago de Cuba, en el cementerio de Santa Ifigenia, después de rezar, en nombre de las madres españolas, por los soldados muertos en El Caney y en San Juan, vuelve con su pregunta insistente.
—Allí está Martí —responde el guardián de la necrópolis y ella se acerca a la tumba que le indican. Llora y reza el padrenuestro.
Una fugaz, pero estrecha amistad unió en Nueva York, en 1891, al Apóstol de la Independencia de Cuba y a la que devendría vocera imbatible de la causa española. Martí la ayudó con su inglés y abrió a la periodista puertas en la gran ciudad. La consoló porque dejaba ella a su hijo, de quien se separaba por primera vez, interno en un colegio, y él comprendía ese dolor, porque vivía separado del suyo. Un día, en que saldrían juntos, le escribió para comunicarle el lugar donde la aguardaría del otro lado del río y deslizó en la breve esquela este miramiento irresistible: «Diré a las flores del camino que se pongan de gala para recibirla...».
Cuando se despidieron al fin, Martí acudió a la cita con una preciosa caja de bombones.
—No me escriba. Yo no le escribiré tampoco.
—¿Cómo, Martí? ¿Por qué?
—Porque no escribo a quienes bien quiero. Podría comprometerles. Tampoco escribo a mi madre: la equiparo a usted con ella.
Escribiría Eva Canel: «Entonces no comprendí todo el generoso alcance de aquella solución: lo comprendí más tarde. Yo volvía para Cuba; él preparaba la revolución con aquella paciencia de benedictino que perduraba en su voluntad por encima de todos los sinsabores y de todos los desengaños».
Lo que vi en CubaEntonces la asturiana Eva Canel era una mujer de 34 años de edad, cuatro más joven que Martí, y viuda desde los 27. Se llamaba realmente Agar Eva Infanzón Canel y con 15 años había contraído matrimonio, en Madrid, con el escritor Eloy Perillán Buxó. Sus ideas políticas valieron a Perillán una condena de destierro y, en Bolivia primero y luego en Perú y Argentina, se sumerge el matrimonio en una intensa vida periodística. Perillán es republicano; Eva también lo es, en apariencia. Evoluciona hacia el conservadurismo hasta que, tras la muerte del esposo, se inclina definitivamente hacia una derecha nacionalista y monárquica.
En 1891 está en La Habana. Colabora en el Diario de la Marina y otras publicaciones, y está dispuesta a labrarse un camino dentro de la narrativa y la dramaturgia. Salta a Estados Unidos con la intención de ocuparse de varias corresponsalías en la Exposición Universal de Chicago y a su regreso se le acusa de publicar bajo su nombre novelas que Perillán había dejado inéditas. Funda una revista, La Cotorra, de la que dice que como «no sabe tirar el sable... no se bate más que a picotazos». La publicación desaparece en 1893, el mismo año en que la escritora estrena su obra de teatro La mulata, pieza que, al igual que El indiano, que da a conocer al año siguiente, le vale aplausos y una sólida reputación.
Estalla la Guerra de Independencia. Su reportaje en la trocha de Júcaro a Morón es una exaltación de la valentía y sentido del deber del soldado español destacado en esa línea fortificada. La invasión del occidente de la Isla por parte del Ejército Libertador generó duras críticas a la eficacia de la trocha, construida precisamente para detener el empuje mambí, y puso en crisis al alto mando militar español en Cuba. En consecuencia, el capitán general Martínez Campos fue sustituido por Weyler que, dispuesto a acabar con la insurrección y también con la población civil, dictó el Bando de la Reconcentración, que obligó a los campesinos a concentrarse y morir de hambre y enfermedad en las ciudades a fin de privar a los mambises de toda ayuda. La Canel intentará demostrar en su reportaje que la trocha era casi el paraíso y que las tropas, aunque diezmadas, estaban felices de poder servir a España. En 1898 dirige el periódico El Correo, visceralmente anticubano, y colabora en diarios del sector autonomista.
Dice el investigador Jorge Domingo que la escritora se vio involucrada en la explosión del acorazado norteamericano Maine en el puerto de La Habana, pero que no pudieron concretarse cargos contra ella. De todas formas, a esa altura, sus días en Cuba estaban contados.
Luego de una estancia en España, vuelve la Canel a América y se establece en Buenos Aires, donde es propietaria de una imprenta y funda revistas como Kosmos (1904) y Vida Española (1907). Colabora en importantes publicaciones del continente e imparte conferencias, sin descuidar sus aristas como novelista y dramaturga.
Otra vez en Cuba, emprende un largo viaje por la Isla. Sale de La Habana en un barco de cabotaje que la lleva a Santiago de Cuba, con breves paradas en algunos puertos de la costa norte. Desde Santiago prosigue su periplo en tren hasta Guantánamo, y desde allí retrocede, siempre en tren, hacia occidente hasta regresar a La Habana. Había visitado ya Pinar del Río.
