Eusebio Leal Spengler, Historiador de La Habana. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 06:15 pm
Discurso pronunciado por Eusebio Leal Spengler, Historiador de La Habana, en la Sesión Solemne de la Asamblea Municipal del Poder Popular por el aniversario 500 de la fundación de la villa de Santiago de Cuba, en el teatro Heredia, el 25 de julio de 2015, “Año 57 de la Revolución”.
(Versiones Taquigráficas-Consejo de Estado)
Bueno, este es realmente un encargo difícil. Cuando se llega a un momento de tensión, que aún puede ser superado, lo mejor es el silencio, y llevarse uno en la memoria y en la retina de los ojos lo que vio o lo que escuchó alguna vez.
Es por eso que en las palabras del Presidente* estaban contenidos un conjunto de hechos históricos y relevantes que me dejan sin empleo.
Al mismo tiempo, el merecido homenaje que acaba de ser tributado al Líder Histórico o sencillamente a Fidel, sin requerimiento de más título, y a nuestro General Presidente Raúl, es el momento de más alta tensión en esta mañana.
Recibidos estos títulos excepcionales, acompañados de obras de arte que representan lo más hermoso y fuerte de nuestra naturaleza, tal y como Sindo Garay, el centenario cantor de Santiago y de Cuba, expresó en aquel hermoso duelo en que describe en una de sus más difíciles composiciones musicales, bajo el título de El huracán y la palma, la batalla entre la naturaleza feraz y el tiempo.
Al hablar hoy a petición de la Asamblea, a la cual agradezco sinceramente por este llamado que tanto me honra en lo personal, me siento doblemente comprometido: primero, porque hace ya muchos años vine por vez primera a Santiago, cuando era un adolescente y aún era pronta y palpable la lágrima derramada y la sangre vertida.
Con emoción me mostraron el Callejón del Muro, los distintos lugares de la historia. El cuartel Moncada conservaba todavía las huellas que, borradas después, fueron, en admirable rectificación de lo que significa el monumento, para poder explicarlo, restauradas minuciosamente.
Visité los antiguos cafetales en la Gran Piedra; pero quizás el lugar de mayor emoción fue el cementerio memorial de Santa Ifigenia. Por eso ayer, en la mañana, mi primera acción, muy temprano, fue ir a aquel camposanto y recorrerlo con unción patriótica, en silencio profundo, descubierta la cabeza y el corazón, para llegar ante las tumbas de los Fundadores.
Un peñón señala el sitio donde Céspedes estuvo una vez en fosa común. Con sus ojos grandes y abiertos fue mostrado en el hospital de Santiago, cuando bajando por el antiguo camino de San Lorenzo hacia la playa llevaban muerto al Padre de la Patria quien, combatiendo, no escogió el camino que seguramente le habría granjeado la libertad, sino escogió el risco donde no había salida ni escape posible, y de allí, arma en mano y vestido como quien asiste a la boda que él en su diario describe con extraña premonición de su muerte, se desplomó herido del plomo español o de su mano, que no era deshonor porque lo había previsto. Arrastrado por el suelo, desde lo profundo del barranco, fue llevado por el viejo camino y traído a Santiago, con los ojos grandes y abiertos. Así lo describe el cronista que a su esposa Ana de Quesada le envía el más veraz testimonio.
Luego recorrí otras tumbas, excepto una: la del Apóstol José Martí, porque estando celebrándose en aquellos momentos allí una ceremonia me pareció vanidad e indiscreción irrumpir en ella y me conformé por esta vez con imaginar el interior donde están los escudos de las naciones de nuestro continente y donde un rayo de sol, tal y como el escultor Mario Santi diseñó aquella obra, viene a caer sobre el féretro que en forma de estrella está eternamente cubierto con una bandera de Cuba.
Luego, quise ver el monumento de Mariana. Lescay me había mostrado días antes su proyecto y llegué ante la cabeza vigorosa levantada sobre una madera indestructible.
Luego, a la de María Cabrales, la esposa de Antonio, donde aparece ella en el acto de protegerle en el monte, mientras se le persigue y ya casi a punto de caer en la trampa y el acecho pide a los camilleros que la acerquen al caballo ensillado y escapa a la montaña. Titán, como se solía llamar a los espíritus poderosos en la Grecia antigua, huyó de sus captores y desapareció en el monte.
