¿Sabía usted que aún en el mundo científico perviven prejuicios muy injustos? En el aniversario de dos grandes de la ciencia que lucharon contra los dogmas, Marie Curie y Carl Sagan, conozca dos fenómenos sociológicos curiosos sobre el universo investigativo
«Pierre Curie, casado y padre de dos hijas, encontró tiempo para el amor y la familia durante su breve carrera científica»; «nadie podía suponer que tras los enormes ojos y el frágil físico de Newton se escondía uno de los cerebros más prodigiosos del mundo»; «tenía el físico de un atleta y el rostro de un actor de cine, pero Oliver Sacks prefirió la ciencia al glamour»... Esos fueron los creativos modos en que los usuarios de Twitter fueron seducidos por una ingeniosa campaña lanzada hace al menos un año. Consistía en retratar a tus científicos favoritos con el tratamiento que se da a las mujeres exitosas en los medios masivos. Otra iniciativa similar llegaba por igual fecha. Nos pedían generar mentalmente una imagen humana asociada a la palabra ciencia. Según el imaginario popular, la respuesta dibujaba a un hombre en bata blanca, casi siempre despeinado o con rasgos de trastorno mental; pero eso sí, siempre un hombre. Otras publicaciones optaban por abrir sus editoriales con un dato revelador: en la Luna han sido bautizados más de 1 580 accidentes geográficos con nombres de importantes científicos, solo 28 son nombres femeninos.
Las ideas tenían un denominador común: intentaban una reflexión en torno a cómo perviven los prejuicios machistas acerca de la inteligencia científica.
Campañas como estas suelen colarse en los medios que divulgan la ciencia y sus redes sociales durante dos meses claves del año: noviembre, que recuerda el natalicio de esa gran mujer de ciencia que fue Marie Curie, y febrero, cuando se celebra el Día de la mujer en la ciencia. Pero especialmente el natalicio de Curie funciona como una especie de termómetro que indaga si el fenómeno sexista ha sido más o menos superado en los predios del estudio.
Lo triste es que, a pesar de tantos siglos de refinamiento en la objetividad de los métodos científicos, los debates sigan demostrando la pervivencia de esa realidad que la revista Nature asumió en 2015 con honestidad brutal: «La ciencia continúa siendo institucionalmente sexista».
Este mismo año el antiguo debate fue reabierto antes de tiempo cuando un ingeniero de software de Google hizo pública una carta anónima en la que defendía la idea de la condición inferior de la mujer para puestos de gran exigencia. Y justificaba sus supuestas tesis con apoyatura de una pésima metodología de sicología evolutiva:
«De media, hombres y mujeres difieren biológicamente de muchas maneras», expresaba el ingeniero, mientras desgranaba una sarta de supuestos argumentos por los que la política de diversidad del gigante Google no le parecía adecuada.
«Las mujeres, de media, son más abiertas en sus sentimientos y estéticas más que en ideas (…) tienen también un interés más fuerte en las personas antes que en las cosas (…) Neuróticas (más ansiedad, menor tolerancia al estrés). Esto puede contribuir a los niveles de ansiedad más altos que, de media, las mujeres reportan en Googlegeist y al menor número de mujeres en trabajos de alto estrés».
Este tipo de defensas disfrazadas de un tono rigurosamente científico parece ser la «novedad» en el tema en los últimos años. Otra amenaza a siglos y siglos de lucha por la objetividad científica.
«Las mujeres científicas en el mundo son menos remuneradas, menos promovidas, reciben menos garantías, y son más propensas a dejar la investigación que los hombres cualificados de modo similar». Y esta vez son las palabras de Nature, una de las publicaciones más prestigiosas en este campo. Por eso, este año alarma nuevamente la tendencia en aumento de usar metodología improvisada de sicología evolutiva para defender posiciones eugenistas, o sea, de una ideología que cree en la superioridad natural de ciertos grupos sobre otros.
