La libertad de expresión tiene mucho que ver con la autoestima y el autorrespeto, y se educa desde la temprana infancia
Cuando yo era un enano era profundo, era profundo…
Silvio Rodríguez
«Entonces, ¿de qué hablamos hoy? Tú decides…». Escucho la frase en un ómnibus camino al Jardín Botánico y pienso que se trata de colegas coordinando una clase, o una presentación en un evento científico.
Volteo a ver, y para mi sorpresa es una pareja joven. Quien decide la conversación es él, así que hablan de fútbol (él habla, ella escucha), pero se aburre y saca el celular para poner chistes de mal gusto. Ella espera un rato e intenta volver a su objetivo: «Yo quería decirte…».
Una mirada basta para congelar las palabras. La escena dura cerca de un minuto, hasta que él, de soslayo, indica con mordacidad: «Cierra la boca que vas a tragar moscas», y ante la severa expresión de varias personas a su alrededor, le tira un brazo por los hombros y la aprieta, casi doblándola, e intenta justificarse, más por nosotros que por ella: «Mija, es que cuando tú hablas siempre es cada bobería…».
La libertad de expresión, a la cual se dedica un Día internacional cada 20 de septiembre, ha sido un tema muy manipulado a lo largo de los siglos por su valor para transformar el entorno, pero en esencia es un derecho individual, y requiere un ejercicio sistemático y con conocimiento de causa por parte de todas las personas desde que adquieren conciencia y aprenden a compartir con otros su mundo interior.
Definimos «expresarse» como poner fuera, dar forma a través del lenguaje verbal o extraverbal, de manera deliberada o automática, a tus deseos, razonamientos, necesidades, ilusiones, sentimientos, sensaciones, criterios, propuestas, paradigmas, quejas, límites, curiosidades… y un sinfín de cuestiones que nos humanizan y diferencian de otros seres en el planeta.
Es, entonces, un acto elemental de vida, y su inclusión en las leyes solo puede ser generalizado, porque atrapar la riqueza de su diversidad necesita un análisis más complejo, transdisciplinar, histórico… y poco útil si no lo llevamos a la práctica de manera cotidiana de forma saludable, sin culpas ni restricciones, excepto el hecho de saber que nuestra libertad de expresión no puede dañar la libertad de conciencia, creencia, identidad y prácticas vitales de los demás, o poner en peligro la vida de otras personas ni utilizar su intimidad como material de cotilleo y especulaciones.
Lograr ese equilibrio es un gran reto a nivel macrosocial, a nivel de las leyes, las comunidades y, sobre todo, de la familia y las parejas, donde (se supone) contamos con un espacio seguro para expresar quiénes somos a cada instante y hacia qué rumbo se encamina nuestra vida.
Ya lo sabemos: no siempre es así. Ejemplos como el del inicio de esta página los tenemos todos a la mano. Pero aún por común no es menos triste esa perpetuación de inequidades basadas en diferencias superficiales, como edad, sexo, raza, estatus social, identidad de género, gustos, creencias, talentos… sobre todo en generaciones con mayor acceso al conocimiento y la comunicación global.
La libertad de expresión tiene mucho que ver con la autoestima y el autorrespeto, y se educa desde la temprana infancia. Pero de igual modo se aprende a reprimirla ante el hostigamiento de quienes pretenden saber qué es lo mejor para ti, con un alto costo personal y social.
Cuando alguien dice a un niño que no llore ante una caída o una frustración típica de su edad solo porque es varón, está reprimiendo su derecho a expresarse de manera auténtica, y por ende limita su capacidad de identificar emociones y necesidades en los demás y actuar de forma empática según las circunstancias.
Cuando se hace burlas de una criatura que canta, baila, dibuja o se expresa a través de cualquier arte sin la pericia de un adulto, se reprime su creatividad y su don de apreciar la belleza, natural o antrópica, en toda su diversidad.
Hay muchos más ejemplos. En cualquier caso, esas personas luego se aferran a estándares externos, como la moda, y viven acomplejadas de sí mismas, al punto de torturar su cuerpo o negar sus instintos con tal de recibir elogios, porque las críticas, bien o malintencionadas, le devuelven al trauma de una infancia privada de mostrar su espiritualidad.
En materia de relaciones humanas, colectivas o íntimas, el antónimo de la libre expresión no es el silencio. Esa es solo una de sus dolorosas manifestaciones. Lo contrario a expresar es reprimir desde el pensamiento, condicionar la conducta, esclavizarse con el criterio ajeno como único patrón para conectar con la gente y evitar el bullying entre supuestos iguales.
En casos así, la persona puede parecer muy tranquila «normal», equilibrada, y su pareja creer que todo está bajo control. En la práctica, como decían las abuelas, «la procesión va por dentro», y tarde o temprano la verdad de ese ser buscará salida en aras del merecido disfrute de la vida.