María, su esposa, le acompañó siempre, formó parte de aquella legión de mujeres que, admitidas en su séquito por la insigne y benemérita doña Mariana Grajales, hicieron juntas la Gran Guerra de 1868, cubriendo a sus hijos en cada momento o a sus esposos, cuando parecía imposible preservar la vida.
“¿Para qué me lo han traído?”, dijo el doctor Félix Figueredo, cuando su compañero y maestro, Máximo Gómez, le trae herido en múltiples ocasiones a un campamento oculto. Pensad que en ese tiempo ni una transfusión de sangre, quizás un poco de láudano para entontecer al herido adolorido, quizás un poquito de algún licor fuerte; no hay anestesia, no hay asepsia probable en los instrumentos, el riesgo de la muerte es grande.
En él y en el hermoso monumento, obra de Lescay, quizás el más hermoso que lega la Revolución a la historia contemporánea, aparece como le vieron levantando la mano y ordenando avanzar a los suyos con valor y sin tibieza.
Tal fue el recorrido por el camposanto.
No quise tampoco dejar de visitar una tumba amada para Santiago y para todos los que siendo niños o casi adolescentes escuchamos de su dolorosa muerte, la de él y la de su hermano, con espacio de breve tiempo, apenas unos pocos días: Frank y Josué.
Recuerdo que el General Presidente nos invitó a una representación de La Colmenita, en la cual haciéndose el elogio de Frank se habla de que creía en Dios y tocaba el piano: dos hermosas formas casi sublimes de empatar lo eterno con lo más hermoso de la creación humana.
Del cementerio salí con lo que debía decir esta mañana, no repetir acontecimientos, sino tratar de recorrerlos en el tiempo y responder a un periodista que de manera súbita apareció entre las tumbas y me preguntó: “¿Qué cree usted de los 500 años?” Y le respondí: “Pueden ser uno, cinco o quinientos, cuando son inútiles no es más que una arena perdida en el universo; cuando es una obra fecunda, cuando es una vida intensa, cuando es una obra y un gran legado, entonces queda en la memoria de los hombres.” Como afirmó categóricamente Martí, llamado con justicia Apóstol: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida” (Aplausos).
Quinientos años, donde se acumulan acontecimientos que cambiaron la historia de la humanidad. Podríamos tomar dos: el primero, el recorrido de una nave en torno a la isla de Cuba que reencuentra para Europa y para el resto del continente que vive su propia historia, una historia nueva, es parte inexorable de la historia de la humanidad.
La nave colombina se detuvo en un punto afirmando contra toda ciencia que Cuba era parte de un continente inhóspito. Atrás quedaban las visiones paradisíacas que había tenido cuando recorriendo palmares y sitios de aguas tranquilas y transparentes se detiene ante las aguas de Holguín en un lugar llamado Bariay.
El profesor Guarch, muchos años después encontró la aldea indígena, casi intacta, y en el centro de aquel cementerio un cuerpo ajeno a la indigenitud, un europeo, un predicador, un sacerdote, un conquistador, al centro, enterrado entre ellos. Quizás si ese cementerio, el del Chorro de Maíta, nos explique con más fuerza el encuentro del cual todos nosotros —como decía el Presidente— somos hijos. Es la misma visión que tuvo Simón Bolívar, hace casi 200 años, cuando escribe su Carta célebre en Jamaica y dice que somos una especie de pequeño género humano, y es que el Caribe se convirtió en el Mediterráneo americano y se vertieron sobre él distintos pueblos, no solamente aquellos acorazados conquistadores, que primero en las tierras baracoanas y luego en el Bayamo, y otra expedición más tarde avanzando hacia el interior del país, funda y funda las siete ciudades, que son patrimonio nacional de Cuba, y una octava, que recientemente también lo ha conmemorado, San Juan de los Remedios.
Pasada la noche de ayer, pasado el 25 de julio, Día de Santiago y San Cristóbal, solo queda una ciudad por conmemorar su aniversario 500, la capital de Cuba, La Habana. Eso debió ocurrir en el año 2014, cuando fue fundada en un lugar de la ensenada de la Broa, quizás al sur de la actual provincia; pero como ni los arqueólogos han hallado el vestigio de aquel asiento, y como se mudó en una y en otra ocasión, algunos somos culpables de haber reservado el último puesto para ella en el próximo año de 2019.
