Un escabroso escándalo de infidelidades, que involucra a la cúpula castrense norteamericana, ha vuelto a poner en la discusión pública la escasa intimidad de las comunicaciones electrónicas
Desde hace una semana los estadounidenses viven una especie de telenovela sacada de la vida real, tras las revelaciones públicas de que al ahora ex director de la Agencia Central de Inteligencia, el general David Petraeus, mantuvo una relación extramarital con la escritora Paula Broadwell, su biógrafa oficial.
Ambos casados, él con 60 años y dos hijos, y ella con 39 e igual número de descendencia, han salido a la luz pública no solo por el affaire, sino porque muchos se preguntan si Broadwell pudiera haber tenido acceso a información clasificada, dada su cercanía al todopoderoso jefe de la CIA.
Así lo sugieren declaraciones de esta durante una conferencia que impartió en una universidad, donde ofreció detalles no divulgados del ataque al consulado norteamericano en Bengasi, Libia, que meses atrás costó la vida al embajador norteño y a otros tres norteamericanos, de ellos dos oficiales de la CIA.
Incluso los medios han especulado que en la computadora confiscada a la amante del general aparecieron documentos considerados clasificados, todo lo cual podría explicar la rápida renuncia de Petraeus a la dirigencia de la mayor agencia de inteligencia del mundo, hecha pública el viernes pasado, apenas dos días después de la reelección de Barack Obama al frente de la Casa Blanca.
Pero más allá de esta intriga de faldas en la alta cúpula de la inteligencia estadounidense, lo que más llama la atención son las increíbles ramificaciones del escándalo, que ahora se sabe fue desatado cuando una dama de abolengo, identificada como Jill Kelley, también casada y con dos hijos, pidió al Buró Federal de Investigaciones que le ayudara a identificar quién le enviaba decenas de correos electrónicos amenazadores.
Sucede que Kelley, amiga de Petraeus, desató los celos de su ex amante Broadwell, la autora de los e-mails, quien por carambola hundió al jefe de la CIA. Y lo más enrevesado es que ahora, en el curso de las pesquisas, se descubre que otro gran general norteamericano, John Allen, al mando de las fuerzas de EE.UU. y de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán, casualmente también casado y con dos hijos, igualmente sostenía correspondencia digital «poco adecuada» con la dama Kelley, la que se quejaba del ciberacoso.
Si alguien cree que la enrevesada telenovela está completa, mejor siga leyendo, pues sucede que el agente del FBI que primeramente se encargó del caso de Jill Kelley, cuando esta denunció los correos amenazadores, también le estuvo enviando correos eróticos e inapropiados, por lo cual fue suspendido por sus superiores.
Tras su sanción, el incómodo oficial acudió a un congresista para quejarse, el que pidió al FBI que se metiera a fondo en el tema, destapando la caja de Pandora de infidelidades y deslices de las grandes charreteras.
No por gusto la prensa norteamericana ha hecho su agosto con los detalles que casi hora a hora van apareciendo del escándalo ya conocido como el «Circo de las cuatro estrellas», en referencia a los distintivos de los altos militares involucrados.
Sin embargo, tras los deslices de faldas y calenturas militares, hay otras preocupaciones mucho más serias, especialmente por el hecho de que en las investigaciones, que recién vieron la luz, pero llevan en curso varios meses, los peritos del FBI entraron a las computadoras del todopoderoso jefe de la CIA y del comandante supremo en Afganistán, y descubrieron que tanto ellos como sus amigas habían estado usando correos gratuitos en Internet para comunicarse.
Lo anterior, además de suponer una descabellada violación de elementales medidas de seguridad en oficiales de alta graduación, revela también el poco tino que tenían ellos, y es a su vez una alerta para los que piensan que por el e-mail, las redes sociales o cualquier otra forma de comunicación digital se puede hablar de cualquier cosa, sin darse cuenta de que potencialmente todo puede ser leído u oído.
El «Circo de las cuatro estrellas» quizá sea el ejemplo más actual y controversial de la poca cultura de seguridad informática que existe todavía en muchas personas, incluso en aquellas que supuestamente deberían saber mucho sobre el tema, en función de la posición que ocupan.
En el caso de Petraeus, ex director de la CIA, y su amante, quien también trabajaba con la Agencia, usaron un correo gratuito de Gmail para escribirse, mediante un truco que algunos creen eficaz para evitar que lo escrito sea rastreado.
Así, por ejemplo, en vez de pasarse mensajes entre ellos, con lo cual estarían «corriendo» a través de un servidor y por ende serían leídos, ambos tenían las claves del mismo correo y lo que hacían era escribir los dos y dejar los mensajes en la carpeta Borrador, sin enviarlos.
Esta treta, que algunos oficiales del FBI han revelado a los medios que es usada por adolescentes y terroristas, en realidad no impide que de todas maneras la comunicación pueda ser leída si finalmente se accede a la cuenta de Gmail.
Lo mismo ocurre con los mensajes enviados por Broadwell a quien consideraba su rival, o los que mandaba el general en Afganistán, que pueden ser perfectamente leídos incluso aunque los hayan borrado de sus computadoras y hasta de cuentas personales, pues servidores gratuitos como los de Gmail los mantienen almacenados.
A su vez, en el caso del oficial del FBI encargado de investigar las amenazas, quien terminó él mismo flirteando con la supuesta víctima, parece increíble que no se percatara de que estaba cometiendo precisamente el mismo error del victimario que pretendía descubrir.
Todos ellos desconocieron u olvidaron que por la Patriot Act o Ley Patriota, aprobada el 26 de octubre de 2001 durante el Gobierno de George W. Bush tras los ataques a las Torres Gemelas, los proveedores de servicios de comunicación están obligados a suministrar información sobre sus clientes si se considera que la misma está relacionada con una violación a la seguridad nacional.
La gran paradoja es que precisamente el general David Petraeus, hasta el viernes director de la CIA y uno de los «paladines» de la lucha contra el terrorismo y por la seguridad nacional, más de una vez sostuvo la necesidad de controlar las comunicaciones de los «enemigos» de Estados Unidos, olvidándose, por cierto, de salvaguardar las suyas.
Aunque no está todavía del todo claro hasta dónde Google, proveedor del correo electrónico gratuito Gmail, así como otros prestadores de servicios de comunicación, ha colaborado con los servicios de inteligencia en las investigaciones sobre los calenturientos generales, nadie duda de que haya ocurrido.
A pesar de que estos servicios se dicen internacionales, lo cierto es que casi nadie lee sus licencias de uso cuando abre una cuenta de correo, pues si lo hiciera con detenimiento descubriría que dicen claramente que están sujetos a las leyes norteamericanas.
De esta forma cualquiera que sea considerado no ya un enemigo, sino solamente alguien de «interés» para la inteligencia de Estados Unidos, corre el riesgo de que su cuenta en Gmail, Yahoo!; Facebook, Twitter o cualquier otro servicio similar sea cotidianamente escrutada para ver qué dice y a quién.
Lo anterior no es solo un riesgo para supuestos «terroristas», pues en este mundo globalizado también en las comunicaciones, cualquiera que ocupe una posición destacada o delicada en su país, debe estar consciente de que usar estas vías no seguras para intercambiar información confidencial, comprometedora e incluso de carácter íntimo, puede ser un error muy peligroso.
Si no lo cree… pregúntele a Petraeus.