El que dijo que la radio se va no la ha escuchado demasiado. Hay tantas cosas que se quedan, tantas que bullen, que nos asaltan en el momento menos esperado, que se archivan como parte del patrimonio sonoro de cada persona, incluso, de un país.
El largo eco de la radionovela en Cuba ha establecido un lazo irrompible, casi místico, entre quienes la hacen y quienes la escuchan. La cultura cubana, esa sensibilidad que forma parte de nuestros genes como nación, no sería igual sin ellas. Una parió a la otra.
Aunque a lo largo del país hay mucha historia de valía, no es ningún secreto que Radio Progreso ha sido la gran casa del dramatizado radial cubano. «Cuando me asomé por primera vez a esos estudios, en 1967, y vi lo que hacían los actores, supe enseguida que podía escribir lo que quisiera», me confesó Joaquín Cuartas, ícono de la radionovela en Cuba, quien a la altura de sus 87 años tiene su memoria y su imaginación intactas.
Queremos detenernos particularmente en aquellas damas al borde de lo increíble, en aquel linaje. Bastaba escuchar sus voces para sacar pasaje a otro mundo. Sin importar si eran reinas o esclavas, si la trama tendía sus hilos centurias atrás o se desarrollaba en estos tiempos, siempre acababan conmoviéndonos, convenciéndonos, convirtiéndonos. Todo su abolengo lo forjaron sobre una preparación rigurosa, sobre una disciplina férrea. Por supuesto, había un trabajo colectivo detrás. Podían ser escalofriantes, conmovedoras, tiernas, arrasadoras…
La radio, por suerte, ha cobrado importancia de su memoria: sin memoria no somos. Ahora mismo, en las noches de Radio Progreso, hay una vuelta a esa construcción de atmósferas, a esas lecciones, con la reposición de la novela Lo que no se perdona, del propio Joaquín Cuartas, que cuenta en su elenco con Obelia Blanco, José Corrales y Julio Alberto Casanova, entre otros. Es apenas un botón de muestra, pero un botón de oro.
Aurora Pita nunca abjuró de su condición de gallega ni de su amor de cubana. La conocí en un Concurso Caracol de la Uneac: la vi acercarse al micrófono, con timidez diría, con una disculpa en los labios, para declarar que ella nunca pidió mucho más que trabajar para hacer feliz a la gente.
Ángel Luis Martínez, el más virtuoso heredero de la dramaturgia radial cubana, me ha pasado unas grabaciones de Margarita Balboa en dueto (duelo) con Miguel Navarro, en una obra de Agatha Christie. Tres signos de admiración. Y otra de su novela Aires de ingenio, asesoría de Carmen Puga, dirección de Caridad Martínez, narración de Marlon Alarcón Santana.
En esta última, Alicia Fernán corporiza a una abuela que defiende con fiereza a su nieta. Dice Ángel que la actriz, afectada ya en su salud, «actuaba agarrada de una silla cerca del micrófono, en la que se sentaba cuando terminaba la escena». Nunca lo hubiera imaginado, ni un ápice de temblor ni de flaqueza, al contrario, la Fernán brilla en todo su esplendor.
De esa madera era la estirpe.
No pretendo establecer prontuarios ni tops, mucho menos excluir a nadie. El arte, al final, impacta siempre sobre la subjetividad. Es, sin embargo, la versatilidad, el carácter, los años de entregarse sin que le quedara un átomo de su cuerpo, lo que me hace escribir algunos nombres, con reverencia, con cariño, con temor: Aurora Pita, Margarita Balboa, Magaly Alou (¡Ay qué Frida Khalo, qué Gabriela Mistral el de ella!), Miriam Mier, Marta Velasco, Alicia Fernán, Elvira Cruz, Fela Jar, Obelia Blanco, Teresita Rúa…
Los personajes se les agolpaban en la garganta, contenidos, hasta destilar en pequeños hilos o derramarse como ríos desbocados. Las recorrían, las exprimían, las desgarraban. Creían en lo que hacían como la única manera de existir, creyeron cuando parecía que todo terminaba, y, lo más importante, nos hicieron creer con ellas, nos hicieron crecer con ellas.
Ellas acabaron convertidas en una referencia, una marca, un estilo. Ellas son una época en la memoria afectiva de un país.