Momento del rodaje en estudio de Oh, La Habana Fotos: Calixto N. LLanes
El otro día me sorprendió un comentario que escuché de pasada: «A Oh, La Habana le está ocurriendo lo peor que le puede suceder a una telenovela: nadie habla de ella». Es posible que Charlie Medina (Blanco y negro no, El otro, El ojo de la noche) esté pagando el precio de la discreción, pero entre los valores de la actual telenovela yo situaría la sobriedad.
Quizá no arme escándalos, tal vez no se hable de ella a toda hora (por el momento), pero la austeridad con que Medina ha marcado, desde la dirección, el tono y la estética de su trabajo, representa para mí un paso inteligente, que se aparta del patetismo, el melodrama exagerado y los énfasis pasionales que tras la disculpa de «las emociones fuertes», suelen declinar en tierras del mal gusto y del acento gratuito. La mesura, la temperancia, la dosis, en un género tan desbordado como este, no son precisamente defectos.
Sin embargo, hasta hoy se tiene la impresión de que la telenovela presenta una calidad promedio, que si bien supera los escollos del género en entregas recientes, no acaba de revelar el indiscutible talento de su director al conducir audiovisuales. ¿Qué ocurre entonces?
El director de la telenovela, Charlie Medina. En los primeros meses de su grabación, se veía a Charlie muy orgulloso del guión que dirigía. Hoy vemos que en efecto no era un mal guión, pero había que trabajarlo y limpiarlo mucho más. La escritura de Oh, La Habana posee una innegable habilidad para el manejo simultáneo de historias, arterias y afluentes dramáticos, introduce bastante bien los personajes y sus principales atributos, anticipa de modo gradual el conflicto (o lo que entiende por tal), etc. Entre todas las situaciones, hay un intento de captar la vida espiritual del cubano, su mundo de emociones y de vivencias cruzadas, con matices críticos, con intensidad reveladora, aunque sin excesos. Y el enunciado parece ser: solo el mundo de los valores puede salvarnos de la impudicia y la deformación eventuales.
Esa nobleza comienza a resentirse con la inclinación de los personajes hacia los arquetipos y los estereotipos. En sus diseños se descubre como un excedente de «representatividad» y de propensión a la tipología social. Prácticamente cada personaje «representa» un sector o estrato social, y si este criterio de estructura tributa a una de las bases de cierto realismo, aquí parece más un tablero racional de opciones sociales que una trama propia de la ficción.
El tratamiento dramático de las situaciones padece muchas veces un esquematismo que empalidece el valor general. Por ejemplo, aunque entre ellos irá progresando el acercamiento y la afinidad cultural, la díada polarizada entre el roquero y el vigilia de la gran música cubana reproduce un esquema binario típico de los años 70. La complejidad del problema hoy es otra: muchos roqueros, si bien nada tienen en común con la timba o el reguetón, son conocedores y en muchos casos admiradores de la gran música cubana. Y, de otro lado, los devotos de la mejor historia de nuestra música comprenden perfectamente los valores del rock. La presentación dicotómica de estos fervores, al menos hasta cierto punto del desarrollo argumental, es un recurso viejo.
Por otra parte, encontramos demasiada redundancia en la expresión del «conflicto» existencial de Mercedes. Entrecomillo la palabra porque, en realidad, ¿cuál es el conflicto del personaje? Todo el tiempo se insiste en lo mismo: el hastío que siente Mercedes hacia su marido romo, rutinario, burdo. El diseño de Edgardo no puede ser más pobre: él siempre duerme porque ha comido mucho... (caricatura de la que intenta huir la actuación de Omar Alí). Los matices, que pudieran alimentar la duda de Mercedes, están «por fuera» de ella: son su hijo y su suegra, quienes tratan de hacerle ver que «la calle está tan mala...», «él crió a tu hijo», etc. Pero para Mercedes todo resulta claro: nada de eso compensa el abatimiento y la abulia de su vida; no hay derecho. ¿Dónde está el conflicto entonces? ¿Por qué Mercedes no procede? Solo habría una explicación: para alargar hasta la saturación sin sentido un problema que no es un problema, a fuerza de monocorde, claro, evidente. En este caso, la responsabilidad no está solo en el guión: también el criterio de puesta en escena permite que la actriz insista una y otra vez en los mismos gestos que denuncian cansancio, hartazgo, insatisfacción.
Algunos diálogos alcanzan a emular la gracia y la cotidianidad de la vida diaria del cubano, pero otros son verdaderamente insufribles. Eso de que nuestro deporte no ha vestido nunca el tatuaje, una verdad como un templo que merecía ser mucho mejor dicha (además de que nunca un pequeño tatuaje fue tan complicado y combatido); o aquello de «Yo soy el eco de mi marido»; o eso otro de que el barrio es la molécula de la nación, denota una voluntad por construir frases ingeniosas que, la verdad, merecía limpiarse en la fase de revisión dramatúrgica.
