«La vida de los nobles, madre mía, Es luchar y morir por acatarla Y si es preciso, con su propio acero Rasgarse por salvarla las entrañas!»
José Martí
Martiana hasta la raíz, me veo en la necesidad de volver a tu palabra. Tal parecerá que soy una oportunista que coloca tu nombre en Juventud Rebelde otro 28 de enero. Sin embargo, vuelvo a ti por la urgencia de saberte, entre quienes te admiramos, más vivo que nunca.
Basta con sumergirse en la palabra ferviente de tu obra y buscar en ella, como quien hurga en un texto conocido, la certeza de que, en 172 años, muchas cosas han cambiado y otras, también muchas, permanecen ilesas.
En tanto tiempo, lo último solo puede ser de dos formas: una utopía o una mentira. Aun así, me afianzo a este fragmento de tu poema Abdala, justo hoy, cuando mi hermano lo ha hecho suyo para decirlo enfrente de toda su escuela.
Claro, no es un verso sacado al azar. Busqué en la lectura uno al que mi hermano supiese darle sentido. Busqué entre otros valiosos y vigentes, uno que, intencionalmente, quienes lo lean insistan en saber quién lo escribió.
En medio de tanto caos circundante, cuando los titulares de las últimas noticias duelen como las bombas en una tregua de paz, y encolerizan como las leyes retrógradas y fascistas, o intimidan como la miseria, las epidemias y las deportaciones de miles de seres humanos, tu palabra, más que intacta, me parece necesaria.
Hay en ella mucho de lo que debemos hacer, sobre todo los nobles, los que día a día nos levantamos pensando en cómo ser útiles a ese refugio digno de llamarse Patria y, lo que es lo mismo, a la humanidad.
Pensé en que estos versos nacieron de ti en un contexto donde ciertamente te empinabas al mundo. Pero no fue el mundo la causa principal para tal brinco, sino tu país, la injusticia, la colonización, la carne rompiendo sobre otra carne el odio que desprende la supremacía, mientras estira la nariz y hace mueca de asco para responderle al oprimido.
Tú no dejaste a tu madre sola, tampoco se la entregaste a tus hermanas. Tú te marchaste a darle sentido a una Isla que parecía hundirse en medio del mar Caribe y, como grito de auxilio, parecía tener, por única opción, levantar una bandera prestada. Y antes escribiste Abdala, para demostrar que quien ama su esencia no se desentiende de ella, porque está donde más lo necesitan.
Debo decir, además, aun sabiéndote certero, que ahora mismo podría ser este un texto trillado, aplastado por una muchedumbre que no conoce o no ha tenido la oportunidad de entender la magnitud de tu estirpe. También podría ser vanagloriado por voces eufóricas que sostienen poco más allá de tu simbolismo. Sin embargo, es solo un intento por despojar tu imagen de cuanta cobardía se diga en tu nombre.
Ojalá, sin desentendernos de tu gran figura política, sea leída toda tu obra de forma milimétrica, como preparaste la Guerra del 95. Ojalá haya muchos niños esta mañana que cuenten tu historia después de realmente saberla, y que no les sea ni lejana ni ajena.
Mientras, alguien que ya carga el peso de las ausencias ha comprendido doblemente que Abdala no tiene un tiempo perfecto; pues una no escapa, sino que se interna hasta rasgarse las entrañas, porque sabe y siente que «Quien a su patria defender ansía/ Ni en sangre ni en obstáculos repara».