Lo que creemos diálogo quedó sobre ese ring imaginario donde transcurre la llamada comunicación. Desaprovechamos cuanto queremos decir por la manera en que lo decimos. Esperemos que con el tiempo —¡no solo con el tiempo!— podamos comunicarnos
A veces me pregunto si los cubanos hablamos con corrección, si somos verdaderamente comunicativos —no «comunicadores», que ya es asunto de profesionales, quienes puedan serlo— y si nuestras ideas son comprendidas. Me ha preocupado el lenguaje actual y mayoritario de los cubanos y, sinceramente, lo hallo atropellado, sin preocupación por la exactitud de lo dicho, cargado de ideas sobreentendidas, sin corresponder al significado cierto de las palabras, demasiado apegado o dependiente de la gestualidad, que convierte la conversación en una pantomima. Sin observar ahora la pronunciación, que nos mandaría de cabeza a la consulta del logopeda, escojo tres puntos: lo que decimos, cómo lo decimos y la manera en que lo decimos.
Si me apego a la forma de escritura —y de habla— puesta en boga, debería incluir aquí un recuento laudatorio sobre el habla popular cubana, lo mucho que hemos avanzado, logros, conquistas y un largo rimero de etcéteras. Algo así como empezar por el choque de piedras y la chispa cuando se quiere decir fósforo. Y explicar, cubriéndome la espalda, que las observaciones siguientes se refieren a quienes las merecemos, salvando al respetable y masivo resto poblacional. Son manías del hablar —y del escribir— que enrarecen la conversación, distienden los parlamentos, convierten todo en una «disertación» (y lo mal que cae eso). Mejor voy al punto.
No siempre entendemos lo que nos decimos, quizá porque lo emitimos como un exabrupto. Podemos atribuirlo a timidez, padecimiento que al hablante le impone una prisa inexplicada. Pero ¿tanta gente es tímida? A lo rápido sumamos la pronunciación, errores de articulación, como volando a ras sobre vocales y consonantes, para terminar rápido, no sea que perdamos un imaginario turno. Así el oyente pocas veces pesca algo y desperdiciamos lo que decimos.
La gestualidad, en la cual depositamos gran parte de nuestra comunicación, no resulta precisamente una aliada sino una adversaria (y nosotros, que la queremos tanto). Implica la cara y las manos —en algunos hablantes, los brazos, los hombros y la cintura—; parecería que la gestualidad sustituye a las palabras cuando le concedemos valor de amplificadora de contenidos. Como cada hablante tiene su gestualidad propia, sin una «ortografía» que la rija, no resulta rotundamente explícita. Los gestos sustituyen a vocablos y frases, se apoderan de su significación y nos dejan en una comunicación un tanto traicionada. Allí el riesgo depende de cómo lo decimos.
En el entorno, pues el diálogo requiere de contextos, se nos complica el asunto de la comunicación, que veo precaria. Junto a la gestualidad excesiva está el tono. El hablar se nos ha vuelto expansivo por los decibeles que desplegamos. La voz altisonante es un grito —disimulado o explícito—, una imposición. Si el otro se acoge al mismo recurso, el diálogo se nos vuelve una disputa. Cuando se disputa, no se dialoga, ninguno de los «contendientes» persuade al otro de sus argumentos. Se trata de golpe y contragolpe: esquivar el empuje del contrario hasta hallarle un flanco débil, e irle arriba. A la voz que se empeña en predominar se suma el gesto, cada vez más marcado, encimado. ¿No han oído una palabra que entró en boga, acaballar? No hablamos, nos acaballamos. Ni coincidimos ni nos persuadimos. Lo que creemos diálogo quedó sobre ese ring imaginario donde transcurre la llamada comunicación. Desaprovechamos cuanto queremos decir por la manera en que lo decimos.
Supe una forma «popular» de narrar una bronca: «Oye, el tipo llegó, le dijo lo que le dijo, le bajó lo que le bajó, le puso lo que le puso y lo dejó como lo dejó». Es como para responderle: «A mí lo que más me gusta es cómo te explicas».
¿Ya estamos resignados al arrebato de «la palabra», es decir, la versión acaballante para terciar en una conversación, algo que padecemos incluso en salones que suponemos educados? Cuando lo hace una doctora, por ejemplo, nos viene el deseo de acudir al lenguaje popular: «No seas tan imperfecta, chica». ¿Quién afirma que dos hablando de esa manera, se entienden o reflexionan? ¿Y si es un grupo? Más que una conversación sería una sesión de rap. ¿Y si debemos aprender un prontuario de sobreentendidos para entrarle al asunto de que se trata? ¿Y cuando nos cuentan algo y en el momento más interesante cortan con el final: que pa’qué?
Esperemos que con el tiempo —¡no solo con el tiempo!— podamos comunicarnos. Estaríamos cuidando lo que decimos, cómo lo decimos y la manera en que lo decimos.
*Narrador y ensayista. Miembro de la Academia Cubana de la Lengua.