El resultado de tan largo recorrido lo plasma en su libro Lo que vi en Cuba, un volumen de más de 400 páginas publicado originalmente en La Habana, en 1916, y que ahora volvió a aparecer con el sello de la Editorial Oriente, en una edición que recoge solamente aquellos capítulos de la obra dedicados a la zona oriental del país, unas 150 páginas a lo sumo, y que se enriquece con la introducción y las notas de José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez.
Combatió duramente la Canel a los cubanos durante la Guerra de Independencia, pero en 1914 no se siente nada mal entre nosotros. No hay aquí resquemores ni resentimientos contra el español, pese a la guerra y a las salvajadas de los voluntarios, y como norma no se advierte una reacción de rechazo contra los miles de peninsulares que se establecen en Cuba después de la independencia. No hay en sus páginas lamentos por la colonia perdida, pese a que esta no es una isla más en el Caribe, sino su Isla. Sí una dura crítica a la hegemonía norteamericana en la economía de la nación. Martí, en sus encuentros en Nueva York, se lo anticipó. Así lo dice Eva Canel en Lo que vi en Cuba, donde incluye la crónica sobre Martí que, a pedido de su director, dio a conocer en el periódico El Cubano Libre, de Santiago.
América para la humanidadAunque conversaron mucho sobre España —letras, hombres, hechos— Martí, dice Eva Canel, no le habló jamás acerca de la política española ni tampoco sobre la política de España en Cuba y Puerto Rico. «Rehuía la conversación política él, y yo, en aquel tiempo, no estaba facultada por la experiencia para abordarla ni rozarla siquiera». Su principal y cariñoso objeto era hacerle conocer a la española lo bueno y lo malo de Estados Unidos.
Lo bueno, aprovechémoslo, le dijo un día; lo malo no permitamos que nos lo impongan. Y a reglón seguido, precisó: «Si de ellos dependiese la vida independiente de mi patria, no la querría, porque estoy convencido de que no sería tal independencia ni tal vida». Inmediatamente volvió sobre sí para preguntar a su interlocutora con gesto alegre y tono insinuante:
—¿Conoce usted el cuento del fraile y el clavo?
Como la Canel lo conocía, Martí comentó: Pues el fraile serían estos señores para Cuba, y el clavo, la protección directa que nos prestasen. Y recordaba ella el clavo al que aludía Martí al visitar las bahías de la costa norte de la Isla, «en donde el clavo del fraile es la United, clavado también en Centro América y en Santa Marta (Colombia), y en Bocas del Toro (Panamá) y en todos los países en que se cosechan plátanos, piñas, café, cacao y la planta sacarina». Por eso considera que es importantísimo el legado intelectual de Martí para la perpetuación de la raza y el carácter hispánicos y la lengua española.
Hace una aclaración sustancial. La frase de «América para la Humanidad», dicha gallardamente por Sáenz Peña, delegado argentino en la I Conferencia Panamericana, en contraposición a la de «América para los americanos», de Monroe, no es suya, sino de Martí. «Yo se la oí al Apóstol (y nunca mejor nombre pudieron aplicarle) mucho tiempo antes de la Conferencia». Martí era el cónsul de Argentina en Nueva York. Sáenz Peña, todavía joven, todavía romántico, era un hispanófilo decidido. Este carácter, que conservó hasta que ocupó la Presidencia de su país, resultaba más apropiado para que se entendiese con Martí. Y Martí lo sugestionó y le inculcó su dialéctica, documentándolo acerca de lo que mister Blaine pretendía con aquella conferencia. Por eso Sáenz Peña puso piedras en el camino que el secretario de Estado norteamericano pensó recorrer sin tropiezos.
¿Cómo era Martí en el remanso de la amistad? A ello alude también Eva Canel en su crónica. Puntualiza: «Nada supe del carácter de Martí, ni de su condición, ni de su talento, ni de su alma, porque él me lo haya revelado con palabras; todo lo aprendí observándole en sus elocuentísimos silencios: ¡Los silencios de Pepe Martí!
«¿Sufría? ¿Gozaba? ¿Dudaba? ¿Creía? Cabía todo amalgamado en su cerebro, pero no definía nada en expresión absoluta: tenía el don poderoso de hacer que lo juzgasen sin poner tampoco nada de su parte, al parecer, por conseguirlo. Se le analizaba porque surgía el análisis; se le quería entonces porque se le admiraba, y entre el cariño y la admiración, nacía la sorpresa de verse frente a un místico reconcentrado en sí mismo: no un San Juan de la Cruz extraviado de otros tiempos, de otras civilizaciones, y encontrado en la edad presente por trashumancia milagrosa a través de los siglos. Era un Pablo ermitaño en su envoltura carnal, que vivía sobre el Tabor de ansias infinitas, ansias de un ideal que ni con la independencia de su patria habría podido saciarse».
Jamás se fue de Cuba Eva Canel tras la publicación de aquel libro y de aquella crónica. Murió en La Habana, en 1932.