Pero lo cierto es que los hechos se concatenan y nos traen al presente, y el presente, para que sean ciertos los atributos que Santiago tiene como más preciosos, no solo lo tiene como ciudad, lo tiene como capital que ha sido dos veces de Cuba —luego del triunfo de la Revolución también lo fue—, sino también por lo que ha ocurrido en ella, que es lo importante.
Ayer penetré en mi recorrido en la Catedral Basílica, en la gran Catedral de Santiago, herida también por el ciclón. Cuando se proclamó la Constitución en el siglo XIX, contra el autoritarismo real, en 1836, Santiago vivió un verdadero levantamiento y quisieron los constitucionalistas arrebatar la lápida de la tumba del conquistador Diego Velázquez de Cuéllar y cincelar en la parte posterior del mármol el título Plaza de la Constitución. Cuando el absolutismo fue restaurado, la lápida fue rota. Quiere decir: no queda huella de su tumba.
Preguntando ayer en la Catedral, nadie supo decirme dónde estaba. Sus huesos, polvo o ceniza, han quedado confundidos en la base de ese monumento. Lo cierto, lo verdadero es que muerto dos años después, vio el trazado de la ciudad, según las leyes que estaban establecidas para ello. Y ayer, saliendo de la plaza por una callejuela, entró de pronto de la mar un viento que me recordaba, precisamente, la justeza de esas leyes urbanas con que se trazaba la imagen de lo que se llamó un nuevo mundo.
Por aquellos años, insistentemente, los indios se levantaron, y aquellos aborígenes lucharon por décadas. Se equivocan los que han afirmado que su rebeldía concluyó con aquella llama prendida en Yara cuando Hatuey, el cacique de la isla próxima, fue encendido por su rebeldía, en vida, delante de los testigos que escucharon sus desafiantes palabras. Desde entonces y hasta hoy, se habla en el campo de Yara de la “Luz de Yara”, y se decía que en tiempos de tribulación o de tormentas sociales o políticas, o en vísperas de grandes acontecimientos, la llama iluminaba la noche como pronóstico y augurio. De hecho, el levantamiento del 10 de Octubre, vivido en el ingenio La Demajagua, frente al golfo de Guacanayabo, recibirá el nombre de Yara, porque allí fue donde recibió el bautismo de fuego el pueblo cubano, representado en aquel momento por aquel hombre de mármol, como fue llamado, que tuvo el valor de encabezar el movimiento.
Como estas palabras tienen que no ser una enumeración mecánica, ustedes seguirán mi pensamiento.
Cuando volábamos ayer temprano hacia Santiago, era un día claro, excepcionalmente claro, y poco antes de abrirse el cielo, con las puntas aceradas de las montañas de la Sierra, un poco antes, un hilo de plata, trazado y relampagueado por el sol naciente por el oriente, marcaba un límite, era el Jobabo. El Jobabo era y es la delimitación con el oriente de Cuba, esta era la tierra del oriente. Y en muchas ocasiones escuché aun a Fidel la afirmación de orientales, y es un título hermoso: ¡Orientales! Y cuando alguien por razones administrativas, y cuando la nación por razones administrativas se vio necesitada de agilizar y modernizar el sistema de gobierno, respondiendo a ciertas preocupaciones, Fidel exclamó categóricamente: “Oriente no se ha dividido, se ha multiplicado” (Aplausos).
Por eso al Moncada vinieron de todas partes de Cuba, ¡de todas partes!: un contingente formado y hermético vino desde Artemisa, la más occidental de todas las provincias; el doctor Mario Muñoz Monroy era de Colón; Abel Santamaría, de Constancia, el ingenio en la provincia de Las Villas. Y así podría nombrar a los que se reunieron aquella noche en la granja Siboney y abrazaron a aquel muchacho de ojos profundos, de pensamiento lúcido, a cuyo padre Fidel después escribiría una carta memorable, Renato Guitart, que representó a Santiago en la épica batalla.
