Fue impensado augurar que una terapia génica de la que tanto se habla y se piensa para el futuro, surgiera del estudio de un microrganismo de una charca yerma de la que solo se obtenía sal
A finales de noviembre de 2018, durante la celebración de la segunda Conferencia sobre edición del genoma humano, en Hong Kong, China, la comunidad científica mundial creaba gran revuelo después de conocer del nacimiento de las gemelas Lulu y Nana, pues a ambas se les modificó el código genético cuando aún eran embriones.
La noticia fue presentada por su mismo investigador, el chino He Jiankui. Este se proponía que las niñas nacieran con inmunidad frente al virus de inmunodeficiencia humana (VIH): uno de los padres de las pequeñas era portador del temido virus.
Para ello el «científico» utilizó una novedosa herramienta de edición de genes conocida como Crispr, de la que mucho se habla en la contemporaneidad por sus amplias potencialidades en el tratamiento de enfermedades que hasta el presente no tienen cura. Pero la revelación hecha con este nacimiento encontró fuerte rechazo en todo el mundo.
Científicos y observadores éticos del orbe contemplaron esta modificación genética en embriones como una burla a elementales pautas éticas. Sin contemplar la potencialidad de realizar cambios en rasgos humanos que nada tienen que ver con la salud humana, se había experimentado indebidamente en fetos humanos con una tecnología cuya seguridad ni siquiera se ha demostrado completamente, por el riesgo de implantar en el genoma impensadas mutaciones: a estas alturas se desconoce si Lulu y Nana, supuestamente resistentes al VIH, vayan a padecer de otras enfermedades insertadas por error, como el cáncer.
Con posterioridad se supo que Jiankui había trabajado imprudentemente en su laboratorio, sin supervisión y aprobación de las agencias regulatorias.
La historia de la citada técnica, empleada en la edición de genes, se remonta a principios de los años 90 del siglo XX. El principal crédito del descubrimiento se lo lleva un microbiólogo de la Universidad de Alicante, España, llamado Juan Francisco Martínez Mojica, quien demostró constancia en la búsqueda de respuestas científicas ante aspectos de la naturaleza que pudieran parecer insignificantes: hallar las modificaciones genéticas que permitían a ciertos microrganismos —conocidos como arqueas— vivir en ambientes de extremas concentraciones de sal.
El microbiólogo desarrolló esta investigación mientras preparaba su tesis doctoral en un lugar conocido como Salinas de Santa Pola, situada en una extensa área geográfica al sur de la Península ibérica, donde el clima mediterráneo y semiárido puede hacer fatigosa ciertas formas de vida. Lo hallado era, hasta ese momento, una rareza digna de reflexión: la presencia de muchos fragmentos repetidos de ADN, espaciados regularmente.
El científico se planteó diferentes hipótesis. Finalmente llegó a la conclusión de que esas secuencias características del ADN provenían de otros microrganismos invasores (principalmente virus) y todo apuntaba al descubrimiento de un asombroso sistema de defensa: solo unos pocos microrganismos lograban sobrevivir después de ser infectados por un virus y se volvían resistentes a estos después de adquirir un fragmento del ADN viral.
En otras palabras, al exponerse de nuevo a un germen invasor, este era incapaz de causar daño, al reconocerlo como un similar.
El descubrimiento de la forma en que se producía este cambio genético capaz de cambiar el curso evolutivo de estas especies fue la antesala de lo que el mismo Mojica bautizó más tarde con el acrónimo de Crispr. Un término trabajoso de leer, derivado del inglés Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats, que se puede traducir al español como «grupo de repeticiones palindrómicas en intervalos regulares».
Sin embargo, este trabajo y sus potenciales aplicaciones en las ciencias, como en la Biotecnología, Agricultura y Medicina, encontraron resistencia a ser divulgados por «prestigiosas» revistas científicas, al apreciarlos frívolamente. Pasaron dos años hasta que finalmente fue publicado en el Journal of Molecular Evolution (Revista de evolución molecular), pero con una perspectiva más evolutiva por parte de Mojica para que no pareciera pretencioso.
En aquellos tiempos era difícil suponer que este conocimiento proveniente de la naturaleza pudiera ofrecer ideas revolucionarias en aras de crear una técnica de edición genética y funcionar tan bien, incluso, en células tan distantes como las humanas.
Ya desde el año 2013 esta técnica se empezó a desarrollar a pasos agigantados gracias a la Ingeniería Genética y la Biotecnología, por lo que podemos decir que hemos entrado en «el mundo Crispr». Con este progreso se han acelerado intereses científicos en todo el mundo, aunque lamentablemente se ha suscitado, además, una «guerra por las patentes».
Mediante el Crispr se consigue modificar el genoma a voluntad, mediante la inserción, eliminación o sustitución de diferentes segmentos del ADN de las células, como aquellos que son responsables de causar enfermedades o crear resistencia a otras. Esto se alcanza mediante complejos mecanismos conocidos coloquialmente como «tijeras moleculares», responsables de un proyectado «corta y pega» de genes.
Al margen de la mala praxis del doctor He Jiankui, si se lograse crear en el futuro una técnica Crispr lo más segura posible en Medicina, la perspectiva de la edición del genoma para tratar enfermedades genéticas gozaría de amplio apoyo. No obstante, se corre el riesgo de que la comunidad científica mundial ya está atenta y combatiría a todas luces la edición de genomas con el fin de mejorar determinados rasgos humanos.
Por eso, para que el Crispr no pierda su rumbo de beneficio a la humanidad, ya se sugiere que las aplicaciones de cualquier método que se considere permisible deben ser reguladas. Así nos protegeríamos del uso indebido y de los peligros que acarrea la insolencia de quienes aún piensan en el absurdo diseño de un ser perfecto y superior dentro de la raza humana.
Principales fuentes consultadas:
Mojica FJM. The discovery of CRISPR in archaea and bacteria. The FEBS Journal. 2016; 283: 3162–9.
Para quienes creían que la cantidad de neuronas con las que nacemos es invariable durante toda la vida, y para quienes aun se mostraban escépticos al respecto, los resultados del debate a nivel internacional ya son una certeza.
En días recientes un grupo de investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid publicó un informe que confirma que el cuerpo humano produce nuevas neuronas hasta el final de la vida.
Ciertamente la producción neuronal disminuye a medida que envejecemos y con mayor rapidez si se padece de Alzheimer o alguna otra demencia, pero el estudio, publicado en la revista Nature Medicine precisa que las células del cerebro no emergen formadas en su totalidad, sino que deben superar procesos de crecimiento y maduración.
La investigación se centró en 58 cerebros de personas fallecidas con edades entre los 43 y los 97 años. Los científicos encauzaron el estudio en la zona de este órgano donde se manejan los recuerdos y las emociones (el hipocampo).
Identificaron los expertos neuronas «inmaduras» en los cerebros que estaban examinando, aunque algunos de estos pertenecían a personas que tenían 87 años al morir.
La doctora María Llorens-Martin, una de las investigadoras, afirma que los seres humanos generan nuevas neuronas en la medida en que se necesita aprender nuevas cosas, lo que ocurre cada segundo de nuestra vida.
Concluyeron en esta primera etapa del estudio que es necesario en la próxima incluir el análisis de los cerebros de las personas mientras están vivas, para ver qué ocurre en tiempo real.