El amontonamiento de basura no es exclusivo de las calles. También sucede en el espacio. Este fenómeno se ha vuelto tan peligroso que constituye una preocupación mundial
Cada día, al mirar al cielo de noche, miles de personas en todo el mundo buscan las estrellas fugaces que atraviesan el firmamento para pedirles un deseo.
Algunos claman por salud, por dinero o por un amor imposible. Otros simplemente se contentan con mirar un espectáculo.
Muy pocos saben que sus deseos nunca se cumplirán, no solo porque sea casi imposible, sino porque en vez de estárselo pidiendo a una estrella fugaz, lo hacen a un pedazo de basura sideral.
Casi 17 000 cuerpos celestes de tamaño considerable orbitan alrededor de la Tierra, como un recordatorio de que también, al par de los avances en la exploración espacial, hemos dejado mucha suciedad detrás de esta.
El problema, aunque pareciera estar sobre nuestras cabezas, cualquier día nos puede caer encima, ya que la simple interacción entre dos de estos cuerpos los puede sacar de órbita y provocar que sean atraídos por la gravedad, con lo cual penetrarían a la atmósfera.
De suceder lo anterior, si el cuerpo fuera muy grande, la fricción al atravesar las diferentes capas de la atmósfera podría no desintegrarlo y este terminaría en el patio de cualquier casa.
Esto ha ocurrido, si bien es cierto que se trata de un fenómeno extremadamente raro. Datos de la Agencia Aeroespacial de Estados Unidos (NASA, por sus siglas en inglés) atestiguan que desde 1958 a la fecha se conocen más de 60 casos de fragmentos de residuos espaciales que han caído a la Tierra.
Uno de los más conocidos ocurrió en marzo de 1977, cuando el depósito de un cohete Delta, de más de 200 kilogramos, se estrelló a apenas 50 metros de una granja texana, en Estados Unidos.
Dos años después se daba un caso similar, con la caída del laboratorio espacial Skylab, el cual dispersó 20 toneladas de desperdicios entre el océano Índico y Australia.
La explosión de los transbordadores espaciales Challenger (28 de enero de 1986) y Columbia (1ro. de febrero de 2003) también dejaron decenas de toneladas dspersas por varias partes del planeta, sin contar los satélites «locos» que han debido «bajarse» a los mares para evitar que se conviertan en un peligro mayor.
Porque sí. La verdadera amenaza de la basura espacial, en realidad, no son las improvisadas estrellas fugaces, sino las dificultades y problemas que crea a las naves y satélites que circundan nuestro planeta toda la chatarra dejada por el hombre.
Según la NASA, alrededor de la Tierra orbitan unos 5 600 satélites artificiales, aunque solo 800 están en activo.
Los demás forman parte de los miles de objetos, algunos de gran tamaño, que se deben tener en cuenta cuando se lanza otro satélite o se programa un viaje espacial, ya que además de estar a diferentes altitudes, muchos viajan a una velocidad considerable, lo cual los convierte en peligrosos proyectiles.
En 1993, recuerda la Agencia Espacial Europea, se lanzó la primera misión de mantenimiento del telescopio espacial Hubble, la cual encontró un orificio de más de un centímetro de diámetro en una antena de alta ganancia.
En julio de 1996, el Cerise, un satélite de reconocimiento militar francés, recibió el impacto de un fragmento desprendido de la fase superior de un cohete Ariane, que desprendió una sección de 4,2 metros del mástil de estabilización que quedó destruida.
El 11 de enero de 2007, los chinos lanzaron un misil balístico de rango medio desde su centro espacial de Xiang Space, el cual impactó contra un viejo satélite meteorológico, el Feng Yun 1C, que en una décima de segundo quedó convertido en más de 2 000 fragmentos de entre cinco y diez centímetros, otros 35 000 de apenas un centímetro y casi un millón de pedacitos de más o menos un milímetro.
Esa era la misión encomendada al misil antisatélites chino. Se trata de una estrategia utilizada ya por varios países para minimizar el impacto de los peligrosos desechos mayúsculos, aunque a veces el problema son las mismas explosiones, como la ocurrida el 19 de febrero de 2007, cuando un cohete ruso Protón, lanzado un año antes en una misión fallida y que había quedado en órbita con todo su combustible, explotó por la elevada temperatura derivada de la fricción con la atmósfera.
Como resultado, un millar de grandes fragmentos más, de entre uno y diez centímetros, quedaron dando vueltas en torno a la Tierra.
Estos objetos son los que más preocupan a los científicos e ingenieros espaciales, según reconoce un informe de la Agencia Espacial Europea, porque al ser demasiado pequeños y numerosos es casi imposible rastrearlos de manera individual.
Los satélites de seguimiento de este desperdicio astronáutico solo captan objetos que superan al menos los diez centímetros, por lo cual es casi imposible prever los otros millones de pedacitos, aunque algunos viajen a velocidades que pueden estar entre los 29 000 y 50 000 kilómetros por hora, o sea, casi diez veces más rápido que una bala.
Su número además se va incrementando con el tiempo, pues cada vez que colisionan entre sí o lo hacen con algo más grande, se fragmentan en piezas más pequeñas. Para que se tenga una idea del peligro que representan, basta con saber que uno solo, con el tamaño de un destornillador, es capaz de destrozar un satélite.
Por ejemplo, en los años que funcionaron los transbordadores espaciales, estos debieron cambiar sus ventanillas «blindadas» al menos 80 veces, porque se debilitaban por el impacto de los desperdicios.
Sin embargo, los que han vivido auténticas escenas de pánico han sido los astronautas de la Estación Espacial Internacional (EEI), quienes en varias ocasiones han debido maniobrar para evitar las colisiones con diferentes trastos.
Así sucedió en junio de 2011, los seis ocupantes de la EEI debieron evacuarse a los cohetes de emergencia, pues un enorme artefacto pasó apenas a 250 metros de ellos, y su choque habría provocado un verdadero desastre.
Desde camiones de basura espacial y lanzamiento de misiles, hasta pasar por arpones electromagnéticos, todas son posibles soluciones que se han diseñado para frenar el creciente auge de la chatarra espacial.
Ninguna, hasta el momento, es efectiva ni se ha hecho viable. Quizá quienes han estado más cerca son los japoneses, que tienen previsto lanzar una especie de satélite arpón para atraer los cuerpos electromagnéticamente. Así, primero se reduciría la velocidad a la que aún siguen orbitando, y luego serían impulsados hacia la atmósfera terrestre para que se desintegren.
Esta misma semana la prensa nipona se hizo eco de un proyecto destinado a crear una fuerza militar especial, la cual rastreará objetos peligrosos en el espacio.
Las autoridades japonesas planean lanzar el sistema en colaboración con Estados Unidos, en 2019, el cual incluirá operaciones de radar y telescopios, aunque algunos sugieren que también proporcionará datos de inteligencia.
Lo cierto es que el fenómeno de la basura espacial se ha vuelto tan preocupante, que la Organización de Naciones Unidas ya ha convocado a varias reuniones sobre el tema, pues en el futuro mediano podría generar graves dificultades en los sistemas de comunicación y climatológicos, que dependen en gran medida de los satélites.
Por lo pronto, y también en consonancia con las lluvias del verano, lo mejor es salir con una sombrilla a la calle. Pero que sea de acero blindado, no vaya a ser que una estrella (mejor dicho chatarra espacial) le caiga en la cabeza.