¿Qué somos nosotros verdaderamente? Anoche, en la gala, alguien tomaba las palabras de Martí cuando afirmó: el dulcísimo misterio que tiene esa palabra: cubanos. Y cuando se desplomó en la confluencia del Cauto y del Contramaestre, Martí, el Apóstol, a los 42 años de la vida, tenía la certeza, y así lo dijo, de que su pensamiento volvería y resucitaría. Él soñó con algo que era entonces casi imposible: la unidad hermética de la nación. Él vio con nitidez que únicamente la generosidad, la rapidez y la fortaleza nos darían la victoria frente a un ejército poderoso, temible, batallador, que creía luchar por sus razones. No lo pudo ver logrado.
Hay que afirmar categóricamente que tenemos la unidad nacional, esa unidad absoluta del pueblo que se llama hoy en Santiago, santiagueros, pero que es fundamentalmente, como lo dice su nombre completo: Santiago de Cuba (Aplausos). Hoy somos cubanos y es la unidad nacional que Fidel alcanzó lo más precioso.
A él le han entregado hoy un reconocimiento, entre tantos que merece y merecerá. La historia le recordará hidalgo en todo tiempo, audaz y valeroso, no conminando nunca a nadie a hacer lo que él no pueda hacer, defensor teórico brillante de sus ideas, estudiante aplicado, noble y elegante caballero como lo fue Maceo, que no fumaba ni bebía. A él le recordará profundamente.
Y aquí, no muy lejos, en la casa patricia de Birán, las paredes de madera de aquella casa sienten todavía la voz del padre español, la voz del padre que fue soldado en la guerra de Cuba, que sirvió a España por deber y a Cuba por amor, y regresó a ella para fundar una estirpe de valientes (Aplausos).
Y a Raúl, su primer discípulo, el que tenía siempre, a pesar de serlo, opiniones y convicciones propias, que siendo un adolescente aparece en el entierro de la Constitución llevando la bandera, aquel que aparece en Puerto de Boniato retratado con la ropita obtenida para tratar de escapar hacia la tierra holguinera, deseo que fue interrumpido por el descubrimiento de su verdadera personalidad, el hijo de don Ángel, él ha recibido la ceiba con el rostro de Mariana.
¿Qué quiere decir este otro símbolo? ¡¿Qué quiere decir este otro símbolo?! Que hoy descansan en sus manos, porque estuvo en todo desde el primer día, porque fundó en el Segundo Frente la primera utopía de lo que debía ser y fue más tarde la nación. Él, al que Fidel ordena que entre en el Moncada; él, el que el día del asalto cumplió sus deberes admirablemente y cuando otros vacilan asume la determinación y logra su objetivo; él, que viendo perdido el asalto sale de Santiago buscando el amparo de la noche, él recibe el árbol de la ceiba de raíces profundas. Y es que en sus manos hoy descansa no solamente el título de Jefe de Estado y de Gobierno, tiene en sus manos el destino de nuestro país (Aplausos). Discípulo amado de Fidel que lo inició en sus primeras lecturas, el padre se dolió cuando supo que el mayor, o mejor, el que más había trascendido de ellos, venía a buscarle para llevarle consigo. Lo reunió con los compañeros que creyeron en él, con Pedro Miret, con Abel y con todos aquellos que junto a aquellas heroicas muchachas, Haydée y Melba, asistieron también al duelo mortal del Moncada.
Las riendas del Estado, el destino de Cuba, ¿cómo ha sido nuestra batalla? Si dije que la fundación de Santiago y el viaje de Colón cambiaron el equilibrio del mundo, la batalla librada en Santiago en vísperas de la conmemoración de la independencia de los Estados Unidos el 3 de julio de 1898, lo varió definitivamente (Aplausos). Hundida la escuadra que Santiago vio partir con ropa de duelo y con uniformes de parada para un combate imposible de librar, la última de las naves que logra escapar lleva el nombre de Cristóbal Colón y está allá hundida en las aguas profundas, descendiendo hacia el abismo, pero aún visible con todos sus atributos.
