La exitosa irrupción de las nuevas tecnologías en las rutinas de buena parte de las prácticas profesionales actuales causa asombro. Por su recurrencia, parecen como poseídas por el don de la ubicuidad. Ya no se trata solo de su proceder en las líneas productivas y la automatización de sus procesos. A la inteligencia artificial tampoco lo artístico le es ajeno.
Hace menos de un año, un sitio web dio a conocer que un robot humanoide llamado AI-DA, desarrollado por la Universidad de Oxford y dotado de cámaras oculares y manos biónicas, puede convertir lienzos en obras expresionistas, varias de las cuales se exhiben en una galería londinense. Sus ventas recaudaron algo más de un millón de euros en apenas 15 días.
Otro centro académico, el Instituto Tecnológico de Georgia, concibió un autómata de nombre Shimón, capaz de tocar, bailar, cantar y componer canciones a partir de algoritmos vinculados con las 50 000 letras de jazz, rock y hip-hop que le fueron introducidas. Ya grabó su primer álbum. Ahora le están organizando varios conciertos y una gira promocional.
Investigadores de la Universidad de Kioto, en Japón, crearon un sistema de inteligencia artificial que escribe poesía a partir de imágenes. Según los expertos, su producción es de dudosa calidad, aunque algunos poemas son aceptables. «De hecho, lectores que ignoraban el origen de los textos tuvieron dificultades para descubrir quién era el autor», arguyen.
El periodismo no podía faltar en el derrotero de esta cruzada de alta tecnología. Un robot (¿o robota?) llamado Gabriele, desarrollado por la empresa española Narrativa, redacta —previo suministro de datos correctos— un millón de noticias al mes para 25 medios del mundo. «Produce textos únicos en tiempo real, como la cobertura de juegos de fútbol», explican sus desarrolladores, quienes avalan tamaña productividad.
«Los robots nos están pisando los talones —me comentó, alarmado, un colega, al enterarse de este vanguardismo de la inteligencia artificial por la vía de internet—. Pronto nos remplazarán porque, a este paso, a la vuelta de unos años serán ellos quienes hagan las coberturas, escriban las reseñas, hagan las fotografías y firmen con sus créditos».
Le aseguré que el asunto no es para inquietarse. «Los robots nunca serán nuestros suplentes, sino nuestros colaboradores —le dije—. Más que dejarnos sin empleo, facilitarán nuestra labor. Ellos dependen de nosotros en su aprendizaje.
Cierto: son rápidos y productivos, pero incapaces de generar ideas o de innovar en el idioma, porque carecen del razonamiento y el componente sicológico que solamente nosotros poseemos. «No analizan ni interpretan, solamente ordenan información», lo tranquilicé.
Acto seguido, eché mano a la subjetividad. «Dime, ¿podría un robot, por muy tecnificado que sea, escribir una crónica literaria que conmueva y emocione? ¿Lo crees con sensibilidad para inspirar un poema que erice la piel? ¿O de concebir un titular que atraiga lectores? No, una máquina no convertirá en palabras el perfume de una flor, la pasión de un beso, la belleza de un paisaje o la excelencia de una sinfonía».
Mi amigo guardó silencio, y, luego de unos instantes, dijo: «Estoy de acuerdo contigo». Pero, a seguidas, me desarmó con un argumento sacado de la manga, para el que no tuve respuestas convincentes: «Por el momento parece que no podrán escribir crónicas literarias, ni poemas de elevado lirismo ni titulares llamativos… Te lo reitero: ¡por el momento!».
Al paso que va la inteligencia artificial, no lo dudaría.