No busco a Guevara en el ropaje frío de un discurso, ni en libros de Historia, ni en los sellos. Quiero al Guerrillero que, encerrado en su catedral de asma, se escapaba de la Sierra, bajo la llovizna, para volar a lo posible de lo eterno.
No es un Che de papel el que hoy venero, ni de mármol, hierro o bronce. Tampoco el que han querido sepultar sus enemigos, temerosos, bajo el óxido del descrédito.
Creo en el Ernesto que es el aire, ese que se respira y no se deja atrapar; que sostiene al colibrí con igual ímpetu que a un cazabombardero; que es brisa suave o torbellino, abanico de palmas o huracanes; que no se le ve, pero se lleva dentro, cuando mueve cada hoja de esta leve rama que somos del Árbol nuestro.
Creo en ese que es arroyo de montaña: transparente, indetenible, fresco. Ese que mueve su campamento de Norte a Sur y de Este a Oeste, con un nuevo ejército de jóvenes, aún más rebeldes, que planea una estrategia desde todas las latitudes.
Por eso, perdóname, perdónanos Guevara, las veces que hemos convocado tu nombre falsamente, que hemos ido al trabajo con desgano, que hemos permitido que la consigna sea esa voz hueca y forzada que no abre caminos; o hayamos pretendido retener tu espíritu en el trasluz de una fotografía o un documento.
Hoy, Che, mueve la Patria sus pies ligeros:
Conga que abraza «tu son entero».
Cinco son las puntas de la Estrella Solitaria
Y cinco los nuevos guerrilleros.
Tu pueblo es el mismo, aquí está,
Tratando de inventar una vez más tu loco sueño,
Ese de convertir la utopía en aguaceros...
¡Cuántas novias aún te esperan,
Cuántos, los brazos abiertos!