Hijos somos también de aquellos en los cuales nos abrazamos en duelo; hijos somos de la legión de los esclavos de África que, levantados en El Cobre, fueron capaces, en la hora del momento determinante, de hacer surgir de aquella pequeña aldea que visité ayer cuando fui a hacer reverencia a El Cobre y a la Patrona de Cuba, allí vi las casas renovadas y pensé cómo fue posible que en la Gran Guerra surgieran de este pequeño pueblo ocho generales, que con 25 de Santiago formaron 33 generales y mayores generales del Ejército Libertador (Aplausos), al frente y a la cabeza de ellos Antonio y José; José Cebreco, hombre valiente que desembarcó en la costa baracoana, en El Honor, con Flor Crombet. Últimas palabras de Maceo después de la disputa con su hermano, amigo y compañero: Ese es Flor que se bate, ese en el monte, el winchester que dispara incesantemente hasta que se agotan los proyectiles. Son los descendientes extraviados de los indios de Yateras los que llevan su cuerpo a Felicidad.
Tal es la historia de esa gloria. ¿Cómo puede contarse sin la gente guapa de Guantánamo a la cual encuentra Antonio, y José, extraviado en el monte, cuando finalmente aparece Periquito Pérez para reunirlos y salvarlos? Y cómo aparece ya, semanas después, invencible en bello corcel, llevando plata en el cuello y en la montura —como le describe José Martí.
¿Cómo contar esta historia sin el pequeño pueblo de El Dátil, donde vivieron derrotados y humillados los que, extraviados en su propia patria, se radicalizaron en Cuba y se convirtieron en libertadores, entre ellos el maestro de libertadores, el generalísimo Máximo Gómez Báez? ¿Cómo es posible olvidar cada uno de estos puntos de nuestra geografía? ¿Cómo es posible imaginar el sitio final de Santiago sin Calixto, el hijo ilustre de Holguín? ¿Cómo olvidar que somos una patria grande? ¡No es posible!
A Santiago, en este homenaje, en este día de júbilo y de historia, se le recuerda por sus músicos, se le recuerda por sus artistas; se le recuerda por los cantos corales de Esteban Salas o de Electo Silva; se le recuerda por la obra admirable de sus artistas y poetas, como aquel que quizás, dice Martí, sembró en nosotros el sentimiento patrio, el grande José María Heredia, cuyo nombre lleva este lugar.
Y cómo al llegar a las puertas del teatro no ver el retrato de Almeida, que allá en el Tercer Frente fue sepultado junto a los suyos, y que antes de llegar a su destino quiso y tuvo voluntad en vida de ser llevado por las calles de Santiago a las que cantó entre sus mejores cantores (Aplausos).
Pero el Comandante de la Revolución nació en La Habana Vieja, en el solar de La Maestranza. Allí me llevó un día y me dijo: “Esta fue mi cuna, porque la patria no es solo donde se nace, sino donde se lucha.” Fue por eso que su visión le llevó a unirse y a ser de los primeros, y cuando partieron de la Sierra con las encomiendas dadas por Fidel, Raúl con 81 hombres que se representan ahora en la loma de Mícara, guiados por una palma, todo un palmar en fila que recorre un lugar solemne y extraordinario, llegaron a aquel Segundo Frente, que era más grande que muchas naciones y reinos de Europa, y allí en pocos meses se sembró la semilla de lo que sería su sueño más importante, y cuando entrando casi solo en el Moncada le dijo a aquel oficial: “Descuelgue de la pared el retrato del tirano” y vio una vacilación y se lo repitió con energía, aquel tomó el retrato, vacilante, trémulo, y él tirándolo al suelo lo pisoteó marcando el fin de una época que ya Fidel había anunciado y profetizado, y que luego desde el balcón del Ayuntamiento de Santiago proclamó, y hasta hoy.
¿Qué hay que decir entonces? ¿Qué se puede decir? Esta es la única Revolución, que yo recuerde, de las revoluciones verdaderas. Hay revolicos, pero revoluciones no. Las revoluciones son pocas, marcan la historia, la nuestra también marcó la historia (Aplausos).
