No se ve en Cuba un suvenir con Elpidio Valdés, ni con Chuncha, muy pocos con el Capitán Plin, que quizá hasta caló menos en la médula de los cubanos.
No se ve una mochila, un lápiz, un pulóver, ni siquiera un forro de libretas con alguno de estos personajes que se supone que dejen huella en la infancia de los que aquí nacimos.
Aunque, a decir verdad, tampoco se ven mucho por la televisión cubana, tan llena de espacios foráneos y de «muñequitos» con no tan buena factura o más distantes de la cultura nacional.
Pero este comentario no pretende hacer catarsis sobre lo que se pone o deja de poner en los tradicionales horarios de aventuras o en espacios infantiles en la televisión. Ese es un tema que tiene tela por donde cortar y llevaría otros análisis.
Ante la falta de esas propuestas en aditamentos escolares y la escasa producción nacional, los padres no tienen otras opciones que acudir a lo que se importa. No vamos a hablar del precio, astronómico siempre, sino más bien de aquello que propone y sugiere.
En las espaldas de nuestros hijos se cuelgan coloridas y lindísimas estampas de barbies, princesas, héroes de Marvel, y algún que otro robot. Nos desangramos para que el niño pueda ir «como van todos», que «no sea menos» porque no pueda exhibir aquello que más se usa.
Se reproducen así patrones culturales que nada tienen que ver con nosotros, pero es que tampoco hay otras alternativas.
Se genera una suerte de competencia sin sentido, de llevar la princesa de moda y establecer así, sin querer, diferencias cada vez más grandes entre esos príncipes enanos, víctimas de una industria cultural sin querer serlo, sin saber serlo.
Lo más lamentable es que con algo tan superficial se acrecientan las brechas en ese espacio tan sagrado que es la escuela, en la que puertas adentro todos debieran ser iguales y que, a la luz de estos tiempos, no lo son.
Y no lo son porque, aunque con los mismos derechos, no todos tienen las mismas posibilidades y las diferencias se dibujan en la calidad de la merienda, en el refuerzo del almuerzo.
Ningún padre que pueda hacerlo va a renunciar a alimentar mejor a su hijo, pero el desafío de estos tiempos está en enseñar a los niños que no somos mejores por aquello que tenemos y sí por los sentimientos y valores, y que siempre habrá que dar la mano a quien lo necesite.
No es preciso ostentar. El pollo del almuerzo puede ir desmenuzado y las galletas de chocolate pueden ir fuera de ese estuche brillante y llamativo que casi siempre invita a comer. Tampoco hay que llevar el mejor juguete si puede disfrutar de él en casa.
¿Se trata de cerrar los ojos ante las diferencias? No. Ayudaremos a que nuestros hijos crezcan como personas de bien, a vivir sin creerse mejores que los demás.
La responsabilidad recae en padres y maestros, principales artífices de la construcción del futuro. Pensemos si hoy todos los niños del aula de nuestro pequeño desayunaron bien, o si tuvieron anoche un plato fuerte para la comida, tan esquivo por estas fechas para los salarios «normales».
Pensemos si entre todos podemos construirle en la escuela un espacio de bienestar, de sosiego, un espacio en el que todos sean iguales y dé lo mismo si van con princesas o con una mochila cosida por la abuela.
En el difícil camino por reducir esas brechas está la educación desde casa, y tienen que entender los padres primero aquella máxima martiana que dedicara el Apóstol en sus cartas a María Mantilla: «Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera. Quien lleva mucho afuera, tiene poco adentro, y quiere disimular lo poco».