Cuentan que Akira Kurosawa, uno de los grandes maestros del cine mundial, era capaz de aguardar días y semanas completas a la espera de una tormenta.
En ese tiempo, todo o casi todo estaba por filmar, los escenarios se volvían tristes y lejanos, muchos desesperaban; pero el maestro se mantenía impasible, sumergido en sus pensamientos.
Un día, mientras se aguardaba por una ventisca de nieve que no llegaba, un productor llegó irritado y lo instó a retomar las filmaciones ante las pérdidas de dinero que tenían y, sobre todo, por las que iban a tener.
« ¡Usted nos está arruinando!», gritó el ejecutivo. Kurosawa se revolvió en la silla. Le ordenó que saliera y gritó que no era nadie para entrometerse en su película.
El susto más grande apareció cuando el director dijo que se suicidaría si no dejaba de molestarlo. El hombre retrocedió tembloroso ante el hombrecillo que se le acercaba medio encorvado, con una mirada brillosa, y salió rápido del camerino. Kurosawa lo vio alejarse y, al final, cansado, con el aliento de una fiera herida, murmuró: «No entiende nada».
La tormenta finalmente llegó, después de otros días de espera, y la escena de solo unos minutos terminó por convertirse en algo sobrecogedor; como sigue ocurriendo con el combate final de Los siete samuráis, la legendaria cinta donde unos guerreros japoneses y unos campesinos terminan de derrotar a unos bandidos que pretendían asolar una aldea.
Las preguntas, sin embargo, quedaban en el ambiente. ¿Qué es lo que no entendía aquel productor? Lo más importante, lo que quizá no podía entender o no estaba dispuesto a arriesgarse para comprender, era esa capacidad que tiene la lluvia de mover la intimidad de los seres humanos.
Es algo que de repente aparece con las primeras gotas, y entonces todo cambia. El mundo se agita. Las personas en la calle apresuran el paso y los conductores en los vehículos aumentan la velocidad, como si ellos también estuvieran a la intemperie.
Con la lluvia aparecen los sobrecogimientos. Solo que ellos pueden ser muy distintos. Para algunos pueden convertirse en un momento difícil, por los recuerdos que trae. Una madre nos confesó una vez que no soportaba ver cuando el cielo se volvía oscuro en pleno día, y observaba esas nubes que dejaban de ser grises para convertirse en una masa de humo oscuro con un olor a humedad contenida.
«En el campo, el piso de la casa era de tierra y el techo no estaba bueno —contó—. Al llegar el torrencial, el agua entraba por todas partes. Yo no podía hacer nada y lo único que me quedaba era envolver a los niños en unos paños, abrazarlos y esperar sentada en una silla a que la lluvia se fuera».
Otros a lo mejor lo tienen un poco mejor y ven en la llegada de la primavera un momento para recostarse en un lado de la casa con un libro a la mano, un listado de música para oír o una telenovela de amores difíciles; pero siempre con el murmullo del agua como una especie de ritmo de fondo.
Entonces aparecen los olvidos de las guerras cotidianas. El instante que muchos desean que llegue... y cuando lo hace, ¡caramba, qué cosas!, o no se dan cuenta o no lo aprovechan como pudieran.
También los hay que viven olvidados de la lluvia. Tal vez ni reparan en si ella vendrá o no. Simplemente la disfrutan cuando aparece. Son los niños. Son los que salen a las aceras y ruegan a los padres su permiso o se escapan de casa para bañarse en el torrente.
Cuando todos se refugian, ellos se aglomeran a la intemperie y los ves pateando los ríos que bajan por las calles. Sus gritos a veces son más altos que los del aguacero, y por lo que hacen, y cómo lo hacen, cualquiera diría que viven más preocupados por reinventar la realidad que por lo que algunos vecinos pudieran pensar.
Es el momento de la risa. De la imaginación. De la autenticidad. De apartar los egoísmos y dar el paso a la vida. Es el momento de empezar a guardar recuerdos que te ayudarán a andar por la vida. Para sacarlos cuando más los necesitas. Como Kurosawa.