Es el joven valeroso y elegante que en la Escalinata de la Universidad de La Habana, ante un alto oficial, discute sus ideas; es el protagonista del acto magistral de unir a aquel puñado y desde México, tierra amada por nosotros, como decía anoche el Comandante Almeida en sus inolvidables palabras, dedicando una última canción a una bella mexicana, viene a Cuba y abriéndose paso por el más inhóspito de todos los caminos van a encontrarse finalmente en un sitio que paradójicamente lleva el nombre de la Alegría, cuando en realidad fue el día de mayor tristeza, y luego vendrán los momentos sublimes y extraordinarios, luego vendrá el encuentro en Cinco Palmas y allí se verán de nuevo los dos hermanos de la sangre y de las ideas, allí se abrazan y allí comienza una epopeya inolvidable y para siempre memorable.
En su diario de campaña, luego del asalto a La Plata y al ver, saliendo del escenario de la lucha, los cuarteles ardiendo, Raúl escribirá: “Desde lejos se veían arder sobre los cuarteles de la opresión las llamas de la libertad. Algún día no muy lejano, sobre sus cenizas, levantaremos escuelas.” Y recuerdo todavía al mismo autor del diario, sosteniendo en sus brazos a una niña, hija de un hermano del alma caído en la lucha, José Luis Tassende, y decirle: “Temita, esta es la obra por la que luchó tu padre” (Aplausos).
Ustedes recibirán, además, o comprarán o adquirirán, o lucharán por hacerlo, el libro Raúl Castro, un hombre en Revolución. Este libro es un libro revelador, porque él, a quien no le es grato este tipo de cuestiones, aceptó el testimonio excepcional de un amigo al que conoció muchos años atrás a bordo de la nave Andrea Gritti, que salía de Génova con destino a América, y a ese amigo, entonces un joven estudiante soviético, le llamó la atención, a aquel joven discreto y aleccionado en el hermetismo, que alguien había dejado sobre una mesita, mientras se divertían en la cubierta del barco, la obra del pedagogo ruso Antón Makarenko. Algo le llamó la atención y le inspiró confianza con relación a ellos y estableció una amistad.
Nikolai Serguéivich Leonov llegó a ser con el tiempo un general de la Unión Soviética y llegó a tener en sus manos las claves del conocimiento de acontecimientos políticos mundiales.
En ese barco, después de recorrer varios destinos, Raúl llegó a La Habana luego de celebrar su cumpleaños el día 3 de junio a bordo del Andrea Gritti.
Meses atrás, el 24 de febrero del año 1953, había partido hacia Austria al encuentro juvenil que allí se celebraba. Más tarde iría a Bucarest, al Comité Organizador del Festival Mundial, en el cual, afortunadamente, no participó; volvió a Cuba para participar en la más importante acción de su vida: el asalto al cuartel Moncada.
En este libro aparecen los diversos rostros del hombre a que me refiero. Leonov, anciano, volvió hace dos años a Santiago y aquí conversamos ampliamente. En el libro están los testimoniantes que le dieron o le sirvieron de testigos de la historia, para escribir un libro, Raúl Castro, un hombre en Revolución (Aplausos).
Ese libro nos revela muchas cosas, pero hay dos que son de suma importancia, o tres, diría yo: la primera, es Raúl siempre fiel y atravesado en el camino por y para Fidel, en quien reconoce al hermano y al líder (Aplausos).
En la Sierra Maestra, al llegar ellos allí, se encontraron con que algunos hombres estaban alzados por diversas razones: algunos fueron útiles a la Revolución, y lo fueron y prestaron importantes servicios; otros, desgraciadamente, escogieron el camino equivocado. En esas dobles aguas, después de La Plata, era obligatorio entregar las armas y el parque a Fidel, que era el que determinaba la distribución, y como él es fiel y detallado en las distribuciones, cosa que me consta, hasta un dedo de leche debía ser consultado, porque en los tiempos de tribulación se requiere un liderazgo, ¡y pobres de los que crean que los hombres o las mujeres no son determinantes en la historia!; el pueblo hace la historia, pero el pueblo es una suma de individualidades y siempre —no sé por qué— en los momentos trascendentales surge uno que se pone a la cabeza y esos son los que guían las vanguardias sociales y políticas, y las armas las tenía que distribuir él. Pero hubo alguien que se quiso quedar con la suya, no era uno de los compañeros que habían llegado en el Granma, no era uno de los hombres del Moncada, era uno de aquellos que se habían incorporado. Aquel deseo de apropiación pasó a convertirse en amenazante. Raúl se colocó en el medio y le dijo: “¡Me tienes que matar a mí, pero no a Fidel!” (Aplausos).
