Si fuera una simple frase uno pudiera sonreír, creer que se trata de un absurdo o hasta pensar que es un eslogan lanzado en medio de una circunstancia de apremio.
Pero no. Resulta una oración demasiado seria, soltada en distintos escenarios, a veces con aires de altivez. «No es el momento oportuno», dicen ellos y, de modo ex profeso o casual, convierten cinco palabras en un intento por frenar el pensamiento o, peor aún, la acción.
Al final pasa a ser una peligrosa postura que se aleja de la transparencia, se emparenta con la coerción y choca con el célebre cambio de mentalidad del que tanto hemos hablado.
A los periodistas, específicamente, nos han disparado decenas de veces esa prescripción, sobre todo cuando hemos abordado temas polémicos o cuando señalamos lunares que, en la lógica obtusa de ciertas personas, «dañan la imagen».
Digo más: hemos sufrido, incluso, del «momento oportuno» como pretexto para escondernos realidades que punzan y afectan, para ocultarnos información o escamotearnos datos antes del trabajo periodístico.
Por supuesto que unos pocos asuntos merecen esperar «el instante» para su tratamiento público y que algunos problemas deben manejarse sin premura, después de un examen riguroso. Ya lo señaló con claridad nuestro Apóstol de la independencia, José Martí Pérez, un día antes de caer gloriosamente en combate: «...porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin».
Pero ese razonamiento martiano debería aplicarse a lo verdaderamente excepcional y no a todos los contextos, como pretenden inducir esos personajes que ven fantasmas, perjuicios y enemigos por doquier.
Por cierto, un buen día tendremos que escribirle un reportaje crítico (o varios) al famoso «enemigo», porque mencionándolo a diestra y a siniestra hemos callado verdades como templos o nos ha atravesado por la mitad la espada del momento inoportuno.
Nunca olvidaré que con esa justificación del adversario determinados funcionarios han pretendido silenciar problemas de sectores sagrados como Educación y Salud Pública, como si no fuesen imperfectos y perfectibles, o como si tapando manchas le hiciéramos algún favor a la sociedad.
Claro, el síndrome de la «oportunidad» se ha irradiado a otras esferas del diarismo. Habita en la conducta de aquellos que se acostumbraron a las apariencias por encima de las realidades, a la alabanza diaria y a la loa sin medida. Pervive en el comportamiento del que se refugia en el abrigo de la oportunidad para terminar siendo un caluroso oportunista.
¿Cuántas veces, antes de una reunión o de una visita, se escuchó la advertencia de que no era el instante oportuno para plantear viejos problemas? ¿En cuántas ocasiones se esgrimió el «contexto peligroso» para no criticar algo que andaba francamente mal?
En cualquier caso, nada será peor que hacer silencio, en espera del momento, y que este, como ha pasado tantas veces, nunca llegue.