Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Aguas

Santiago de Cuba fue bautizada con toda razón por Jorge Mañach como «ciudad sedienta», mas, a San Pedro se le ha ido la mano

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

He rogado por las luces del alba, por salir de la negrura, del apagón perpetuo. He tenido un  amanecer sin pregoneros, sin gallos, sin motos. Un concierto de ranas en  todo su esplendor ha robado el protagonismo de la banda sonora de todas mis mañanas en el poblado de Boniato, en las afueras de Santiago de Cuba. 

Hay un pedazo de Amazonas en el aire. 

Los colores han mutado, una extensa capa de nubes oculta las montañas, siempre verdes. 

He tenido que reptar para cruzar la carretera. No es metáfora, es literal. Un coloso vegetal, una planta de salvadera (Hura crepitans) con su espinosa corteza, se vino abajo estrepitosamente. 

Sus raíces no resistieron tanta tierra lavada, descarnada, arrasada. Tronco y ramas al medio de la calle, dejando apenas un angosto pasadizo por debajo que todos inexorablemente hemos de cruzar.

Cuando un árbol cae, la naturaleza gime. 

Hace horas no cesan las aguas, hace días, he perdido la cuenta. Es cierto que hacía falta, mucha falta. Santiago de Cuba fue bautizada con toda razón por Jorge Mañach como «ciudad sedienta», mas, a San Pedro se le ha ido la mano. Abrió las compuertas y se olvidó cerrarlas. 

La depresión tropical que afectó al oriente cubano ha desbordado ríos en diferentes localidades y municipios, ha inundado calles y casas, resentido y derrumbado paredes, interrumpido el circuito eléctrico, ha precisado evacuados y rescates. Ha reclamado, ha trastocado la vida.

Septiembre ha entregado el batón a octubre, el mes de la cultura cubana y el de los ciclones. El de Flora  y el de Sandy, dos nombres hermosos de temible recordación. Tal vez no haya definición más certera para describir nuestras circunstancias y nuestras resiliencias como aquella con que el crítico y cineasta Enrique Colina nombró a su película de 2002, Entre ciclones

Nunca olvidaré mis estrenos periodísticos a principios de los 90 en la aldea de Boti, en Guantánamo. Las crecidas del río Guaso pusieron, ante mis pupilas asombradas, a personas atrapadas en el corazón indomable de las aguas. Lo viví y lo describí. No me pregunten qué palabras usé, ni qué asombros, qué angustias me envolvieron cuando el colectivo de Danza Fragmentada recreó el suceso en la obra En el puente de Aguilera.    

Palma Soriano. Yurina me llevó un día a un humilde paso del Cauto, el río más extenso de Cuba. Me sumergí en esas aguas como un exorcismo y, misteriosamente, la fatiga se fue yendo corriente abajo.

Baracoa. Gertrudis, la poeta, es la culpable. Sumergido en el Duaba, en sus transparencias, en sus olas serranas, se escaparon las horas razonables del regreso. Vivir no tiene horas. Siempre he seguido el consejo que una vez escuché a la autora de Cuentos de Guane, a la escritora pinareña Nersys Felipe: a veces, hay que dejar ir la guagua.  

Detente, persiste, aférrate allí donde arrancas un raro, un precioso  instante de felicidad, una sensación de paz. Como Mercedes Sosa, con su voz de la tierra: «Por eso muchacho, no partas ahora/ soñando el regreso /que el amor es simple /Y a las cosas simples/las devora el tiempo».

Las aguas siempre dejan marcas. Las aguas que matan, las aguas que nacen. El milagro de las aguas. Al fin, siempre que llueve…

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