Otro momento importante. Si hubiéramos triunfado, o aquella generación triunfa en 1953, la Revolución habría terminado en un baño de sangre, porque no teníamos armas con qué defendernos, ni aun las del ejército habrían sido suficientes para enfrentar a un adversario tan poderoso, y entonces contamos con el apoyo de la Unión Soviética, que armó al país y lo preparó, y en su antedespacho están los retratos —único lugar en el mundo en que se conservan— de aquellos asesores que vinieron y extendieron su mano solidaria y algunos fueron sinceramente amigos, diría, todos.
No siempre podíamos coincidir —asumo el “podemos”, porque estoy como un narrador que está al margen de la historia—, no siempre todos tenían la razón, nuestras características y cualidades son siempre diferentes. Ya en la Guerra Grande Máximo Gómez era diferente por completo a otro general, sus técnicas eran otras. Cuando enfrenta a la columna española que amenaza a Bayamo, se tira del caballo y combate a pie. Esas eran las características de la guerra de Cuba, incomprensibles. Ellos a veces no entendían que la formación y el núcleo de nuestro ejército era un ejército guerrillero, un ejército que con la ausencia de uno solo de los tres Comandantes de la Revolución, está representado hoy aquí, en las figuras que ustedes han ovacionado, el primero en entrar, el primer campesino que creyó en la causa de Cuba, de la Revolución y de Fidel, Guillermo García (Aplausos). Y el segundo, el Comandante de la Revolución, Ramiro Valdés (Aplausos), tan joven entonces, era para ellos Ramirito, y fue el compañero del Che, atravesando toda la isla de Cuba, y fue, además, el gran compañero de todos en la lucha.
Pero, además, en la sala, de paisano o vistiendo sus uniformes militares, están otros héroes de la isla de Cuba, otros héroes de la República de Cuba, que lo ganaron luchando, dirigiendo frentes o columnas y que llevan modestamente la Estrella de Héroes, ¡la estrella verdadera la tienen en la frente! (Aplausos.)
Pero a principio de los años ochenta el mundo estaba cambiando y comenzaba a debilitarse el poder de la Unión Soviética y comenzaban otras ideas y algunos, incluso, detestaban la idea de Cuba. Leerán el libro, lo leerán y comprenderán quiénes fueron.
Y en el año 1980 Raúl estaba en Moscú y asistió a una reunión que él narra. En esa reunión el traductor era soviético y la presidía el Primer Secretario del Comité Central, el hombre que tenía en sus manos el Partido y el poder de la Unión Soviética, Andrópov. Y Raúl narra a un periodista estas palabras: La respuesta del máximo dirigente soviético fue tajante. Nosotros necesitamos —Cuba— apoyo público, algún gesto fuerte.
Ya Cuba había demostrado en la Crisis de los Misiles y en la batalla previa que éramos capaces nosotros de luchar. Céspedes lo dijo siempre: “Ni un millón de hombres sobre las armas nos darían la victoria si no vamos a occidente.” Y cuando un timorato en su finca le preguntó: “¿Con qué armas...?”, respondió: “Las armas las tienen ellos.” Y esa fue una regularidad de nuestra historia; pero ahora la cosa era distinta, el compromiso era más grave y la agresión inminente, y entonces la parte soviética nos hizo saber que no estaba en disposición de plantearle a Estados Unidos ningún tipo de advertencia con relación a Cuba, ni siquiera recordar a Washington el compromiso de Kennedy de octubre de 1962, el cual siempre era puesto en duda por cada nueva administración norteamericana. Eso le dijo, Andrópov, diciéndole, además, que en caso de agresión, ellos no sacarían la cara, tendríamos que luchar nosotros.
Lo supieron Fidel y Raúl, el Buró Político aceptó que ellos dos, como dirigentes máximos de la Revolución, guardaran el secreto. No porque el pueblo cubano fuera a desalentarse, sino porque el país debía variar su doctrina militar y prepararse para una emboscada en cada esquina, una celada detrás de cada árbol, un francotirador sobre cada muro y esta sería la guerra de todo el pueblo, la nueva concepción militar de los cubanos, ya finalmente solos, ¡absolutamente solos!
