La interesante anécdota de un lector en busca de poesía erótica
Una Feria del Libro además de una fiesta para escritores y lectores es, entre otras cosas, el desfile por los estanquillos y puntos de venta de una buena cantidad de personajes pintorescos, algunos extravagantes, que pululan por el mundillo literario y llenan de colorido los recintos feriales.
He asistido a innumerables ferias del Libro en diversos países de América Latina y Europa, y en ese incesante bregar, me he topado con muchos de estos personajes de los cuales guardo memorables anécdotas.
Escogiendo al azar entre ellas, recuerdo con particular regocijo a alguien que conocí durante la Feria de Bogotá de 1995.
Yo había asistido con un stand de Casa de las Américas, cuyo Fondo Editorial dirigía en esa época, y en uno de esos días entre semana, tal vez lunes o martes, bastante monótono y casi soporífero por la ausencia de público y de ventas, de repente, por un pasillo lateral, surgió una hermosa mujer, elegantísima —collar, pulsos, sortijas—, con un vestido bastante
corto, que dejaba entrever el nacimiento de unos muslos de respetable grosor. Era muy trigueña, pelo sobre los hombros, y un mechón le caía negligente sobre el ojo derecho, lo que le daba al rostro un matiz misterioso y a la vez sensual. Para mi sorpresa se dirigió directamente al stand de Casa de las Américas y me dijo con una voz muy cálida:
—Busco poesía… erótica.
—Aaaah… poesía… erótica… bueno… —dije un poco turbado.
—¿Qué me puede ofrecer? —me dijo mirándome a los ojos.
Yo tragué en seco… y más turbado aún, le respondí:
—Mire, en realidad nosotros no… —ella esbozó un mohín de disgusto, y yo empecé a buscar frenéticamente con la vista entre los numerosos libros del stand, pero no aparecía nada. Yo sabía de sobra que en nuestra magra oferta de libros de la Editorial, no había nada parecido a… poesía erótica. Casi al borde de la angustia, de repente apareció ante mis ojos el tomo de poesías de Delmira Agustini, la infortunada poetisa uruguaya. En un segundo di un salto y agarré con gesto elegante el volumen:
—Aquí tengo algo que quizás le sirva.
Entonces ella me dedicó una sonrisa perturbadora, que me tranquilizó de golpe:
—Ah, qué bien… ¿De quién se trata?
—Son poemas de Delmira Agustini, la gran poetisa uruguaya.
—Bueno, no la conozco. Pero… ¿es poesía erótica? —dijo con los labios húmedos y provocadores.
—Imagínese, ¿usted sabe cómo murió ella?
—No.
—El exesposo, que se había convertido en su amante, así mismo como le digo, le dio dos balazos… crimen pasional.
—¡No me diga! —dijo sorprendida—. No faltaba más, ¡lo llevo! —añadió apresuradamente—. Y ¿nada más?, ¿no tiene nada más… que ofrecerme? —volvió a lanzarme una mirada que era como un suspiro inconcluso, y yo estuve a punto de… desordenarme, como Carilda Oliver.
¡Ah, claro, Carilda! El nombre resonó en mi cerebro como un campanazo.
—Espere un minuto —le dije, mientras ella buscaba en su minúsculo bolso unos billetes para pagar el libro.
En dos saltos, me dirigí al stand que estaba a mi derecha: era el punto de venta de Ediciones Cubanas, y le solté al primer dependiente que vi, un joven colombiano:
—¡Carilda!
—¿Qué Carilda? —me dijo.
—¡Carilda Oliver!, ¡libros de Carilda Oliver Labra!
Por supuesto que aquel joven dependiente no sabía quién era Carilda Oliver, ni posiblemente ningún escritor cubano. Y ante su gesto, mezcla de impotencia y desconocimiento, decidí buscar a vuelo de pájaro algún libro de la poetisa matancera. Apenas unos segundos después, tenía ante mis ojos Desaparece el polvo, antología de la poesía de Carilda, que casi sin solución de continuidad y aire triunfal, puse ante los ojos de aquella mujer que buscaba poesía… erótica.
—¿Quién es ella? —me preguntó con curiosidad.
—Es nuestra más grande poetisa erótica. Grande, grande.
—No, tampoco la conozco —dijo. Era evidente que no conocía a nadie—. Pero, ¿es… erótica? —volvió a añadirle ese perturbador matiz de sensualidad.
—Bueno, oiga… —empecé a buscar en el índice algún poema conocido de Carilda y rápidamente encontré Discurso de Eva, algunos de cuyos versos leí mirándola a los ojos, con voz algo temblorosa:
(…) Clávame tu mástil…
¿Cuándo vas a decirme
Pajarito y puta? (…)
Sorprendida, atropelladamente gritó:
—¡Lo llevo, llevo todo lo de esa mujer! ¡Tráigame todo!
Esperamos un rato, yo excitado, ella sonriente, mientras le buscaban otros libros de Carilda, y cuando se marchó, me volvió a mirar con aquel mechón de cabello negro tirado sobre el ojo, lánguida y sensual, con Delmira Agustini y Carilda Oliver bajo el brazo las que, seguramente, iban a llenar su imaginación de buena poesía… erótica.