El bullicio ronda el portal, desaliñado por la ausencia de una «buena mano» en el transcurso de varios años. Tal pareciese que un movimiento extraño ha cambiado la simpleza de lo ordinario. Con perspicacia, muy bien colocadas por tallas y colores, cuelgan las perchas usadas de la familia González.
Es una esquina céntrica de un barriecito pinareño. La gente se detiene, pregunta precios, mueve la puerta oxidada y llega hasta el portal para probarse alguna ropa que le atrae y ver si le ajusta bien.
Aunque no todos los cuerpos encajan, ya mucha gente se hace eco de la oferta, y el cartel con tinta azul se repite cada fin de semana en la entrada que da paso a la venta. No es la única que vemos al recorrer la ciudad, pero al menos por allí cerca, ninguna otra se asoma.
Tampoco ostenta vestidos lujosos o marcas de élite: es ropa sencilla, colorida, usada. La misma que hace algún tiempo llevaban los nietos de Paula, o sus hijas; salvo algunas prendas que nunca nadie vistió y se quedaron haciendo bulto en la parte superior del clóset.
Los precios no están acorde a lo descabellado que pudiera esperarse, según anda vendiéndose todo por ahí. Son cifras bajas para estos tiempos, que la dueña coloca en etiquetas blancas pegadas a la ropa. Lo que gana, al menos le alcanza para pagar la leche, los mandados y alguna que otra necesidad que se presente en casa.
Y es que esa venta no vino a desvalijar el espacio de la abuela y mucho menos a enriquecer sus bolsillos. Es solo algo más para ayudarse, porque la ropa viene siendo lo que más le sobra y eso le estruja el alma. Tanto que ha decido ponerles precio.
Años antes, fue la misma Paula quien se encargó de remendar todo lo roto que su familia le llevaba, y a veces incluso intentó innovar con algunos retazos para sentirse útil, que para ella significaba estar viva.
Sin embargo, los suyos echaron pocas cosas en la mochila el día que salieron de casa. Lo dejaron casi todo sin pensar en Paula, ni tampoco en una posible venta. Solo se fueron, quizá en busca de mejores ropas, y las de aquí quedaron cogiendo polvo, humedad y un color amarillento que supera lo vintage.
Ahora, en la tendedera que las exhibe, cuelgan modas pasadas, recuerdos, imágenes de lugares, gente, nombres... Mi abuela solo mueve el sillón lentamente y observa a quien valora cada pieza y quizá le encuentre un destino mejor.
Solo sonríe, responde y aguarda. Tal es el costo de una añoranza que, aunque no lo dice, la está vistiendo por dentro.