Nelson Rodríguez, acompañado por sus dos premios Coral. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 05:15 pm
Increíblemente, resultó muy traumático el primer encuentro con el cine del cual tuvo conciencia en su Cienfuegos natal. Sentado en medio de una sala tan oscura como un túnel sin fin, el niñito de cuatro o cinco años que entonces era, se quedó petrificado cuando creyó que sería aplastado por aquellas patas animadas de elefantes asustados que se le venían encima, en estampida y sin piedad. «Me impresionó de tal modo que me hizo llorar. Sin embargo, la única secuela que me dejó esa inolvidable experiencia, dice, fue que he odiado por siempre las películas de muñequitos». Pero solo eso, porque el séptimo arte lo hechizó de tal manera que con el paso del tiempo llegó a convertirse en uno de nuestros más aclamados y respetados cineastas.
No mucho después, ya se bebía las películas con una sed inagotable. Y era «tan formalito y seriecito», que sin cumplir todavía una década de vida, le daban permiso para que fuera solo, en las tardes, a las salas cinematográficas de la ciudad. Incluso, luego de la ocasión en que, casi acabada la familia de radicarse en Centro Habana, lo dejaron ir a una matiné de los domingos y se quedó a ver las tandas siguientes. «No olvidaré que estaba muy entretenido cuando escuché que me llamaban por el altoparlante: “El niño Nelson Rodríguez..., que su padre lo está esperando”... El castigo mayor no fue que me halaran por una oreja, sino que me prohibieran ir al cine durante una semana».
Así recuerda su infancia el notable editor, Premio Nacional de Cine, y al adolescente que «estudiando en el Instituto de la Víbora, decidía con frecuencia regresar caminando hasta la casa para ahorrarme ese dinerito de la guagua y la merienda, y reservarlo para las tandas. En fin, que me pasaba todo el tiempo en el cine, y creo que ahí está la clave que me dio ese sentido de saber cuál debe ser el ritmo del montaje en una película, pues cuando llegué al ICAIC, en 1960, realmente estudiaba Ciencias Comerciales».
Con una historia personal y una carrera envidiables que podrían dar argumento a esos filmes que siempre atrapan, Nelson Rodríguez, sin embargo, accedió a conversar con los lectores de JR para acercarnos más a ese otro genio nombrado Humberto Solás, quien un día como hoy hubiera cumplido 70 años de iluminada existencia.
Asegura Nelson que haber formado parte, antes del triunfo de la Revolución, del Cine club Visión, le facilitó el camino para entrar en el ICAIC. Cuenta que tras su primera entrevista con Santiago Álvarez, comenzó como asistente de producción, hasta que un día, por alguna razón que no recuerda, se detuvo en el cuarto piso, donde conoció a Mario González, su maestro.
«Llegué y sentí un ruido: tatatatatá, que salía de una puerta entreabierta. Me asomé y me percaté de que Mario miraba unos rollitos de película y los colgaba. Entonces me observó. ¿No le molesta que esté aquí? Es que esto me ha interesado muchísimo. No, me contestó, puedes quedarte si quieres. Vi que él cogía un rollito de aquellos, marcaba primero un lugar y luego otro. Hizo eso como con diez pedazos que después cortó donde había señalado y fue pegando en un orden. “¿Quieres ver lo que estaba haciendo?”, me preguntó. “Porque supongo que no hayas entendido nada”. Lo que me mostró era una secuencia de Las doce sillas. Quedé fascinado.
«Al otro día fui hasta donde estaba el jefe de producción y le dije: “No quiero trabajar más en esta cosa”. “Mira, que te vamos a aumentar el salario”, trató de enamorarme. No me interesa, yo quiero trasladarme al Departamento de Edición, quiero ser editor. Se puso bravísimo. “Si la que barre quiere también ser directora de cine, ¡que se vaya!..., me dijo. ¡¿Te vas!? Bueno, está bien, vete!”».
Pero... ¿cómo se unen profesionalmente Nelson Rodríguez y Humberto Solás, hasta llegar a crear esa combinación perfecta? «Mis primeros pininos como editor los realicé con un grupito de tres asistentes de dirección: Humberto, Oscar Valdés y Héctor Veitía. Santiago, con esa idea de ir formando a gentes sin experiencia, les daba 400 pies de película de 35 mm para que filmaran notas para el Noticiero ICAIC Latinoamericano.
«Humberto hizo una, por ejemplo, de cómo funcionaba la Biblioteca Nacional, algo un poco documental, pues se trataba de una noticia, pero ya se notaba la influencia del tipo de encuadre que utilizaba Antonioni: el plano abierto y colocar la figura en un primer plano en un extremo, mientras lo otro, con un fondo, estaba como un poco vacío... Luego rodó otro sobre ese edificio que está en la esquina de la Avenida de los Presidentes y 25, y que es una residencia para estudiantes de Medicina. Eso yo lo editaba descaradamente y luego se lo enseñaba a Mario, quien me corregía. Por ahí empezó la historia».
—Sin embargo, como asistente solo estuvo tres meses...
—Efectivamente, se convocó una reunión donde se planteó la necesidad de que se hiciera un trabajo nocturno. Ningún editor levantó la mano, pero yo sí. «Estoy dispuesto a hacerlo, si usted, Mario, me ayuda». Y como él sabía que a mí me encantaba todo aquello, accedió. Se trataba de revisar todos los archivos para buscar material para un documental sobre la Campaña de Alfabetización, que realizaría Manuel Octavio Gómez. Así me quedé después de editor de Historia de una batalla, que ganó el primer premio en su categoría en el Festival Internacional de Moscú, de modo que empecé entrando por la puerta ancha. El segundo trabajo, otro documental, se nombraba Primer carnaval socialista, que mandaron a un festival en Italia, y conquistó también el primer premio.
