Lecturas
Regresa Antonio Maceo a Costa Rica procedente de Cuba, donde entró con el pasaporte de Ramón Cabrales, su cuñado, y se movió siempre de manera clandestina, y enseguida le informan que Mariana ha muerto en Jamaica. Aún bajo el efecto de la terrible noticia le llega un ejemplar del periódico Patria, que en Nueva York dirige José Martí, y halla en sus páginas el artículo donde su amigo rinde homenaje a la «viejecita querida». Lee el texto de un tirón y vuelve luego sobre lo leído para detenerse en aquellos párrafos que evocan los días de la guerra:
«Y amaba, como los mejores de su vida, los tiempos de hambre y sed, en los que cada hombre que llegaba a su puerta de yaguas podía traerle la noticia de la muerte de uno de sus hijos».
Llega además una carta de Martí. Habla también sobre la madre muerta y dice: «Vi a la anciana dos veces y me acarició y me miró como a un hijo, y la recordaré con amor toda mi vida».
Cuando Maceo tiene ánimo, escribe a Martí:
«¡Ah, qué tres cosas! Mi padre, el Pacto del Zanjón y mi madre que usted, por suerte mía, viene a calmar un tanto con su consoladora carta. Ojalá pueda usted con sus trabajos levantar mi cabeza y quitar de mi rostro la vergüenza de la expatriación de los cubanos y de la sumisión al gobierno colonial».
Tuvo Mariana Grajales un primer matrimonio con Fructuoso Regüeyferos. Se casaron en 1831. Ella tenía 16 años de edad, y él 30. Permanecieron juntos hasta la muerte del marido, nueve años después. De esa unión quedaron cuatro hijos.
Cuando se une a Marcos Maceo no era una adolescente inexperta. Tiene un carácter vigoroso, ha sufrido ya los dolores de la viudez y sabe lo que significa asumir sola el cuidado de cuatro muchachos, lo que la obligó a volver a la casa de sus padres.
De esa nueva unión nacen otros diez hijos. Los primeros cinco de ellos, incluido Antonio de la Caridad, el después llamado Titán de Bronce, fueron bautizados con el apellido Grajales y como hijos naturales de Mariana. La situación de la pareja cambia cuando muere la esposa de Marcos, de la que se encontraba separado, y pueden Marcos y Mariana contraer matrimonio.
Mariana sería para Marcos una formidable ayuda en el fomento de la finca de su propiedad. Inclinará a los hijos a cooperar con el trabajo agrícola, inculcándoles un profundo sentido de respeto y de obediencia al padre. Cada uno de ellos, según la edad, tenía señalada su ocupación en el predio, mientras que Mariana, poco a poco, consolidaba una posición rectora en el hogar, aunque no dejaba de consultar con Marcos todos los problemas a fin de pronunciarse sobre ellos de mutuo acuerdo. Los que los conocieron recordarían a la pareja «consultándose las dificultades, felices en expansión hogareña, juntos sobre el dolor y la felicidad».
Sus biógrafos la describen como una madre tierna y bondadosa, pero también inflexible en todo lo relativo a la disciplina. Era una casa en la que se comía y se dormía a horas fijas y de la que nadie podía estar fuera pasadas las diez de la noche. Una casa ordenada y limpia en la que Mariana vigilaba la pulcritud en la vestimenta de los que la vivían.
Hija de mulatos libres, Mariana debe haber recibido alguna instrucción hasta donde era posible en la Cuba colonial para seres de su condición, con independencia de su posición económica: las llamadas primeras letras. Es evidente que tuvo de sus padres una rigurosa formación ética que supo transmitir a sus hijos. Una formación que se complementaría con la lectura en voz alta que en el atardecer, después de las comidas, hacía una de las hijas, para todos los de la casa, de aquellos libros que Marcos mandaba a comprar en Santiago de Cuba y en los que se hablaba de Bolívar y Louverture, y entre los que no faltaban las novelas de Dumas.
Las canciones con que ella arrullaba a sus hijos estaban impregnadas de cubanía, que equivalía en ese tiempo a un verdadero antiespañolismo. Cincuenta años después, Antonio Maceo recordaría una de las décimas con las que Mariana mecía su sueño. Tal vez el Titán, dice el escritor Raúl Aparicio en su Hombradía de Antonio Maceo, por el tiempo transcurrido, tergiversara un poco la letra.
Si nace libre la hormiga,
La bibijagua y el grillo,
Sin cuestiones de bolsillo
Ni español que los persiga,
Ninguna ley los obliga
A ir a la escribanía
A comprar la libertad,
Y yo con mi dignidad
¿No seré libre algún día?
El 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes se alza en armas contra España. Dos días más tarde, Marcos Maceo manda a su hijo Miguel a una tienda cercana donde se ha concentrado una tropa insurrecta. Su jefe es un viejo amigo de los Maceo Grajales y al encontrarse con Marcos y Mariana recibe de la familia una valiosa donación en armas, caballos y dinero con destino a la contienda recién iniciada. Preguntó entonces el jefe de la tropa cuál de los hijos de Marcos y Mariana estaría dispuesto a marchar a la guerra.
