Hace más de 130 años su figura se eternizó y aún continúa inspirándonos «…con los ojos de madre amorosa para el cubano desconocido…», como la describiría José Martí tras visitarla en Kingston, Jamaica; y su ejemplo es asidero para las cubanas cuando los tiempos aprietan.
Necesitamos erguirnos como Mariana, solemos decir las mujeres de hoy cuando nos muerde el dolor o nos urge cobijar jornadas difíciles con el paradigma de aquella que, con amor de madre y orgullo de patriota, entregó todo al ideal de una Cuba libre, sin flaquear ante peligros y vicisitudes, y hasta hoy deviene legado y acicate para empinarnos frente a la adversidad.
Mariana Grajales Cuello fue, sí, la madre de 14 hijos, a los que enseñó, entre el rigor y la ternura, a ser hombres y mujeres de bien, valientes, disciplinados, preocupados por la superación cultural, consecuentes, laboriosos, íntegros, pulcros, honrados, leales y patriotas como ella, y les inculcó que por encima de la vida misma estaba la Patria.
Fue la progenitora recta y contenida que reprimía las lágrimas por el hijo caído mientras instaba al otro a sumarse a la lucha, que hizo del dolor guardado su mayor demostración de amor, y el pilar y gran organizadora del hogar armónico que construyó con Marcos Maceo entre el entorno rural de Majaguabo y la casita de Providencia 16, en la ciudad santiaguera, donde todos sus hijos fueron educados por igual y arrullados con canciones que hablaban de libertad.
Pero también supo ser desafío, transgresión, voluntad: la linda mulata santiaguera, toda gracia y frescura, que se casó a los 16 años y empezó a construir un proyecto de vida imponiéndose a los prejuicios de una sociedad que la estigmatizó por ser pobre, negra y mujer.
La joven viuda con tres hijos varones que tempranamente debió convertirse en cabeza de familia en un ambiente precario e inestable; y más tarde, como la muchacha enérgica, desenvuelta y capaz de defender sus ideas que fue, tuvo el valor de inscribir como hijo natural a Justo, su cuarto vástago, y unirse consensualmente con Marcos Maceo.
Tras el grito de octubre de 1868, cómplice junto al esposo de las ideas libertarias y alborozada como niña con juguete nuevo, hizo a sus hijos jurar sobre el libro de Cristo que liberarían a la Patria o morirían por ella, y a los 53 años rompió con los tabúes de la época, abandonó la comodidad del hogar y marchó a la manigua, llevando consigo a sus hijos pequeños, sus hijas y nueras.
Como la mujer madura que era, curtida por el trabajo y la maternidad, envolvió en lo más hondo de su jolongo mambí la ternura de madre y la usó no solo en el cuidado prolijo y meticuloso de sus hijos, sino en el de todos los que combatían a su lado. Durante toda la Guerra Grande se mantuvo Mariana en los campos mambises sorteando la intemperie, el hambre, el frío, las largas caminatas por todo el Oriente y el Camagüey, siempre cerca de donde combatía su prole heroica.
En improvisados puestos médicos y hospitales de campaña supo derrochar esmero en la atención a los heridos y enfermos —cubanos y españoles—, a los que cuidaba como hijos propios con las hierbas del monte, sin importar el acoso del enemigo, empeñado en reprimir a las mujeres y familias de los mambises.
Con todo pudo y a mucho se sobrepuso esta digna cubana en los campos insurrectos: a las continuas heridas de sus hijos, cuyos dolores atenuaba con bromas como «¡Cúrate (…), para que vayas a buscar la otra!»; y a la muerte del esposo (que en su agonía final dijo: «He cumplido con Mariana») y de cuatro de sus vástagos al final de la Guerra Grande, y más tarde la de Antonio y José, aquellos que al decir del Maestro bebieron de sus pechos «las cualidades que los colocaron a la vanguardia de los defensores de nuestras libertades».
Cuando los avatares de la campaña pacifista pusieron en peligro la vida de los familiares de los jefes mambises, marchó Mariana al exilio, y en Jamaica puso otra vez a prueba su voluntad para adaptarse a un idioma y costumbres nuevas, a las dificultades económicas y a la dispersión de su familia. Su casa en el exilio dejó de ser centro de reunión de cubanos dignos, para quienes, al decir del Apóstol, tenían «manos de niña para acariciar a quien le habla de la patria (…)».
Así la encontró el Apóstol en aquella visita, al final de sus días: «La madre de los Maceo, que quería a todos los cubanos que luchaban por la independencia. Y abría las puertas de su hogar a todos, como madre de todos». Y así trasciende hasta nuestros días: Mariana, madre de héroes y de la patria, símbolo y estandarte de la mujer cubana.
Así será reverenciada este domingo, Día de las Madres, por santiagueros de varias generaciones, convencidos de que, con ojos de madre amorosa, nos inspira a empinarnos en tiempos difíciles.