Y con ese concepto de soledad, y él lo cita aquí, cuando se celebró el Congreso de nuestro Partido en Santiago, pude expresar, un poco atrevidamente: “Por primera vez somos libres de España, de los Estados Unidos y de la Unión Soviética.” Ahora me refería a esa Unión Soviética que comenzaba a tambalearse; no a la de los amigos como Leonov, sino a la de aquellos que se apartaban por un camino que llegó finalmente a la extinción del socialismo en aquella nación. Esa fue la realidad. ¿Qué enfrentó el pueblo cubano poco después? El más duro período especial, la más dura prueba a la que fue sometido.
Pero, hermanos y hermanas, gran compensación hemos tenido. ¡Gran compensación hemos tenido! Si sobre las ruinas de Caracas destruida por el terremoto, Bolívar sobre ella dijo que si la naturaleza se enfrenta a nosotros, la dominaremos, Santiago lo ha demostrado ahora (Aplausos). Pero, ¿qué habría sido de Cuba sin sus Fuerzas Armadas, sin su ejército? ¿Quiénes fueron los primeros que en la luz de la noche atravesaron nuevamente el río histórico y entraron hacia el oriente y hacia Santiago herida? ¿Quiénes? Las Fuerzas Armadas, ellas son el sostén firme y el baluarte, esa fue la creación de Fidel, Comandante en Jefe, y la creación de Raúl, como General de Ejército y como Ministro de las Fuerzas Armadas a lo largo de muchos años. Gracias a eso tenemos patria, y gracias a eso, hace pocos días, vimos el espectáculo compensador que nunca antes pudimos imaginar: delante de todos los presidentes del continente, por la expresa voluntad de todos ellos, manifestada antes en Cartagena, Cuba estaba presente. No se puede variar la historia. No fuimos allí por un acto de clemencia de nadie, sino por una exigencia de los pueblos que a través de sus líderes expresaron que no podía existir otra conferencia con la excepción de Cuba.
Y entonces, como en silencio ha tenido que ser, la política exterior del país, firmemente guiada en estas ideas, negoció durante mucho tiempo y discutió con hidalguía, llegando a un punto cero en ese histórico debate de ideas para, finalmente allí, delante de todos los presidentes, Raúl recitar, como un aedo, la historia de este pueblo, la historia de sus luchas, la historia del porqué la razón de un patriotismo nacional, internacionalista y antiimperialista, y finalmente la mano entre iguales, y finalmente, hace pocas horas, la gloriosa bandera de Cuba subía en su mástil en Washington (Aplausos). Se ha reconocido la existencia de la Revolución y del Estado, negado y proscrito, y, en Derecho, solamente pueden pactar o discutir términos, partes iguales. Y, entonces, a título de igualdad comienza ahora un nuevo camino que, como él mismo ha dicho, será largo, para normalizar, ¡para normalizar! lo que hasta ahora ha estado roto.
Se rompió el día en que Calixto no pudo entrar en Santiago al frente del Ejército Libertador, con incontables pretextos. Se rompió el día en que impusieron a la república naciente el yugo de la enmienda; el día en que, sin consultar al Presidente o al Congreso, tenía que poder la república ser intervenida, tenían que ser las mujeres de Santiago —como las de otros lugares de Cuba, pero particularmente estas—, vestidas de negro, las que enfrentadas aquí al embajador norteamericano le exigieron justicia para sus hijos muertos.
Es por eso que tranquilos hoy podemos estar celebrando el aniversario 500 de Santiago. Por eso podemos estar juntos bajo el techo que ampara el nombre glorioso del poeta de la bandera, de José María Heredia. Por eso podemos reunirnos y abrazarnos hermanos y llamarnos cubanos, y dondequiera que estemos los cubanos, miraremos siempre desde el occidente donde se pone hacia el oriente donde nace, como está en el antiguo Escudo provincial, entre picos y montañas altas, la estrella luminosa de Cuba.
¡El libro ha sido presentado y Santiago honrado!
Muchas gracias (Aplausos).
*Se refiere al Presidente de la Asamblea Municipal del Poder Popular de Santiago de Cuba.