Sin pensarlo dos veces dieron el paso al frente Antonio, José y Justo. Mariana pide entonces a sus hijos que se arrodillen ante una imagen de Cristo y les hace jurar que liberarán a la Patria o morirán por ella.
Al fin se irían todos a la manigua. Mariana, que pasaba ya de los 50 años, se va a la guerra y lleva con ella a sus hijos más pequeños. Presta servicio en improvisados hospitales y prodiga en ellos cuidados y cariños a los mambises heridos. «Aquella santa mujer suplía el puesto de una madre ausente», escribía el patriota Fernando Figueredo, y añadía que conminaba a María Cabrales, la esposa de Maceo, a que ocupara en aquellos hospitales «el lugar que la distancia impedía fuera ocupado por una hermana».
Son numerosos los pasajes de su vida que ilustran el patriotismo de esta mujer, de quien celebramos el bicentenario de su natalicio. Es el 7 de agosto de 1877 y su hijo Antonio resulta gravemente herido en el combate del Potrero de Mejía. En el hospital de sangre, un grupo de mujeres se lamentan y lloran por el estado del herido. Dice Mariana: «Fuera, fuera faldas de aquí. ¡No aguanto lágrimas!».
Y antes, a raíz de recibir Antonio su primera herida de guerra en el combate de Armonía, el 20 de mayo de 1869, dice a Marcos, el más pequeño de la prole: «Y tú, empínate para que también puedas pelear por tu patria».
Solo cuatro de sus hijos vieron el fin de la dominación colonial española.
Sobreviene el Pacto del Zanjón (1878), que pone fin a la Guerra de los Diez Años, y Mariana debe salir de Cuba. Sabe Antonio cuán valiosa podía ser su madre como trofeo de guerra para los españoles y prepara cuidadosamente su salida. Junto con María Cabrales salió de la Isla, con destino a Jamaica, en mayo, a bordo de un barco francés. Nunca más volvería a Cuba.
Martí, que la visitó en Kingston, se refirió a sus «manos de niña para acariciar a quien le hable de la patria», y la evocó vestida siempre de negro, pero era «como si la bandera la vistiese». La describía «con un pañuelo de anciana a la cabeza, con los ojos de madre amorosa para el cubano desconocido, con fuego inextinguible en la mirada y en el rostro, cuando se hablaba de las glorias de ayer y las esperanzas de hoy».
Está Mariana ya muy mayor y quiere Antonio que se vaya a vivir con él a Costa Rica. La anciana se niega. Su hijo Marcos la acompaña y se ha adaptado a Jamaica, pese a haber sufrido allí los sobresaltos de la pobreza y la vigilancia constante del espionaje español. Está enferma. Sufre de lo que en la época se conocía como Mal de Bright, término ya en desuso que designaba a una enfermedad renal y que equivaldría a una nefritis degenerativa, caracterizada por dolores, fiebre y vómitos. Ese padecimiento se complicó con una congestión pulmonar. Murió el 27 de noviembre de 1893, a los 78 años de edad.
Pidió, en los momentos postreros, que cuando Cuba fuese libre sus restos se llevaran a la Isla.
Treinta años después de la muerte de Mariana Grajales, el 15 de marzo de 1923, José Palomino, vicepresidente del Ayuntamiento de Santiago de Cuba, propuso a la Cámara Municipal el traslado de los restos de la madre de los Maceo. La moción fue aprobada y el 18 de abril salía rumbo a Jamaica el cañonero Baire, de la Marina de Guerra cubana. En busca de los preciados restos iba a bordo una comisión que integraban veteranos de la independencia y personalidades santiagueras. Viajaban además el ya aludido Palomino y Dominga Maceo Grajales, hija de Mariana.
En la mañana del 22 de abril se exhumaban los restos en el cementerio católico de Saint Andrew’s, de Kingston. Ese mismo día, a las 4 de la tarde, partía el Baire con destino a Santiago llevando las preciadas reliquias. Una fuerte ventolera que duró unas ocho horas azotó la embarcación al atravesar el Paso de los Vientos.
Ya en tierra cubana, las cenizas en una urna fueron expuestas en el Ayuntamiento, donde recibieron el homenaje de la población, antes de que fueran depositadas en una bóveda provisional. Fue, se dice, la mayor demostración de dolor que se le haya tributado a patriota alguno en esa ciudad. Actualmente los restos descansan en el patio D del cementerio de Santa Ifigenia, junto a los de Dominga Maceo y María Cabrales.
«Es la mujer que más ha conmovido mi corazón», escribió Martí cuando supo de su muerte. De Antonio había dicho: «De la madre más que del padre viene el hijo… Maceo fue feliz porque vino de león y de leona».