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«Ese sonido que usted escucha es la fábrica social que se está quebrando»; así titulaba Salon.com un artículo sobre el verdadero desempleo en Estados Unidos, índice que sobrepasa con creces el 9,8 por ciento reconocido oficialmente y que no incluye a los 875 000 norteamericanos que han dejado hace mucho de buscar trabajo y son considerados «marginales», aun cuando a no pocos de ellos les gustaría encontrar una ocupación.
Si a estos se les suman los de empleo parcial, y los 3,4 millones que ahora mismo llevan un año sin hurgar en el mercado laboral porque ya se han cansado en el penoso y frustrante camino de encontrar empleo, el resultado da que uno de cada cinco estadounidenses no encuentra donde emplearse a tiempo completo, por tanto, el 18,8 por ciento carga con un problema no solo de sobrevivencia material, sino con un gravamen psicológico y social.
Las chocantes cifras pesan mucho más cuando la administración considera que está superada la crisis económica global que las puso en estado de alerta y les llevó a entregar multimillonarias cifras de salvataje a los bancos y grandes consorcios casi al borde de la quiebra, y que se navega de nuevo en mar calmada y con viento de popa.
Por supuesto, esta es una visión más que miope, diría que hasta con avanzada catarata en ambos ojos, y si, como dice el artículo firmado por Michael Lind, no se ven las filas ante comedores de caridad en busca de un plato de sopa, ni a personas montadas a escondidas en un tren que los lleva de pueblo en pueblo en busca de trabajo, como ocurrió en la Gran Depresión que siguió a la Primera Guerra Mundial, se debe entonces a que se adoptó un sistema de seguro frente al desempleo, y por el estímulo que Obama y el Congreso acordaron a comienzos de este año.
El problema existe, pero está invisibilizado para esconder el deterioro de una economía y un sistema que vuelve las espaldas a un ser humano cada vez más desesperado por el desempleo prolongado, el sentimiento de inutilidad, y su condición de ciudadano irrelevante. Mientras tanto, la clase política se regodea en debates sin fin sobre tal o más cual reforma estructural que ninguna de las partes se decide o quiere hacer, pero les otorgan fianza a los barones de Wall Street, garantizando la «fortaleza» de un mundo mal repartido, que algún día les cobrará las cuentas en medio del ensordecedor ruido de un derrumbe total.