«O sea, que cuando llegó la Crisis de Octubre ya yo había hecho varios documentales. Sucedió que uno de los tres editores de largometrajes se fue del país y me dieron la plaza a mí. Por tanto, en 1963 estaba editando largometrajes. Me dieron la oportunidad y la aproveché».
—¿Qué recuerda de las primeras cosas que hizo Humberto?
—Es muy curioso, porque Humberto, quien había participado en la insurrección, en el movimiento de acción y sabotaje del 26 de Julio, en las cosas del cine estaba como en otra galaxia. Así se involucró en proyectos como Minerva traduce el mar, El retrato..., que son cortos de ficción. Eran historias que parecía que se desarrollaban en el Paraíso y no en Cuba, pues estaban muy ajenas a la realidad del país. Tal vez porque necesitaba borrar esa vivencia tan dura, porque él se la jugó en aquella etapa en que mataban a cualquiera y te tiraban en la esquina... Pienso yo que fue así. Y a él le dio por el arte. Un año o dos después —creo que a mediados del 64— por una cosa muy loca que pasó aquí, un amigo nos dijo que por 500 pesos cubanos unos barcos mercantes alemanes te llevaban hasta un puerto ubicado en el norte de Alemania, y luego en tren te podías trasladar hasta Berlín, donde podías hacer lo que quisieras.
«Humberto se embarcó en ese viaje que le permitió conocer Italia, donde la pasó maravilloso, pero también se las vio negras. Su regreso solo fue posible por la ayuda inestimable de Julio García Espinosa. Esa experiencia tan fuerte, con 22 o 23 años, lo preparó para enfrentarse de una manera diferente a la Cuba de entonces y para poder filmar luego el mediometraje Manuela y todo lo que vino después».
—¿De qué manera ustedes se convierten en un binomio inseparable?
—Nosotros nos hicimos muy amigos desde que empecé a trabajar en el ICAIC. Antes de ser asistente de producción, en el mismo año 60 estuve en lo que fue el inicio de los Archivos Cinematográficos. Eso se hallaba en el tercer piso, donde se encontraba la revista Cine cubano, donde Humberto se desempeñaba como mecanógrafo. Nos conocimos y comenzamos a hablar de cine, también con Oscar, con Héctor. Estábamos todos muy conectados. De hecho fui el editor de lo primero que realizó en el ICAIC, Casablanca, un corto filmado en ese pueblo, que luego se perdió.
«Después del regreso de Europa, Humberto decidió viajar por toda Cuba. Y de Oriente vino con la idea de Manuela. Yo lo ayudé con el guion, porque el montaje te da una idea muy clara de la relación de una secuencia con la otra y la otra; te da una coherencia. Así inició la colaboración que después terminaba con la edición.
«Lo otro que comenzó a pasar, a partir de Manuela, es que a él no le hacía ninguna gracia estar metido durante horas en el estudio de sonido doblando las películas. Porque eso se podía eternizar. Entonces me dijo: “Ay, Nelson, tú sabes lo que quiero”, y me dejó con Adolfo Llauradó y con Adela Legrá... Como quedó de lo más bien, nunca más se empató con el estudio (sonríe).
«Con esto te estoy diciendo que casi el 80, 90 por ciento de las cosas las doblaba yo. Con Lucía fue la misma historia... Y qué te voy a contar de Cecilia. Porque no se trataba solo de la película sino también del serial de seis horas; o Un hombre de éxito, donde Rubens de Falco no hablaba el español...».
—Se dice que la edición de Cecilia te resultó un poco «difícil»...
—(Sonríe). Que conste que no quiero hablar mal de Humberto, sino que la historia de la edición de Cecilia refleja cómo era su carácter. Como sabes, el principio fue la serie, a la cual había que empezarle a quitar para llegar al largometraje. La versión inicial de la película que se estrenó aquí y formó todo aquel lío, duraba cuatro horas. De ahí salió la de Cannes, que tenía un metraje de dos horas 40 minutos; la misma que hubo que reducir a dos horas.
«En la primera de las cuatro versiones no hubo problemas, pues Humberto estaba muy claro de lo que había que eliminar. La de Cannes era un poco más complicada, pues había una serie de secuencias que él no quería desechar. No obstante, logramos el tiempo exigido. Esa es la que a mí me hubiera gustado que quedara, pero no sucedió, pues la que se convirtió en versión internacional fue la de dos horas. De esa, hermano, no quiso saber nada. “Si tú me quitas la secuencia del reloj ginebrino, no vuelvo más. No me digas nada de ese picotillo que estás haciendo”. Era una secuencia extraordinariamente bien hecha, magistral, pero que duraba ¡13 minutos! Bueno, no quiso ni revisar la película.
«Estrada, dos años después, lo invitaron al estreno de Cecilia en Vietnam, ¿y sabes lo que me dijo cuando regresó? Que yo tenía razón, que esa era la mejor versión. Que era perfecta. ¡Dos años después...! (vuelve a sonreír). Nada, nuestras discusiones eran normales, como siempre ocurre entre dos personas que trabajan juntas, pero nunca la sangre llegó al río».