Si bien la idea de que las diferencias biosicosociales entre mujeres y hombres era esgrimida desde la antigüedad, la tendencia al uso de la polémica sicología evolutiva —que explica rasgos actuales del comportamiento como resultado de conductas de nuestros ancestros— parece estarse convirtiendo en una moda peligrosa en manos de quienes no aplican un método realmente responsable.
Por difícil que sea de creer, desde el propio surgimiento de la filosofía, el primer proceso científico, hubo un discurso machista que intentó excusar con datos biosicológicos la razón de la supremacía masculina en este sector.
Desde los primeros escritos de Hipócrates sobre la irritabilidad femenina, pasando por Freud con la supuesta histeria, hasta los centros de estudios cerrados a mujeres de la «Ilustración» y sus muchas sombras, argumentos muy similares a los de la carta de Google desaprobaban a las mujeres en labores de sabiduría sin tener en cuenta que los propios procesos de accesibilidad al escenario público eran muy distintos para mujeres y hombres.
Las ideas de que las hembras no estaban condicionadas para el trabajo intelectual intenso o el liderazgo, por sus bajos niveles de testosterona en comparación con los hombres, el argumento de la particularidad hormonal del ciclo menstrual y un consecuente nivel de estrés más elevado, con menor raciocinio para las decisiones ha sido reiterado hasta en boca de grandes académicos del mundo en polémicas harto interesantes.
Si bien esas son ideas respaldadas por ciertos rasgos biológicos, han sido caricaturizadas y exageradas como excusas para explicar una realidad triste y lo cierto es que las revisiones rigurosas demuestran otra realidad.
Estudios más serios que la sicología evolutiva instantánea apuntan a que el acceso al estudio en estos campos simplemente estuvo vedado a mujeres durante largos siglos de desiguales condiciones, eso sin contar las técnicas más sutiles de invisibilización como citar sus nombres con las iniciales, o como la hermana de, o la esposa de, o simplemente apropiarse del trabajo de una miembro del equipo investigativo sin darle el crédito, lo que convirtió el proceso de rescate de sus figuras en un verdadero buceo en la historia. No en vano un estudio publicado recientemente en la revista Science demuestra que los hombres de las áreas científico-técnicas son los más reacios a considerar ciencia de calidad aquellos estudios que evidencian sesgos sexistas en esas mismas áreas.
En 1968 Robert K. Merton dio a conocer el efecto Mateo en la revista Science. El referido efecto prejuicioso suponía la superioridad de investigadores ya reconocidos sobre otros apenas principiantes, sin importar la brillantez del aporte que cada cual hubiera realizado en su trabajo. Irónicamente, la acuñación del término por parte del sociólogo se basó en el trabajo de una joven investigadora de su grupo, Harriet Zuckerman, quien realizaba su tesis doctoral para investigar las características de la élite científica.
Sin embargo, el trabajo de Harriet no fue reconocido públicamente por el sociólogo, y el nombre de Harriet Zuckerman aparecía únicamente en las notas a pie de página. Merton y Zuckerman continuaron trabajando juntos y en 1993 contrajeron matrimonio.
En 1993, la historiadora de la ciencia Margaret W. Rossiter sacó a la luz lo ocurrido en la definición del efecto Mateo. Con este ejemplo explicaba y definía la invisibilización sistemática que ha sufrido la mujer en el ámbito de la ciencia en el mundo y haciendo honor al nombre de Harriet Zuckerman y al de la activista Matilda Joslyn Gage designó el fenómeno con el nombre de efecto Harriet/Matilda (aunque hoy en día se conozca como el efecto Matilda).
Ah, si se pregunta cuáles son las mujeres que merecen los nombres de los cráteres de la Luna y sufrieron el efecto Matilda, les dejamos en este link una breve lista de muchas que han demostrado que la ciencia buena, como la que defendieron los gigantes Carl Sagan y Marie Curie, no cree en marcas externas. Bien lo saben los cubanos.