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En la foto apenas asoma Chip Frederick, quien se corta las uñas junto al iraquí sometido a tortura. Desde abril de 2004, cuando estalló el escándalo de Abu Ghraib, porque el mundo pudo ver fotos del brutal trato a los prisioneros iraquíes en esa cárcel estadounidense en el país ocupado, 12 militares (hombres y mujeres) fueron procesados y convictos por delitos relacionados con el abuso, aunque en ningún caso se utilizó la palabra exacta y definitoria: tortura.
Las penas, por tanto, fueron casi irrisorias en la mayoría de los casos, y ahora resulta que el uniformado de más alto cargo hasta ahora condenado ya puede pasear las calles, al ser puesto en libertad bajo palabra. ¿Cuál palabra? Solo se me ocurre una: impunidad.
El sargento mayor de la reserva Ivan L. «Chip» Frederick, que ahora antepone el ex a ese cargo, se convirtió en reo por ocho años cuando fue sentenciado, entre otras cosas, por parar sobre pequeñas cajas a detenidos encapuchados y por tanto incapaces de ver, ponerles cables eléctricos en las manos y decirles que podían electrocutarse si se caían de la caja, o desnudarlos y obligarlos a un exhibicionismo sexual impropio y degradante que era fotografiado por otros guardias de la prisión, organizar las aberradas filas de detenidos en cueros para castigarlos porque supuestamente habían participado en disturbios, o pegarles con tal fuerza que necesitaban luego atención médica.
Ninguna de esas felonías, a los ojos de la llamada justicia en EE.UU., merece más castigo que los tres años que ha pasado en la prisión militar de Fort Leavenwoth, en Kansas, desde que en octubre de 2004 lo juzgó una corte marcial en Bagdad. Ya «va de regreso a casa», en Buckingham, Virginia, dijo su abogado Gary Myers.
La imagen de muchacho bueno que Myers acaba de dar del liberado, raya en lo grotesco: «Chip Frederick nunca fue una ‘manzana podrida’ como el ejército trató de retratarlo. Frederick reconoció que había hecho mal, y como el hombre decente que es, se declaró culpable de algunos de los cargos contra él».
Quitarle responsabilidad criminal al policía militar de la compañía 372 es una burla más contra quienes sufrieron las torturas, pero no deja de tener razón el abogado, pues los pejes mayores de la infamia ni siquiera han rendido cuenta de sus ordenanzas.
Myers citó a otro ex, el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld, quien junto a más de un alto funcionario de la administración de George W. Bush —gente con oficinas en la Casa Blanca— crearon un ambiente favorable a la violación de las Convenciones de Ginebra, esas que supuestamente protegen a los prisioneros de guerra y a los detenidos en general cuando prohíben terminantemente el uso de la tortura, los maltratos, los abusos y las humillaciones.
En nombre de la seguridad nacional e invocando el patrioterismo, los bushistas propiciaron conductas abominables, y el sargento Frederick fue uno de sus ejecutores.
Abu Ghraib apenas fue la punta de un iceberg que todavía esconde mucho de las cuentas de brutalidad empleadas en esta guerra de Bush: hombres sacados a rastras de sus hogares, ejecutados y presentados como si fueran insurgentes; prisioneros asesinados por sus captores; marines o soldados derribando puertas casa por casa, violando y asesinando, disparos indiscriminados en puestos de control o en requisas en los barrios donde hombres, mujeres y niños han perdido por igual la vida.
Al oprobioso nombre de Abu Ghraib, las tropas estadounidenses han ido añadiendo Haditha, Hamdania, Salahuddin, y muchos más..., como exponentes de sus crímenes de guerra. Nuremberg podría y debiera abrir sus puertas para juzgar a Bush y los suyos y desterrar la palabra impunidad.