Otro ejemplo: todos esos fárragos del locutor ante el micrófono, en planos fijos, ni siquiera con la coartada de la parodia se hacen resistibles. La defensa de nuestra identidad no debió asociarse a semejante número de lugares comunes, engolamientos, digresiones culturales que no vienen al caso. Falta organicidad a la forma en que ese discurso trata de entrar a la historia. Por lo demás, resulta doblemente falso en la interpretación de Mario Limonta. De que Limonta es un buen actor no existe la menor duda luego de Barrio Cuba, o mucho antes, pero creo que se trata de un error de casting: no era Limonta el actor indicado para este engorroso personaje, que más que inspirado, llega a ser muchas veces patético.
En las actuaciones, se manifiesta la voluntad del director por experimentar con los más jóvenes o incluso con personalidades invitadas: no actores que entran a la representación como quienes aceptan tácitamente un homenaje. Eso está bien. No obstante, a la fecha, la interpretación que sobresale de manera significativa es la de Laura de la Uz. Aquí sí hubo una aventura, un riesgo de casting que resultó: no utilizar a Laura en el molde de muchacha sobreespiritual un tanto enajenada, en la forma en que la había empleado el cine de Fernando Pérez, sino encargarle un personaje que, sin renunciar a un sensible mundo interior, se destaca por su gestualidad, su comportamiento social «efusivo», etc. En la escena de Laura con Perdomo en la cama, la actriz tuvo una transición magistral, desde los elementos exteriores de su fachada hasta el sufrimiento profundo salido de sus necesidades afectivas. En la escena de la reunión de amigos, Laura sostuvo una expresión facial irónica muy expresiva y graciosa. Laura de la Uz está ofreciendo, todo hay que decirlo, un verdadero festín de actuación.
El director se esmera por graficar audiovisualmente la subjetividad de los personajes, fuera de la planimetría expositiva al uso en este género. El diseño escenográfico, uno de los más serios de los últimos años, se afana por distinguir la caracterización de los espacios, según las posibilidades de las familias, más allá de aquella vieja diferencia entre la mansión y el solar. Si bien en esto radica otro valor de la telenovela, no creo que la dirección de arte se haya interesado lo suficiente por llamar, movilizar los objetos o las superficies con implicaciones dramáticas. Y cuando se interesa, cae en el otro extremo: para hacer ver que el roquero, a pesar de su insolencia y su no muy profiláctica figura, no es un mal muchacho ni un descreído, ¿había que llegar al extremo de pintar una bandera en alguna pared de su habitación?
La fotografía dispone bien las luces y explota con agudeza su expresividad, tal vez en un sentido demasiado dulce, como si los filtros pretendieran aminorar la inclemencia de la luz insular. La corrección lumínica, con independencia del análisis conceptual, es ya para darle un premio a la telenovela, pues conocemos de los infortunios lumínicos de nuestra televisión, en los dramatizados y fuera de ellos. Ahora, queda la impresión de que el fotógrafo se ocupó mucho más de los planos en sí que de los planos entre sí: además de que la cámara se mueve poco, casi nada, y los cuadros resultan muy inertes, muy pasivos, la dinámica entre los valores de los planos se contenta con el tránsito de medios a primeros, de primeros a medios, sin mucha variación en cuanto a ángulos, valores intermedios, perspectivas de los personajes, etc. Tampoco el diseño de presentación y despedida resulta muy feliz: esa idea de incrustar imágenes de los actores en los edificios fue muy socorrida en el videoclip cubano de los años 90, y con mejor resolución a nivel técnico.
Oh, La Habana muestra hasta hoy un balance más bien discreto. Temáticamente, tiene el mérito de incorporar la perspicacia social propia del serial, y no por ello sacrificar el sesgo de melodrama que casi todas las telenovelas se cuidan de seguir. En lo expresivo, Charlie Medina no acaba de recordar el recio director que es, como si la calidad de sus unitarios se diluyera entre los capítulos (cosa lógica, en estricto sentido de producción). ¿Qué le falta? Para decirlo en dos palabras: el valor de la sutileza.
Oh, La Habana apenas empieza a calentar los motores. No sé por qué me imagino que todo esto irá adquiriendo una mayor temperatura dramática, y que la telenovela terminará por echarse a la gente en el bolsillo. Con todo y lo que se le puede señalar, que ciertamente no es poco, uno no se levanta un minuto de su butaca durante el tiempo de cada capítulo. Eso, tratándose de una telenovela, es fundamental. Se siente, como por detrás, una especial destreza en la narración. Sin dudas hay aquí un buen narrador de imágenes, y habría que darle tiempo.
Por ahora, pareciera que Charlie paga el precio de la discreción, pero al menos para quien esto escribe, la sobriedad no es nunca un problema.