Debemos entrenarnos para lograr mayor coherencia entre lo que hacemos, pensamos y sentimos, respetar la vida y canalizar esos estados emocionales del modo más saludable
Albert Einstein
Ante un río cristalino y poderoso, algunas personas sienten ganas de saltar y vivir a plenitud ese regalo. Otras se paralizan, observan el entorno con suspicacia y dejan pasar el momento porque sus temores pueden más que sus deseos.
Lo mismo ocurre en la cotidianidad de las relaciones amorosas. Hay quienes gritan cuando algo sale mal y a los diez minutos andan repartiendo besos como si nada. Hay quienes se disgustan y rumian su humillación, mientras la paz y la autoestima ruedan por el piso con la felicidad.
Para el psicólogo argentino Walter Riso, las emociones primarias protegen el equilibrio entre mente y cuerpo. En su libro De regreso a casa explica que estas cumplen un rol adaptativo natural y desaparecen con las circunstancias que las provocaron.
En cambio las emociones secundarias, inventadas por la mente humana, se instalan en el subconsciente y dominan la conducta más allá de lo necesario, generando malestares psíquicos y físicos que acaban con la salud.
Riso sugiere entrenarnos para lograr mayor coherencia entre lo que hacemos, pensamos y sentimos, respetar la vida y canalizar esos estados emocionales del modo más saludable.
Cuando la pareja da señales de interesarse por otra persona o querer dejarnos, es normal sentir miedo. La adrenalina sube y según nuestro estilo de afrontamiento puede darnos por observarle más de cerca o reclamar una explicación.
Ese salto en el estómago, los pensamientos negativos y la tensión deben agotarse en poco tiempo si nada confirma tus sospechas. Si el miedo es irracional descífralo, enfréntalo y quítalo del camino, sugiere Riso. Si es racional y te ayuda a encarar un desafío real, déjalo en paz y él se irá cuando deba hacerlo.
Ver fantasmas es convocar una emoción secundaria muy peligrosa: la angustia, ese miedo anticipado que en el 99 por ciento de los casos alimenta al ego con falsas amenazas y termina dañando a quien la padece. Si no la controlas caes en las garras de otra emoción insana: la depresión.
Cuando se pierde un ser amado o una esperanza se desvanece, es lógico sentirse triste y sin apetencias de ver lo lindo de la vida. Esa tristeza ayuda a tu mente a resignarse y aceptar lo que no tiene remedio para preservar energías, o bien a pedir ayuda frente al desamparo y a pensar despacio para encontrar soluciones en tu subconsciente.
Pero no es normal que ese estado se prolongue por semanas o meses, que te sometas a la momificación psicológica de la persona ausente o niegues la realidad para crear un duelo crónico donde se estanque la desesperanza.
La depresión lleva al estrés, y como sus rasgos son visibles y contagiosos, las personas sanas huyen de las deprimidas, lo cual incrementa su aislamiento. Siempre es sospechoso un ser que malgasta el privilegio de estar vivo.
La ira es una bomba atómica en miniatura que imprime vigor y fortaleza. El individuo se coloca a la defensiva cuando no se cumplen sus expectativas o se ve atrapado o agredido. No importa qué tan irracional sea la frustración: el cuerpo cree a la mente y se prepara a vencer los obstáculos.
Si la ira se reprime o disfraza, se convierte en resentimiento. Quien no puede discernir el origen de su irritabilidad hace una transferencia de emociones y pagan justos por pecadores, sobre todo la pareja o la familia porque hay más confianza para explotar.
«El rencor jamás se queda quieto, va socavando cada rincón del alma hasta eliminar todo vestigio de vida y bienestar, hasta convertirse en pura violencia», considera Riso. Lo sano es integrar constructivamente esa ira, arroparla con ternura para aprovechar su energía y no dejar que se acumule o se convierta en odio que amarga y marchita.
Con el dolor pasa otro tanto. Una persona cuya pareja la maltrata física o psicológicamente tiene que sentirse adolorida, humillada, y emprender acciones que la protejan.
Es irracional someterse al mismo dolor una y otra vez, entregar a alguien el poder de dañarte y dejar que el sufrimiento, ese dolor artificial, se instale en tu vida. Si permites que el dolor se dilate o sufres la anticipación de que vuelvan a hacerte daño sin poner de tu parte para detenerlo, tu cuerpo termina enfermando seriamente.
Esa tortura agota tu capacidad inmunológica. Tu mente da a entender que mereces esos malestares y no va a combatirlos, dejando el campo libre a infecciones, tumores y otros males. Luego no entiendes por qué, pero es el sufrimiento quien abre puertas a la angustia y la depresión.
También la alegría es una emoción natural. La persona amada está cerca y tú te sientes inmensamente feliz. Pero si empiezas a sentir que su lejanía va a robarte la felicidad y sufres con la sola idea de que se aparte, eso ya no es amor sino dependencia o vil apego, una obsesión que partiendo de un bien puede llegar a hacerte mal.
La alegría remueve el alma como ninguna otra emoción. Sus beneficios son muchos y sus riesgos adictivos también. Por eso el placer debe dejarnos tiempo para estar en paz. Tu bienestar no depende de nadie, sino de matizar la vida con momentos de euforia y otros de buen humor, de madurar entre la nostalgia y el optimismo, la rabia y la acción reflexiva, el dolor y la respuesta protectora.
«El secreto está en construir un ambiente donde puedan coexistir la alegría y el reposo», escribe Riso. La mente puede aquietarse con autodominio para vivir el aquí y ahora con simplicidad, sin depender del pasado o el futuro. Para lograrlo es preciso reconocer los rasgos de tu personalidad y cambiar lo que perjudica tu respuesta emocional, tema que abordaremos en la próxima página.