Un diálogo de sordos. Turquía se cubre los oídos con las manos, y otro tanto hace la Unión Europea (UE). Gritan, pero no se escuchan. Y todos pierden.
Todo ocurrió luego de reunirse con militares de alto nivel en el Pentágono para conocer de la situación en Iraq, al confirmarles a los reporteros que no piensa en el retiro —ni de las tropas, ni de su cargo, aunque vaya caminando en poco a poco el impeachment—, pues dijo en esos rejuegos de palabras con los que piensa embobecer a su ciudadanía: «Tal como aprendimos el 11 de septiembre, el enemigo tiene la capacidad para golpearnos. Y no hay duda en mi mente de que una falla en Iraq haría más probable que el enemigo nos golpee».
No es que pretenda burlarme de la gloriosa frase «Pienso, luego existo» de René Descartes, aquel francés del siglo XVII, tan docto en la Filosofía como en las Matemáticas.
Hay más de un producto o un servicio básico escaseando en Iraq, pero resulta que entre los más buscados, vendidos y comprados están las armas. Para luchar, para atacar, para defenderse... El negocio florece tanto como se extiende el caos y la letal violencia.
Un automóvil va en picada por la pendiente. Mientras los pasajeros emiten alaridos de terror, el chofer llama a la calma: «No hay problemas, todo está OK». Aunque ha accionado varias veces el freno y este no responde, «todo está OK».
Mientras los trabajadores de cualquier mina analizaban, quizá, cuál sería la próxima manifestación, el sátrapa fallecía en la tranquilidad de un hospital por las secuelas de un reportado infarto que, en principio, no todos creyeron real, sino otra estratagema para convencer que, de nuevo, Pinochet debía ser «exonerado».
En la primavera de 2003 entrevisté a Rafael Anglada, el abogado puertorriqueño del equipo de la defensa de los Cinco, que recién llegaba de una gira maratónica que lo llevó de un extremo a otro de los Estados Unidos. En seis días siguió un itinerario en zigzag de South Carolina a Texas, de ahí a Wisconsin y luego a California, para terminar en Colorado. Basta mirar un momento el mapa de ese país para darse cuenta de que es una trayectoria de vértigo, que debió ser aún más estresante en pleno zafarrancho de guerra. La razón de la premura del abogado era verificar el estado físico y anímico de nuestros compañeros, que acababan de pasar, nuevamente, la horrorosa experiencia del «hueco» —el encarcelamiento en celdas de castigo donde jamás se ve la luz del sol y donde se despoja al reo de todas sus pertenencias y se le impide el contacto con seres de rasgos incuestionablemente humanos.
Hay lastres peores que un nombre estrambótico impuesto por nuestros padres. Nacen de la ternura o de la crueldad, y pueden perseguirnos como sombras, sin que nada pueda salvarnos de su persistente compañía: son los alias, esa especie de caprichoso sambenito que a algunos les pone la vida.
El próximo martes, 12 de diciembre, se cumplirán cinco años desde que la jueza Joan Lenard dictara la primera sentencia en el caso de los Cinco, contra Gerardo Hernández Nordelo, luego lo haría al día siguiente contra Ramón, el 14 de diciembre contra René, el 18 contra Fernando y, finalmente, el jueves 27 de diciembre de 2001 contra Tony, cerrando con ello el proceso en la Corte Federal del Distrito de Miami Dade.
Son estas las preguntas que se haría cualquier lector que siga literalmente los despachos de las agencias de prensa sobre la actualidad del Líbano, el pequeño país del Medio Oriente, sometido en el verano pasado a la saña de los bombardeos israelíes.