Cuando, terminada la semana de trabajo del Foro de Organizaciones de Periodistas de la Franja y la Ruta nos sentamos a esperar el banquete de despedida en uno de los salones del fabuloso Jinjiang International Hotel Ganzhou y los anfitriones cerraron los portones, no pude menos que evocar la escena final de La Odisea en que Eumeo bloquea las entradas del palacio para que el gran Ulises «diera lo suyo» a los pretendientes con el portentoso arco que un amigo le había regalado.
Así sentí que habíamos quedado el centenar de invitados —especialmente los cubanos, con un repertorio culinario harto reducido— en aquel espacio inmenso: a solas con la poderosa comida china que, plato a plato, comenzó a demostrar quién era la auténtica dueña del trono.
Pudiera pensarse que, tras vernos evadir impunemente su cocina tradicional en favor de las recetas occidentales en los restaurantes de los hoteles internacionales, los anfitriones —en extremo atentos— decidieran que bastaba de contemplaciones: no debíamos irnos sin probar sus delicias milenarias, así que era hora de que las comiéramos o… nos comieran ellas.
Aunque no tuviéramos el gusto —nunca mejor dicho— de conocernos de antes, allí estaban, plantados en nuestras mesas, esos platos de sabor picante y fresco que caracterizan la comida de la provincia de Jiangxi: verduras fermentadas; fideos mixtos con aceite de chile, encurtidos y otros aderezos; el pescado Wuchang al vapor y la sopa cocinada en vasija de cerámica.
No pude hallar otras recetas vistas previamente en Google, como el tocino frito con artemisia quinoa y el pollo asado Fuli, el pescado al vapor, con chile y ajo, pero es probable que estuvieran sentadas a mi lado y yo, en plan de «si te he visto, no me atrevo».
En general, allí es difícil conciliar en una mesa a comensales de dentro y fuera del país porque, en contraste con los hábitos de múltiples visitantes, las familias de Jiangxi están orgullosas de cuán potente es su sabor.
A lo largo de siglos ha creado con ellos un estilo culinario propio, así que cualquiera se da cuenta de que semejante mixtura exige al otro lado de los cubiertos un estómago ecuménico.
Hablando de cubiertos, debo admitir otra derrota: en la mesa me habían colocado, primorosamente envueltos en servilleta de tela, un par de palitos chinos que, en principio, intenté honrar con el uso. Fracaso total; jamás funcionó mi esgrima pese al consejo de una joven colega peruana que, con más éxito, me susurró por lo bajo: «como un lápiz».
Yo soy más de bolígrafos, de modo que con mi torpeza inspiré rápidamente la misericordia de uno de los organizadores del Foro que siempre acompañó, solícito, los recorridos de los periodistas latinoamericanos. Se paró y buscó para mí un tenedor y un cuchillo que tampoco recibieron mucho trabajo esa noche.
Probado el exquisito jugo de pera, degustado el vino tinto, mi elección se limitó a tres trocitos, entre alguna salsa típica, de una carne de res —¡oh, la vaca, deuda sagrada de los cubanos!— que a la mañana siguiente me dejó su recado «personal». Mi estómago hacía aguas y era el día del regreso, así que la maravillosa aventura en Jiangxi tendría, literalmente, un fin de suspense.
Volamos de Ganzhou a Shanghái y en el aeropuerto internacional de la ciudad más grande de China comenzó mi peregrinar por los lavabos. Irónicamente, tras el cristal de uno de sus restaurantes, una familia entera de patos, asados con cabeza y todo, me recordaba el lance homérico del día previo y me llenaba de dudas sobre cuán lejos podría llegar así, pero seguí viaje y al cabo llegué a La Habana sin manchas a mi decoro.
Supongo que, en los regresos por distintos caminos celestiales, otros colegas cayeron, cual los aspirantes a la mano de Penélope y al trono que conllevaba, frente a las recetas chinas. Me consta, al menos, que los argentinos también sufrieron averías estomacales.
Definitivamente, este reportero cubano se prendó de toda China, pero pagó caro el precio de conocerla en la mesa: en un final de película, la cocina de Jiangxi había encordado su arco y pasado su picante flecha entre las hachas alineadas de su digestión. Como el astuto Ulises, solo ella podía hacerlo.
En la escala de Madrid fui cinco veces al baño. Es probable que los operarios de esas cámaras que nunca faltan en tales terminales se preguntaran qué tanto hacía ese flaco sentado en los inodoros. Yo solo puedo jurar que, al menos por esas veces, no estaba escribiendo crónicas.
(*) Juventud Rebelde comparte las crónicas del colega durante su participación en el 8vo. Foro de Organizaciones de Periodistas de la Franja y la Ruta, celebrado en China en julio último.