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Apodos: ¿el nombre de la vida?

Autor:

Marianela Martín González

Hay lastres peores que un nombre estrambótico impuesto por nuestros padres. Nacen de la ternura o de la crueldad, y pueden perseguirnos como sombras, sin que nada pueda salvarnos de su persistente compañía: son los alias, esa especie de caprichoso sambenito que a algunos les pone la vida.

Recuerdo a la doctora de una empresa que ofrecía los primeros auxilios a un pailero, quien yacía inconsciente producto de un mandarriazo equivocado. En el afán de reanimarlo, pronunciaba —no sin cierta vergüenza— un apodo que me resisto a transcribir literalmente. Y todo porque, salvo en la nómina salarial y otros documentos, a aquel obrero no lo conocían por su nombre real, sino por el diminutivo de una acepción grosera que designa al órgano sexual masculino.

No siempre el apodo tiene origen legítimo. Hay quien jamás se lo ganó, pero algún «ocurrente» se lo pega como estampilla postal, y allá va eso. Tuve una compañera en el preuniversitario a la que todos llamábamos «la Perdida», debido a que su abuelo se extravió en un manglar cuando pequeño, y legó para siempre a sus descendientes el calificativo de «perdidos».

La muchacha se nombraba Sofía, pero interpelarla de ese modo era una excentricidad. Ni siquiera la callada resignación con que aceptaba el mote, pudo librarla de su persecución. No he olvidado que quería estudiar Oftalmología, y ahora pienso en lo terrible que ha de ser para un médico cargar con ese alias sujeto a tan tristes lecturas.

Hay motes cargados de sagacidad y humor oscuro, como «el Zurdo», aplicado a un profesor de Matemáticas que había perdido su brazo derecho, o «la Calabacita», atribuido a un joven que por jugar a los almohadazos fue recriminado por el director con una insólita amenaza: si lo volvía a hacer, iba a andar siempre por la escuela con la almohada a cuestas, a la manera del conocidísimo personaje infantil.

Muchas personas aseguran que los motes se «metabolizan», y hasta llega un momento en que andamos armónicamente con ellos. No comparto esa tesis: el sobrenombre que hoy nos sienta bien y que aun nos parece elogioso o benévolo, mañana puede tornarse en mofa, como en el caso de «la Macundona», una anciana de aspecto generoso y carne escasa que visita el barrio donde vivo.

Cito otro ejemplo: ¿se imagina a un director de empresa al que llamen «el Lámpara»? Quizá eso sea una alegoría en la Industria Básica, pero van a mirarlo con recelo dondequiera que reparen en su apodo.

No siento aversión por los ya tradicionales sobrenombres aplicados a los Josés (Pepe), o a los Jorges (Yoyi). Veo, incluso, como una bendición algunos que sustituyen a toda esa retahíla de nombres extraños que suenan como una contienda bélica entre las sílabas.

Tal es así que «Lluvia», una maestra emergente santiaguera, insistió durante una entrevista en que la tratara por su apodo, porque además de identificarla mejor, casi me sería imposible aprender de momento su nombre real.

He escuchado decir que los motes son el nombre que nos pone la vida. Pero sucede que la vida cambia... y nosotros con su latido nos volvemos otros.

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