A ese supraestamento que es el Estado los ciudadanos siempre lo están midiendo —y no es para ropa—, desde que aquel absolutista Luis XIV en la Francia dieciochesca, proclamara que «El Estado soy yo», a contrapelo de la racionalidad y el pragmatismo participativo que traía la naciente y entonces revolucionaria burguesía.
El descendiente y pusilánime Luis XVI fue el detonante en 1789 de la caída del viejo Estado monárquico feudal que hiperbolizara Luis XIV. Y en la Rusia vulnerable y atávica de inicios del siglo XX, el Estado burgués encontró su sepulturero a manos de los proletarios, los raídos que comenzaron a tomar las riendas de la Historia por primera vez.
De lo que sucedió después, por erróneas aplicaciones del socialismo en la URSS y el resto de Europa del Este, se deduce que el Estado revolucionario no puede descansar en el comodín de que la estatización supone tácitamente la victoria y la eficiencia de la propiedad social por sobre la hegemonía del mercado.
Aun cuando haya copiado algunos diseños de la experiencia europea malograda, el Estado socialista cubano no fue un producto de injertos foráneos como en ciertos terrenos aledaños al Danubio, sino el desenlace de la propia praxis autógena. Llegamos al socialismo por nosotros mismos. El Estado que emergió por sobre las ruinas de la institucionalidad burguesa, ha sido el garante del propio proceso revolucionario, de la justicia social que ha permitido ordenar este país y brindarles a los ciudadanos, en especial a tantos preteridos de ayer, las posibilidades de emerger de tantos olvidos y desesperanzas. Un Estado que nos ha traído hasta aquí, en un mundo en que la institucionalidad burguesa ha perdido las riendas y la gobernabilidad.
Por eso, hoy el Estado socialista cubano está abocado a revisar el diseño socioeconómico del país, para despejar todo lo que le reste gobernabilidad y sustentación en la vida cotidiana. Es sintomático que muchos cubanos sigan apelando a este Estado benefactor y hasta paternalista, que tanto les ha protegido y amortiguado; y por otra parte, en materia de deberes, disciplina pública y sentido de pertenencia cotidianos, perciban a ese mismo Estado como una entelequia ajena y supraterrenal. Una especie de yo no soy.
Nunca como hoy Cuba requiere fortalecer el papel del Estado y la institucionalidad socialistas, tan corroídos por fenómenos perniciosos que se han incubado en la práctica socioeconómica y que merecen una mirada profunda e inteligente, para neutralizarlos no por decretos sino buscando la raíz de esas desviaciones y descontroles, para enfrentarlos con sus verdaderos antídotos.
El Estado socialista, tan generoso, no puede seguir cargando la culpa de todo como el totí. Requiere desembarazarse de muchas cargas incontrolables y descentralizar, regular mediante políticas fiscales y voluntades equilibradoras ciertos espacios socioeconómicos que pueden ser asumidos por la iniciativa individual y cooperativa.
Todo ello está muy imbricado con la impostergable urgencia de promover mucho más la participación descentralizada de los ciudadanos en los basamentos socioeconómicos del proyecto socialista. Se requiere hoy fomentar un socialismo renovado, que se cimente en el protagonismo popular, en un equilibrio mesurado entre el centralismo verticalista y la horizontalidad participativa y propositiva. Un socialismo que fomente en cada ciudadano la convicción de que «El Estado soy yo».