Los tiempos en extremo adversos suelen —¡cómo lo sabremos, caray!— dejar efectos utilizables cuando aquel soberbio encontronazo se convierte en historia amarga y desoladora.
Ejemplos hay a mano a montones, empezando por el Período Especial de la década de los 90, cuyos aportes algunos se extinguieron en un dos por tres.
¡Cuidado, mucho cuidado, suspicaces lectores! No estoy elogiando las desgracias, pues en mayor o menor medida a todos nos perjudican, sino la capacidad de reacción y adaptación en buenas condiciones a todo tren conocida como resiliencia. El más reciente ejemplo lo tenemos en la respuesta contundente a la pandemia de COVID-19, en la que Cuba se vistió otra vez de largo con sus vacunas, reconocidas internacionalmente.
No voy a escribir propiamente sobre esas contribuciones por el empeño de vivir en tiempos de oscuras tinieblas durante la corajuda resistencia, matizada por la desesperación.
Tampoco del gran anhelo de bañarnos con la bonanza y navegar con su impulso placentero. Y usted, respetabilísimo, sabe que todo no depende de nosotros, aunque una parte importante sí.
Voy escribir de algunos males para la economía en medio de la bonanza, referidos por este redactor en la década de los 80, que atesoran las páginas archivadas de Juventud Rebelde.
Confieso que me recordaron aquellos análisis los elogios actuales al empleo del transporte marítimo de cabotaje. En esencia, en estas mismas páginas planteaba entonces el buen resultado económico de utilizarlo de manera más amplia, como alternativa a las rastras y el ferrocarril y para darles vida a esos puertos y su comunidad.
El cabotaje es una práctica internacional que emplean hasta los ricos, porque se trata de una opción ágil, segura y eficiente que complementa el transporte terrestre y reduce los costos logísticos.
Ahora está previsto acá, en nuestra geografía, enviar de los puertos de La Habana, Santiago de Cuba, Nuevitas y Cienfuegos embarcaciones de cabotaje hacia otras regiones de la Isla, como Baracoa, Antilla y otros puertos de segunda categoría.
Para ello, se anunció que acometerán la reparación de la red de astilleros de la Isla, donde, a pesar de no tener tecnología actualizada, existe un personal humano competente para asumir la tarea.
Otra de las prácticas cuestionadas en estas páginas en los 80 se refería a la rutina de las empresas nacionales de mandar sus producciones a los almacenes centrales en La Habana para después distribuir lo que correspondía enviar a las distintas provincias; una práctica descabellada… o peor: ¡malintencionada!
Luego, en los territorios se replicaba la receta nacional de concentrar antes de entregar —¡vaya moda! —, y allá va el gasto doble en estiva y transportación.
El fin inexorable de acabar con tales inventos burocráticos, que encarecen las mercancías y gastan muchos recursos, está en garantizar la soberanía alimentaria de los municipios, donde la comida necesita llegar muchísimo más al alcance del plato. Al menos esos esperamos. ¡Sí, créalo! Y tire para la cuneta el arrollador pesimismo.