Hace poco escuchamos: «La educación es el reflejo del alma de una persona». Lo que equivale a decir: «Sé un individuo bien educado, sumamente cortés, y serás una buena persona». Es para reír.
Dentro de ese juego de apariencias, aunque en el fondo eran gemelos, Talleyrand le ganaba al señor Fouché. En el hipócrita mundo de las cortes, el Ministro de Relaciones Exteriores de Napoleón encantaba a las personas con sus modales del buen mundo, algo que no lograba el jefe de la Policía, con su aspecto de hombrecillo encorvado y esa mirada glacial, capaz de estremecer al mismo Emperador.
En la mente de algún funcionario ingenuo, un tipo tan refinado como Talleyrand, con modales tan distinguidos, con un verbo tan bien labrado, no podía ser una vil persona. «De ningún modo. Imposible», dirían con vehemencia. Fouché, en cambio, sería la representación del Diablo en la tierra.
Lo irónico del caso es que el problema vuelve a repetirse, en una nueva época, en circunstancias diferentes y entre personas bien anónimas, pero al final es la misma historia: ese medir a las personas por la imagen que pretenden exhibir, y no por la naturaleza que envuelve sus actos.
Reconocemos que en Cuba, por la acumulación de las vicisitudes del largo Período Especial y otras distorsiones desordenadas, la educación formal ha sufrido un retroceso, al punto que hoy pugna por recobrar su espacio. Algunas personalidades nos la recuerdan por la prensa escrita o la televisión, pero al final se encuentra con un contexto de tensiones personales y modelos de enseñanza, incluso dentro de la familia, en los que decir «qué onda», a modo de saludo, tiene mayor relevancia que desear buenos días.
Es verdad que se extraña el «permiso, por favor», dicho en el tono adecuado a la hora de interrumpir una conversación, o el simple gesto para indicarle a una persona que habla con otra cuando deseamos avisarle de algo. Muchas veces somos testigos de lo contrario. El de quedarnos con la palabra en la boca porque llegó un tercero diciendo «Fulano, ¿cómo estás?, quería verte» y permanecer en ascuas porque te secuestraron la conversación.
Por eso, uno de los conflictos que en materia educacional debe solucionar el país está en rescatar a plenitud la educación formal y desvalorizar las actitudes del cheo: ese ser primitivo, propenso a las triquiñuelas y a pasar por encima de todos, y que de manera tan magistral parodió nuestro grande y casi olvidado humorista Enrique Arredondo (Bernabé) con su personaje Cheo Malanga.
Con esto no abogamos por el extremo ridículo de tener a lo popular, a las expresiones de barrio y de vecinos como lo vulgar. En ocasiones, con todo el atildamiento que ciertas personas se preocupan en mostrar, hallamos más egoísmo y dobleces en esas «finuras» que en alguna de las cuarterías de cualquier ciudad.
La educación, ni es tan formal ni es tan buena cuando no se corresponde con una actitud ética ante la vida. En todo caso, y de aplicarse de ese modo, ella sería un conjunto de normas maltrechas practicadas por individuos que son muy educados, pero tremendamente soberbios y despiadados a la hora de saciar sus ambiciones de estatus.
Por eso el término «maceta» no es solo un concepto para designar al sujeto que alcanzó un nivel material por obra y gracia de la corrupción. Apunta, también, a una dimensión humana y cultural, que trata de enmascararse en la doble moral y echa mano a las normas de la buena conducta, a los buenos modales, al gran mundo —como lo hacía Talleyrand— para ocultar su ruindad moral.
De ahí el motivo de risa a la hora de escuchar el criterio con que se inicia este comentario. Un enunciado elitista y discriminatorio, pues da más pie a la trampa que a la dignidad.
Quizá por ello —como cuentan Stefan Zweig y Emil Ludwig—, cuando Fouché observaba a Talleyrand en sus galanteos de corte, entrecerraba los ojillos y murmuraba: «No me engañas, rata». Lo sabía bien, porque tanto él como su aliado-rival y los abanderados de la buena educación como reflejo del alma, no son más que la misma cosa: amargos personajes en una triste comedia de domingo.