Septiembre tradicionalmente marca en el calendario el inicio de un nuevo período lectivo. En todas las casas se vive el ajetreo de alistar uniformes, casi siempre excedidos en tallas; arreglar libros y forrarlos; comprar medias, zapatos; más juntar al menos los materiales escolares imprescindibles, hasta donde el bolsillo lo permita, para que nuestros estudiantes vayan a las escuelas con lo básico para afrontar el curso escolar.
Mientras, en los centros educacionales también las jornadas suelen ser ajetreadas. Rehacer murales; arreglar el mobiliario que, aun maltrecho por los años de explotación, debe seguir en pie; limpiar y pintar todo; más otras muchas tareas que involucran a padres y educandos en un binomio que no puede fallar, porque de ese empaste perfecto depende el confort que tendrán las aulas para recibir a los escolares.
En medio de tantas carencias, se agradece entonces más que nunca el apoyo del padre albañil, la mamá con habilidades para la costura o las manualidades, o de aquellos con destreza a la hora de pintar, limpiar o componer lo roto. Allí donde la familia y la escuela se unen nota uno el cambio radical, para bien.
Detrás de cada aula limpísima y arreglada, con niños bien uniformados y libros forrados hay, sin dudas, el empuje de educadores exigentes y familiares preocupados, que entienden que allí, en esas aulas, no solo están los niños y niñas para cumplir con el deber de estudiar, sino para formarse como seres de bien, humanos, con valores y sentimientos.
Sí, porque además de números y letras, quienes asuman la responsabilidad de estar frente a un aula deben aceptar el reto de formar integralmente a quienes tienen delante, desde las gracias, los buenos días, el por favor, hasta saber resolver al menos los problemas más elementales que se nos presentan en la vida.
En la escuela debe aprender un niño a tomar decisiones; a respetar las diferencias; a tender la mano al compañero que cae; a no mentir ni aceptar el fraude, porque la mejor manera de ayudar a un amigo no es decirle la prueba, sino acompañarlo en el estudio y explicarle las dudas.
Y debe saber de Martí, pero no para repetir frases y versos de memoria, sino para interiorizar cada idea de quien no por gusto es el Héroe Nacional de Cuba.
A eso deben sumarse grandes cuotas de historia, de la nuestra, de la que nos trajo a este punto y nos hizo ser quienes somos, y otras tantas lecciones de educación cívica, porque puede ser uno muy entendido en las ciencias o las letras, pero si el habla y la conducta deja entrever banalidad, chabacanería o vulgaridad, de parte nuestra no valdrán títulos universitarios ante quien observó un mal comportamiento.
La ortografía ha de ser un punto aparte. En redes cada día es usual ver «horrores gramaticales» que ponen en duda la calidad de la educación. No puede uno pasar de grado si no ha interiorizado al menos las reglas ortográficas básicas que nos acompañarán en la escritura a lo largo de la vida.
La lista se torna inmensa cuando de aprender se trata, porque debe saber uno también de accidentes geográficos, de orientarse por el sol y las estrellas para no perder el rumbo, y hasta tener buena caligrafía importa, para que luego los demás puedan entender nuestros mensajes, porque un simple cambio de letra, o una coma de más o de menos, puede cambiar muchas cosas.
Así que en la mochila, esa nueva o la misma que nos ha acompañado desde siempre, hay que echar, junto a libros, libretas y lápices, muchas porciones de responsabilidad y ganas de aprender, junto a disciplina, constancia, respeto…
El nuevo curso escolar, marcado como tantos otros por carencias materiales, coberturas docentes completadas a base de alternativas que incluyen sobrecargas y contrataciones, más otros tantos contratiempos, se presenta como nuevo reto que debemos vencer entre todos. Aprovechar al máximo cada jornada lectiva, en pos de que maestros y estudiantes aprendan unos de otros, es tarea diaria que debe hacerse con rigor. De cuanto aprendamos hoy, depende el mañana.