Más allá de prejuicios o peligros reales, la relación entre una madre y su hijo debe ser siempre un acto de fe, y de amorosa cordura Pregunte sin pena Sabías que...
—¿Qué harás si tienes un hijo igual que yo?
—Lo prefiero muerto.—respondí con la mayor tranquilidad a quien reparaba en mi mirada de repulsión por sus ademanes exageradamente femeninos... Pasados más de 20 años, aquel momento vuelve a mi mente como un castigo.
El amor, la felicidad y la muerte tienen caminos inusitados. A veces las espinas nos rompen la piel, y aun así hay que vivir. Se entrecruzan en nuestras vidas y casi nunca sabemos a cual nos dirigimos. Hasta fundirse en un laberinto donde quedamos atrapados.
...
Hacía mucho tiempo que no veía a Gisel. Quizás cinco o seis años. Había sido jefa de mi esposo. Ellos tenían una buena amistad, pero realmente nunca lo entendí. Le tenía cierto resentimiento, y me molestaba que mi marido la ayudara.
Sin embargo, ella me dio una lección más en la vida: cuando necesité trabajar la fui a ver, y muy solícita me ayudó. Creo haber sido muy injusta al juzgarla, pero bueno, muchas veces el bien proviene de quien menos lo esperamos.
Aquella tarde fue extraña su llegada: su mirada no era la de siempre. Me encontraba en los preparativos de la comida mientras mi hijo escuchaba música en su habitación. Pidió que le hiciera café y así aprovechó para seguirme hasta la cocina.
«Debo hablar contigo. Vamos a un lugar donde nadie nos moleste», murmuró. «¿De qué me quieres hablar? ¿Por qué te siento tan rara?» Luego lamenté no haberme quedado en uno de los cuartos.
Salimos de la casa y nos alejamos un poco del pueblo. «Me da gran pena lo que te voy a decir... Por nada del mundo deseo ser embajadora de malas noticias, pero pensé que debía ser yo, y no otra persona».
Una sensación de incertidumbre recorrió mi cuerpo. Apenas pude articular palabra. Tras una profunda inspiración, me dijo: «Tu muchacho debe hacerse la prueba del VIH. Parece que mantuvo relaciones sexuales con una persona seropositiva».
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Yoandri es el nombre de mi más joven descendiente. Mucha ilusión abrigué cuando nació. El sueño de mi vida era tener un varón: mi esposo lo deseaba y a mí me alegraba poder complacerlo.
A los dos o tres años comenzó lo que consideré mi desgracia. El niño era diferente al resto de sus amiguitos. Lloraba por todo, tenía miedo y hablaba gesticulando demasiado.
Yo me enfurecía cuando lo veía así. El padre no le daba importancia, pensaba que solo era un poco malcriado, pero yo ¡qué va! no podía soportar aquella desagradable situación, por eso le pegaba con frecuencia, aunque no resolvía nada, y hasta decidí atenderlo con el psicólogo.
Ya para la adolescencia cambió, comportándose igual que otros muchachos de su edad.
A partir de entonces estuve más tranquila, pero nuestras relaciones se habían deteriorado mucho. Él se apartaba cada día más, haciéndose insalvable la distancia entre nosotros, y mis preocupaciones hacía él estaban dirigidas, en lo fundamental, a su alimentación, vestido y escuela.
Era algo superior a mí... En ocasiones pensé que hubiera preferido reventar antes que parirlo, y así se lo dije muchas veces.
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Ella no había terminado de hablar cuando mis ojos se llenaron de desesperación. Pregunté quién lo había contagiado, cómo sucedió... pero solo le oí decir: «Es confidencial».
Quise gritar, echarme a correr o simplemente que la tierra me tragara. Ella trató de calmarme, pero era imposible.
No sé que tiempo estuvimos afuera. No lograba pensar claramente, pero le estuve muy agradecida y le rogué mantenerlo todo en secreto. Ya de regreso, traté de disimular para no levantar sospechas en el vecindario.
Gisel entró al cuarto para explicarle acerca de la necesidad de hacerse la prueba. Él, muy sereno, me dijo que me calmara, porque nunca había tenido relaciones sexuales, podría tratarse de una confusión, o de alguien que deseaba perjudicarlo.
Deshecha en lágrimas le imploré la verdad, pero no se inmutó: «Vamos mañana mismo, para que te convenzas», fue todo lo que pude escucharle.
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Gisel nos citó para darnos el resultado. Yo no sabía si podría resistir lo que nos iba a comunicar... Tenía un miedo inmenso. ¡Ni sé cómo pude esperar esos 20 días!
Los viví en un martirio, culpándome por todo lo sucedido. Fueron jornadas enteras llorando sin consuelo, solo de pensar en lo corta que podría ser la vida de mi hijo, en los miserables momentos que le hice pasar... Y me arrepentía, porque él no estaría en esta situación si yo hubiera sido diferente.
Ya se acercaba. La oía conversar con alguien. Esa voz... No la olvidaría aunque hubieran transcurrido cien años.
Él no podía ni imaginarse quien era yo. Me aproximé a ellos, lo miré a los ojos, y muy bajito le dije: «Lo prefiero homosexual antes que muerto».
—Aquí está: Negativo.
*Jefa del Programa ITS/VIH/SIDA en el municipio de Regla.